RECONOCIMIENTO,  RECEPCIÓN Y COMUNIÓN EN LA IGLESIA

 

Por Jorge Salinas Alonso

 

 

1.La noción siempre rica de "communio" en la Iglesia

 

Nadie, dentro de la Iglesia Católica, puede dudar razonablemente acerca de la importancia de la comunión intraeclesial. La relectura exhaustiva del Vaticano II que el Papa ha realizado hasta la fecha presente  ha puesto bien de manifiesto que le eclesiología actual estriba en esa  noción nuclear de "koinonía" o de "communio". El arquetipo de esa comunión ofrecida por Dios a los hombres, como un don en Cristo y en su Espíritu, reside en la  Santísima Trinidad. Dios mismo es Comunión perfecta de Personas, Comunidad perfecta de Vida y Amor. Recientemente afirmaba Juan Pablo II que "el hombre-persona es en la Iglesia la morada de Dios-Trinidad, y toda la Iglesia, compuesta de personas habitadas por la Trinidad, es en su conjunto la morada, el templo de la Trinidad". Con ésta y otras formulaciones semejantes se va culminando una construcción teológica de imponente grandeza, aunque, por supuesto, nunca puede darse por conclusa ninguna reflexión teológica ya que el Misterio de Cristo desborda toda capacidad humana de conocer, pensar o imaginar. Nadie, repito, puede actualmente negarse a la evidencia de que Juan y Pablo se están refiriendo constantemente a esa realidad, realidad que Jesús mismo instaura en su diálogo permanente con el Padre y con los hombres.  Todo esto es cierto, pero también lo es algo que la experiencia secular de la Iglesia ha demostrado muchas veces: que la focalización de un aspecto determinado del Misterio de Cristo puede llevar a una especie de fascinación no del todo sana, puede impeler a conclusiones de orden práctico no del todo prudentes, puede darse, incluso, que esa fascinación sectorial arroje un cono de sombra sobre otros aspectos igualmente importantes del único Misterio de Cristo.

 

Una primera determinación de orden práctico, una vez establecida la importancia de la comunión como realidad interior, consiste en establecer qué nivel de expresión exterior debe procurarse a la comunión en Cristo. Éste es un campo en el que las posiciones que se dan de hecho en la praxis pastoral y litúrgica son bastantes variadas; son distintas una parroquia rural y  otra urbana, una pequeña comunidad de base y el público heterogéneo que participa en la eucaristía celebrada en la capilla de un hospital o de un aeropuerto; hay diferencias notables de una región a otra, entre naciones de diferentes culturas, entre ambientes en que los católicos son una minoría exigua dentro de la población total y otros en los que ser católico constituye la normalidad sociológica. Como no se pretende hacer aquí un ensayo de sociología religiosa sino una reflexión teológica voy directamente a un tema de fondo. Hay una expresión común en los textos del Magisterio sobre este tema y en las propuestas que podemos designar como de "libre discusión": se suele hablar, casi siempre, de "comunión afectiva y efectiva" como si de dos dimensiones esenciales se tratase.

Se da una tendencia, en mi opinión algo exagerada, a medir el grado de comunión entre personas y entre comunidades por los signos o gestos externos que  intentan expresar externamente un afecto que se supone existente en lo escondido de los corazones. Indudablemente, eso tiene su importancia por la unidad psicosomática y espiritual de la persona humana, pero no lo es todo y, ni siquiera, es lo más importante. Incluso, a veces, una efusividad aparente puede enmascarar una falta de comunión real entre personas y comunidades. Mucho más importante, en mi  opinión, es el nivel de comunión efectiva que pueda darse entre cristianos, entre ministerios dentro de la Iglesia, entre Iglesias particulares, entre la Iglesia Universal y las Iglesias particulares, entre comunidades cristianas, etc. Empecemos, pues, por intentar un enfoque adecuado del tema.

 

Durante el Concilio Vaticano II, la referencia a la noción de "communio" fue tan frecuente que la Comisión Doctrinal consideró oportuno dedicarle algunas palabras en la "Nota explicativa previa" a la promulgación de la Constitución "Lumen gentium": "La comunión es una noción que fue tenida en gran honor  en la Iglesia antigua, como hoy también sucede sobre todo en el Oriente. Su sentido no es vago afecto (“quodam affectu”), sino una realidad orgánica, que exige forma jurídica y al mismo tiempo está animada por la caridad". Desde entonces no ha cesado de crecer la reflexión sobre esta "realidad" que constituye como el núcleo de toda la eclesiología posconciliar. El Código de Derecho Canónico de 1982 introduce una versión jurídica de la comunión con  un mínimo de visibilidad, que pretende hacer palpable aquí en la tierra algo que, en realidad, transciende el tiempo, el espacio y toda tangibilidad fáctica, ya que se trata de un modo inefable de darse la Trinidad entre los hombres. El canon 205 dice: "Se encuentran en plena comunión con la Iglesia católica, en esta tierra, los bautizados que se unen a Cristo dentro de la estructura visible de aquella, es decir, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico". Este canon no menciona  la gracia, que es la clave de la comunión en "Lumen gentium" n. 14 ("Spiritum Christi habentes"); pero el mismo Juan Pablo  II  nos recuerda que ''el fin del Código no es el de suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende mas bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen'' (Juan Pablo II: Constitución Apostólica ''Sacrae disciplinae leges''). Evidentemente un texto legislativo no tiene capacidad para expresar lo que constituye un verdadero misterio, pero sí tiene capacidad y fuerza para precisar un mínimo externo y visible (constatable empíricamente), fuera del cual la comunión eclesial es imperfecta; ese mínimo lo constituyen la profesion de fe, los sacramentos, la ordenación eclesiástica.

 

 

 

2. Una idea de fondo presente en el Nuevo Testamento

 

Toda la vida cristiana es recepción del don divino; recepción del don que el Padre nos hace mediante la misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. De una manera fundamental, la “recepción” es la respuesta adecuada por parte de la criatura a la “misión” de una Persona divina; consiste básicamente en reconocer a Jesús como “enviado” del Padre; en acoger su Persona, su Palabra, su Acontecimiento. Esta “recepción” de Cristo sólo es posible si previamente se ha acogido al Espíritu Santo, aunque no haya conciencia explícita de esta recepción íntima del Paráclito. El mismo Jesús lo declara: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado" (Jn 17, 3). Y San Pablo alude a la recepción previa del Espíritu cuando señala que “nadie puede decir ¡Señor Jesús!, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3).  Sólo el don reconocido como tal puede ser adecuadamente recibido. "Si conocieras el don de Dios" le dice el Señor a la samaritana (Jn 4, 10); con un sentido muy parecido dirá Jesús a Jerusalén:"¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!; sin embargo, ahora está oculto a tus ojos" (Lc 19, 42). Es preciso reconocer el don, en su pura gratuidad gozosa, para poder recibirlo como verdadero don, como algo inmerecido, que no se puede adquirir con esfuerzo o con dinero (cfr. Hechos 8, 20). San Juan dice que sólo una pequeña parte de los milagros o señales realizados por Jesús se recogen en su Evangelio, y con una única intención: "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31).

 

La “recepción” fundamental tributada a Cristo (y previamente a su Espíritu) se concreta en la “recepción y reconocimiento” de quienes son, a su vez, enviados por Cristo: es decir, los Apóstoles y su Iglesia. Una vez realizada sustancialmente esa recepción de Cristo en su Iglesia, fundada sobre los Apóstoles, el cristiano es requerido por Dios, de mil maneras, para “recibir” en su corazón nuevos “enviados” de Cristo y de su Espíritu.

 

Recepción y reconocimiento van unidos. Para "recibir" en nuestra propia mente y en nuestro corazón un don otorgado por Dios a un hermano nuestro (o a una comunidad hermana), para recibirlo como un don también destinado a nosotros,  es preciso que, antes, reconozcamos en ese hermano nuestro la existencia de ese don.

Decía Santa Teresa que una primera gracia divina es el simple hecho de poseerla; hay, además, otra gracia que consiste en entender la primera como verdadera gracia; añade la Santa una tercera gracia que se sobreañade a las dos anteriores, que no es otra sino la de saberla explicar. La Santa poseyó en casi todo las tres "gracias", desde la experiencia y la vida al decir y al escribir; por ello constituye nuestra Doctora un don tan grande para la Iglesia. De un modo semejante, Dios concede un don a un hombre (o a una comunidad entera) y,  como siempre lo hace pensando en los demás, el mismo Dios concederá a otros el don de entender al primero y, como en la Iglesia todo carisma ha de estar sujeto a la autoridad, Dios concede siempre a algunas personas investidas de la potestad sagrada el don de saber recibir públicamente en el seno de la comunidad el don reconocido como tal don, otorgado previamente a algunos elegidos. Tenemos un ejemplo de ese reconocimiento y de esa recepción en las palabras de Pedro refiriéndose a los escritos de Pablo: " Considerad que la longanimidad de nuestro Señor es nuestra salvación. Así os lo escribió también nuestro querido hermano Pablo según la sabiduría que se le otorgó,  y así lo enseña en todas las epístolas en las que se trata de estos temas. En ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los inestables interpretan torcidamente -lo mismo que las demás Escrituras- para su propia perdición" (2 Pe 3, 15-16). Pedro reconoce, en primer lugar, "la sabiduría que se le otorgó" a Pablo e iguala sus epístolas a "demás Escrituras".

 

 

Reconocimiento y acogida van aparejados en numerosos pasajes del Nuevo Testamento. Cuando comienza su ministerio público, el impacto inicial de Jesús en el pueblo israelita humilde y piadoso, es de reconocimiento y acogida: "se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo.  Esta fama acerca de él se divulgó por toda la Judea y por todas las regiones vecinas" (Lc 7, 16). En primer lugar, tendríamos que señalar los encuentros personales con Jesús narrados en los Evangelios. Hay personajes que "reconocen" los "signos" que acompañan a Jesús como pruebas de su origen divino y comienzan a "recibir" su Persona y sus palabras como algo decisivo en sus vidas, En contraste con la recepción inicial de muchos, también se da en otros una interpretación maliciosa de los "signos" que acompañan a Jesús (tildado, según los casos, de endemoniado, de loco, de seductor, de ingenuo, de blasfemo) y el comienzo de un rechazo que culmina en el drama del Calvario. Incluso en el mismo Gólgota, ante el Crucificado, las reacciones son opuestas. Un corifeo de responsables religiosos del pueblo no dejan de repetir ante el público expectante: a otros curó, sálvese a sí mismo; si es Hijo de Dios que baje ahora mismo de la Cruz; sin embargo, un hombre que comparte el mismo suplicio de Jesús, reconoce la misteriosa identidad del Agonizante y acepta en su corazón la fe y la caridad más ardiente: "Acuérdate de mí, Señor, cuando vayas a tu Reino" (Lc 23, 42). El mismo modo en que agoniza y expira Jesús, causa de escándalo para muchos judíos, es reconocido por un centurión romano como "signo"de su condición divina (cfr. Mt 27, 54).

 

Una vez que el Señor entra en su Gloria, la recepción de Jesús como Señor y Cristo, se realiza a través del testimonio apostólico de su Iglesia, en la que sigue vivo y actuante de un modo nuevo, no captable por los sentidos. La primera conversión a Cristo es una verdadera "recepción" o "acogida" de la Palabra que lo anuncia. En Hechos 2, 41 se describe con gran sencillez el proceso de incorporación a la Iglesia de una multitud después de  la primera predicación de Pedro: "Ellos, pues, acogiendo su palabra, fueron bautizados; y fueron agregadas en aquel día como unas tres mil almas".  Después del martirio de Esteban se produce una desbandada de discípulos que huyen de la persecución; muchos de ellos se refugiaron en Samaria. El giro que emplea Lucas para decir que muchos samaritanos se convirtieron al Señor se hace con el mismo término de "recepción": La Samaria "había recibido la palabra de Dios" (cfr. Hechos 8, 14). La recepción o acogida de la Palabra es un momento posterior al reconocimiento de que ahí actúa y habla Dios.  Ese momento previo a la recepción de la Palabra, el momento del reconocimiento, está muy bien descrito en 1 Cor 14, 25: el gentil que entra en una asamblea cristiana en la que el don de profecía  es administrado con orden, al ver descubierto su corazón, "adorará a Dios proclamando: Verdaderamente Dios está en medio de vosotros".

 

Un nuevo "hermano" recibe a Cristo en su corazón mediante la Palabra que viene de fuera (la fe por el oído) y lo anuncia; los dos pasos descritos anteriormente (reconocimiento y recepción) se dan siempre, aunque, a veces, no se perciba claramente su secuencia. No basta, sin embargo, esa recepción individual para que se dé el proceso completo de una nueva incorporación a Cristo; no podemos olvidar ese núcleo de verdad esencial que se llama "la índole comunitaria de la salvación"; se requiere algo más, algo más que la simple acogida privada de la fe; se requiere algo que  podría designarse, como "la recepción recíproca" por parte de la Iglesia. En el mismo relato de la conversión de los samaritanos se insinúa esa recíproca  recepción: "Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos al llegar rezaron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo,  pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que sólo estaban bautizados en el nombre del Señor Jesús (Hechos, 8, 14-16). El caso, quizá, más notable de esa recepción recíproca, en diversos niveles, es el de Saulo de Tarso cuyo itinerario en el seno de la Iglesia es sumamente singular. Pablo recibió el Don de Cristo  de un modo pleno en el camino de Damasco, incluida su elección y misión apostólica; sin embargo, el Señor dispuso un trámite de varios pasos para que el Apóstol llegara a ser recibido plenamente en la Iglesia y en el colegio apostólico: primero le recibe, le instruye y bautiza en Damasco Ananías; al principio es mirado con temor y desconfianza por las comunidades cristianas; al tercer año de su conversión es recibido en Jerusalén, a donde tendrá que subir más veces, hasta que el designio de Cristo sobre los gentiles, especialmente encomendado al Apóstol, es reconocido, recibido y proclamado por la Iglesia Madre: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las necesarias"(Hechos 15, 28).

Este modo de proceder es llamado también “sinodalidad”, tema al que se dedica actualmente bastante atención, entre otras razones porque se muestra como una noción muy estimada por la teología ortodoxa y bastante eficaz en el diálogo ecuménico, pues como afirma el Cardenal Kasper '' la comunión y la sinodalidad son fundamentales para afrontar nuestras relaciones con las Iglesias de oriente y de occidente'' ; por otra parte, también en el seno de la Iglesia Católica la sinodalidad es vivida en casi todos los niveles.

 

3. La Comunión en la Iglesia se enriquece con el reconocimiento y la recepción de los dones divinos concedidos a “otros” en orden a la edificación de la Casa común.

El término mismo de “recepción” está en desarrollo dentro de la reflexión teológica actual. En el primer aspecto equivale de hecho a creer en el Evangelio y es sinónimo de fe. Trasladado al terreno eclesiológico, el término recepción podría indicar «el proceso por el que un cuerpo eclesial hace suya en la verdad una determinación que no se ha dado él mismo, reconociendo de este modo en la medida declarada una regla que conviene a su vida» (Congar). En este sentido un acto de «recepción» lo fue, por ejemplo, la formación del canon de las Escrituras, nuevamente “recibido” en el Concilio de Trento (DSch 1501). La historia de la Iglesia es rica en actos de “recepción” que han ido enriqueciendo y articulando su comunión interna y externa. Señalemos, en primer lugar, el proceso complejo y, a veces largo, de “recepción” de los Concilios ecuménicos por parte de la Iglesia Universal. En el terreno de la Liturgia,  la difusión de ciertas formas litúrgicas y su unificación se realizaron mediante “recepciones” (a veces, forzosas). Ha sido, sin embargo, en el terreno del Derecho Canónico donde más se ha ejercido la “recepción”, hasta el punto de que hay una gran precisión en el término de “recepción canónica”. En general, la “recepción” en el derecho y la disciplina tiene un desarrollo doctrinal y terminológico más desarrollado entre los juristas que entre los teólogos.

Muchas de las aportaciones que hizo Congar en su trabajo “La recepción como realidad eclesiológica” [“Concilium” 77(1972)57-85] son válidas actualmente; otras, pueden matizarse más. Comentaba el sabio dominico en el trabajo citado:”¿Tema peligroso? En todo caso, tema rara vez abordado y, a pesar de ello, de importancia capital tanto desde el punto de vista del ecumenismo como desde el de una eclesiología plenamente tradicional y católica”. Entre los textos del Concilio Vaticano II sólo identificaba claramente un lugar en que hay una referencia explícita y formal a la “recepción”; se trata del caso de una iniciativa colegial surgida de los obispos y que no podrá ser “verus actus collegialis” a menos que el Papa la apruebe “ver libere recipiat” (Cf. Lumen gentium, n. 22, al final). Señala, sin embargo, como expresiones equivalentes usadas en algunos documentos eclesiásticos de aquella época, tales como “reconocer en comunión”, “otorgar su confianza y su adhesión a las libres decisiones de los patriarcas y de sus sínodos”, siempre en relación con las Iglesias orientales. Han pasado más de 30 años desde ese escrito y hoy podemos encontrar un uso creciente del término “recepción” en los documentos del Papa y de los Obispos, siempre con un transfondo de comunión eclesial que se enriquece con la recepción llena de sentido de fe y de caridad de dones que nos llegan desde otros hermanos nuestros, dones que son recibidos como venidos de la mano del único Padre común, otorgados en el Unigénito, mediante la acción del único Espíritu.

Congar establecía una distinción entre obediencia y “recepción” demasiado negro sobre blanco. “En la recepción –escribió nuestro autor- hay algo muy distinto de lo que entienden los escolásticos por obediencia; para estos últimos no sería otra cosa que el acto mediante el cual un súbdito ordena su voluntad y su conducta de acuerdo con el precepto legítimo de un superior por respeto a la autoridad de éste. La recepción no consiste pura y simplemente en realizar la relación secundum sub et supra; implica un aporte propio de consentimiento, de juicio en ocasiones, expresando así la vida de un cuerpo que pone en juego recursos espirituales originales”.  Probablemente ese neto contraste sea cierto si la obediencia es entendida de un modo exclusivamente material y externo, como sumisión de voluntad a voluntad, sin más razón. Si, en cambio, la obediencia es “obediencia de fe”, propia de quien busca, ante todo la voluntad de Dios expresada en Cristo, Señor de la Iglesia; si busca, en todo, la acción del Espíritu Santo en los demás y en sí  mismo, atento a los ministerios establecidos en la Iglesia y también a los carismas auténticos...entonces, no debe producirse ese hiato tan brusco entre obediencia y “recepción”, entre lo que se “recibe” como don de Dios y lo que se acepta como voluntad manifiesta de Dios.  La misma Providencia divina recurre a nuestro buen juicio y la vida de fe no excluye la racionalidad; por ello, afirma Congar que “según la más segura tradición cristiana, los ministros que ejercen la autoridad jamás actúan solos. Ello fue así en el caso de los Apóstoles: cf. 15,2‑23; 16,4; 2Tim 1,6, junto con 1Tim 4,14; 1Cor 5,4‑5, donde puede verse una aplicación de la disciplina comunitaria consignada en Mt 18,17‑20. Cf. también Clemente, Cor 44,3. Así fue en el caso de los obispos de la era de los mártires, Ignacio de Antioquía, Cipriano. El fondo de todo ello, que ha sido puesto bien en claro por Möhler, es que todo cristiano tiene siempre necesidad de otro hermano cristiano; necesita sentirse confirmado o recibir seguridad de otro y, siempre que ello sea posible, de una comunidad. Tal es, sin duda, el fundamento de la llamada corrección fraterna, que es otra realidad de la vida de la Iglesia. También es un hecho que el principio enunciado en Dt 19,15 sobre la necesidad de dos o tres testigos ha sido adoptado en el Nuevo Testamento de una manera que supera el marco jurídico o procesal para adquirir un valor general como norma de comportamiento cristiano”. Me parece que estas palabras rezuman sabiduría cristiana. Suponen una cautela razonable para no sucumbir a la obstinación en la toma de posturas demasiado individualistas frente al buen sentir de otros, en casi todos los campos.

 

 

4. El Magisterio vivo del Papa y de los Obispos es un don de Cristo a su Iglesia y requiere una adecuada recepción.

 

Si enfocamos nuestra atención a la comunión interior en el seno de la Iglesia Católica se pueden señalar zonas en las cuales la recepción del Magisterio  por parte de comunidades cristianas o de personas singulares puede ser deficiente, planteándose en ocasiones situaciones preocupantes de "disenso" frente a enseñanzas muy reiteradas por el Papa y el conjunto de los Obispos; cuando el “disenso” es público es porque ya se ha dado en la actitud interna un rechazo a un don de Cristo. Es preciso profundizar más y extender en el pueblo cristiano la convicción de que el Magisterio es un don que Cristo ofrece a sus fieles a través del ministerio de los pastores que en su Nombre enseñan al pueblo a ellos encomendado.  El hecho de que el Magisterio sea silenciado o puesto en sordina implica un rechazo, a veces obstinado frente a un don que viene de Cristo. La enseñanza pública de los legítimos pastores requiere de la fe y de la caridad eclesial un reconocimiento y una recepción adecuada.  Refiriéndose al Catecismo de la Iglesia Católica dijo el Papa recientemente que ese documento tiene una naturaleza «magisterial colegial», pues fue pedido al Papa por el Sínodo de Obispos de 1995 y su redacción se realizó consultando a todos los obispos del mundo. La versión original se publicó en 1992 (en francés), mientras que la edición latina (de referencia), en 1997.

Este Catecismo, añadió, «mantiene todavía hoy su realidad de "don privilegiado", puesto a disposición de toda la Iglesia católica, ofrecido a cada hombre que se pregunta razones por la esperanza que nos habita y que quiera conocer lo que cree la Iglesia católica».

«Al presentar la doctrina católica de manera genuina y sistemática, si bien de manera sintética ("non omnia sed totum"), el Catecismo refiere todo contenido de la catequesis a su centro vital, la persona de Cristo Señor», explicó Juan Pablo II. «La buena acogida y la amplia difusión que ha tenido en este decenio en las diferentes partes del mundo, incluso en ámbitos no católicos, son un testimonio positivo de su validez y continua actualidad», explicó (Juan Pablo II: discurso a los  participantes en el «Congreso catequístico internacional», convocado en Roma para el Clero del 8 al 11 de octubre). Por este motivo, el Papa pidió «intensificar nuestro compromiso renovado por su mayor difusión, por una acogida más gozosa, y por una mejor utilización en la Iglesia y en el mundo».

 

El "disenso" frente al Magisterio es más lesivo para la comunión interna de la Iglesia cuando es practicado desde la cátedra de enseñanza de la teología a futuros sacerdotes o cuando un sacerdote actúa  en el Sacramento de la Penitencia, como maestro en nombre de la Iglesia y se aparta del Magisterio moral de la misma Iglesia. A ese punto doloroso se ha referido recientemente el Papa actual: "En particular, deseo llamar aquí vuestra atención hacia la necesaria adhesión al Magisterio de la Iglesia sobre los complejos problemas que se plantean en el campo bioético y sobre la normativa moral y canónica en el ámbito matrimonial. En mi carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 2002 observé: "A veces sucede que los fieles, a propósito de ciertas cuestiones éticas de actualidad, salen de la confesión con ideas bastante confusas, en parte porque "tampoco encuentran en los confesores la misma línea de juicio". En realidad, quienes ejercen en nombre de Dios y de la Iglesia este delicado ministerio tienen el preciso deber de no cultivar, y menos aún manifestar en el momento de la confesión, valoraciones personales no conformes con lo que la Iglesia enseña y proclama. "No se puede confundir con el amor el faltar a la verdad por un mal entendido sentido de comprensión"" (Carta a los sacerdotes, 17 de marzo de 2002, n. 10: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de marzo de 2002, p. 9).

 

Hay un tipo de "disenso" especialmente doloroso y dañino para la comunión interna de la Iglesia. A él se refiere el Papa actual cuando dice que  "el disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del Pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los Pastores no se puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu Santo" (Exh. Apost. “Pastores dabo vobis”, n. 117). También los Pastores necesitan el apoyo leal de sus hermanos para no sucumbir a verdaderas trampas que tiende un cierto tipo de cultura difícilmente compatible con la coherencia cristiana: "En un clima cultural dominado por el pensamiento subjetivo y el relativismo moral, la transmisión de la fe y la presentación de la enseñanza y la disciplina de la Iglesia han de constituir motivo de gran solicitud para los sucesores de los Apóstoles. Desgraciadamente, la enseñanza del Magisterio ha encontrado a veces reservas y dudas, tendencia alimentada por el interés de los medios de comunicación social en el disenso o, en algunos casos, por la intención de usarlos como estrategia para forzar a la Iglesia a hacer cambios que no puede aceptar. La tarea del obispo no consiste en salir airoso de las polémicas, sino en ganar almas para Cristo; no en librar batallas ideológicas, sino una lucha espiritual por la verdad; no en preocuparse por su propia reivindicación o promoción, sino en proclamar y difundir el Evangelio" (Discurso del Papa Juan Pablo II a la Conferencia Episcopal de Australia en visita "ad limina", 14.XII.1998). También es verdad que no es justo tildar de "disenso" a lo que es, simplemente, legítimo pluralismo teológico dentro de una misma fe. A esa peligrosa simplificación se refería Gerhard L. Müller, al afirmar que "la expresión disenso teológico encierra el riesgo de convertirse en cajón de sastre donde meter a todo teólogo que exprese la mínima opinión crítica. Las dificultades, los conflictos y las divergencias existen, pero no siempre se originan por una pretendida voluntad de disentir o de ir en contra. Más bien están frecuentemente relacionados con la adecuada presentación de la doctrina, a la que exhortaba el Vaticano II (Constitución “Gaudium et spes”, 21), es decir, con el deseo de comunicar, transmitir y actualizar el Evangelio de Jesucristo a los hombres de hoy. Lo cual no excluye, sin más, posibles equivocaciones o errores, cuando el esfuerzo de acomodación llega a poner en juego contenidos substanciales de la propia fe cristiana" (cfr. Alfa y Omega, N º 265/21, del 21.VI.2001). Hay que contar también con dificultades objetivas de lenguaje y de comunicación interna de la Iglesia que ralentizan y distorsionan la recepción fluida de las enseñanzas del Magisterio. El mismo Papa manifestaba su preocupación ante el Cardenal Ratzinger: "Considero oportuno reflexionar, en primer lugar, sobre el problema de la recepción de los documentos doctrinales que vuestra Congregación, como organismo valioso al servicio de mi ministerio de Pastor universal, va publicando progresivamente. Al respecto, existe ante todo un problema de asimilación de sus contenidos y de colaboración en la difusión y en la aplicación de las consecuencias prácticas que derivan de ellos; esto afecta a todos los dicasterios de la Curia romana, unidos precisamente por la misma fe y por la misma voluntad de anuncio y testimonio. En efecto, en la Iglesia todo está encaminado al anuncio de Jesucristo Salvador. Existe, además, un problema de transmisión de las verdades fundamentales, que estos documentos recuerdan a todos los fieles, más aún, a todas las personas y, en particular, a los teólogos y a los hombres de cultura. Aquí la cuestión se hace más difícil y exige atención y ponderación. ¿Cuánto influye la dinámica de los medios de comunicación de masa en estas dificultades de recepción? ¿Cuánto depende de situaciones históricas particulares? O ¿cuánto obedece simplemente a la dificultad de aceptar las estrictas exigencias del lenguaje evangélico que, sin embargo, tiene una fuerza liberadora? Estos son temas que ciertamente vuestra asamblea ya habrá examinado, pero que evidentemente exigen tiempo y estudios adecuados" (Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la  Fe , el 18.I.2002)

 

5. La recepción todavía incompleta del Concilio Vaticano II

 

El Concilio Vaticano II es un don extraordinario del Espíritu a su Iglesia en el siglo XX y su recepción está todavía inacabada.  Con ocasión del Jubileo del Año 2000 el Papa propuso a los fieles y a las comunidades católicas un temario para facilitar un examen de conciencia colectivo y personal, preludio de una conversión nueva. En esa ocasión empleó la palabra “recepción”.  Parte importante de ese examen de conciencia se refería a la “recepción” de las cuatro Constituciones básicas del Vaticano II: "¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la “Dei Verbum”? ¿Se vive la liturgia como "fuente y culmen" de la vida eclesial, según las enseñanzas de la “Sacrosanctum Concilium”? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la “Lumen gentium”, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II? Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices conciliares presentes en la “Gaudium et spes” y en otros documentos de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior” (Juan Pablo II: Carta  Apostólica “Tertio millenio adveniente”, n. 36).

 

Están en uso palabras como “nueva recepción”, “recepción iterada”. Pueden parecer palabras nuevas, incluso nuevas ideas, pero, en realidad se trata de una realidad tan antigua como la misma Iglesia. La recepción de la fe y de los dones que acompañan a la fe no constituyen un acto en sí perfectamente acabado, aislado, indestructible; eso no ocurre ni en la vida de un solo cristiano, ni en la vida de una comunidad. “Predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, reprocha y exhorta con toda paciencia y doctrina”, dice San Pablo a Timoteo (2 Tim 4, 2). Y San Pedro:”Por eso procuraré siempre recordaros estas cosas, por más que las sepáis y estéis firmes en la verdad que ya poseéis. Pues considero que es mi deber -mientras permanezca en esta tienda- estimularos con mis exhortaciones” (2 Pe 1, 12-13). La vida y la fecundidad de cualquier comunidad cristiana depende directamente de ese continuo reciclaje en la Palabra, en la Eucaristía, en la plegaria, en la penitencia, en la exhortación y en la vigilancia.

 

6. La recepción del peculiar Magisterio de Juan Pablo II

 

Hay otra recepción que sigue su curso en el seno de la Iglesia y que dará un fruto insospechado en un futuro. Me refiero a la acogida en toda su profundidad y en todos los niveles del Magisterio del Papa actual. El propio Juan Pablo II nos dio a conocer hace 25 años, de un modo discreto y claro, que era consciente de ser depositario de un don destinado a todo el Pueblo de Dios: "He tratado de expresar en ella-se refiere a su reciente Enciclica  ''Redemptor hominis''- lo que ha animado y anima continuamente mis pensamientos y mi corazón desde el principio de mi Pontificado que, por inescrutable designio de la Providencia, tuve que asumir el 16 de octubre del año pasado. La Encíclica contiene los pensamientos que entonces, al comienzo de este nuevo camino apremiaban con especial fuerza mi alma, y que sin duda, ya anteriormente venían madurando en mí, durante los años de mi servicio sacerdotal y después en el episcopal. Creo que si Cristo me ha llamado así, con tales pensamientos..., con tales sentimientos, es porque ha querido que estas llamadas en mi mente y en mi corazón, que estas expresiones de fe, esperanza y caridad, encontrasen resonancia en mi nuevo ministerio universal, desde su comienzo. Por lo tanto, como veo y siento la relación entre el misterio de la redención en Cristo Jesús y la dignidad del hombre, así querría unir mucho la misión de la Iglesia con el servicio al hombre en este su impenetrable misterio. Veo en esto la tarea central de mi nuevo servicio eclesial''. Desde entonces hasta nuestros días el Magisterio del actual Papa no deja de crecer en extensión y profundidad, sugiriendo nuevos horizontes, nuevos planteamientos, a la hora de leer la Sagrada Escritura, de conectar con la gran Tradición de los Padres, de recapitular el Magisterio precedente de Concilios y Papas, siempre ofreciendo respuestas globales a los grandes interrogantes del mundo presente. Resulta difícil para los mismos especialistas seguir el detalle de una producción tan abundante. Y, ciertamente, no se trata de las legítimas ofertas de un teólogo privado, sino del servicio ordinario que el Papa actual presta a la unidad de la Iglesia en la verdad y en la caridad, desempeñando su ministerio petrino.

 

7. Una mirada sobre la imperfecta comunión con los "otros cristianos"

 

Si nos ceñimos al dialogo ecuménico con los luteranos los avances son evidentes, pero supondría una falta de honradez y de realismo silenciar lo que impide una comunión plena con esos cristianos. Un hombre tan optimista como el Cardenal  Kaspers, puesto por el Papa al frente de la Pontificia Comisión para la Unidad de los Cristianos, lo explicita con total sinceridad: ''Debemos ser realistas. Todavía no contamos con un consenso de fe en asuntos tales como: las relaciones entre la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición, interpretación indispensable de la Palabra de Dios; la Eucaristía, Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, memorial sacrificial y presencia real de Cristo; el Orden como sacramento; el Magisterio de la iglesia confiado al Papa y a los Obispos en comunión con él; y tampoco contamos con un consenso acerca de la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la Iglesia (UUS 79). A estos cinco grandes argumentos, debemos agregar el tema del ministerio de unidad del Obispo de Roma''. En ninguno de esos temas se puede pretender superar las diferencias con un plus de ''comunión afectiva'' .

Muy distinta, en un orden cualitativo, es la situación de las Iglesias Ortodoxas y Orientales. Son Iglesias particulares porque poseen la celebración eucarística válida (y la sucesión apostólica). ''Con la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, la Iglesia de Dios se edifica y crece'' (Decr. “Unitatis redintegratio” n. 15). Esta celebración -dice la “Communionis notio”- edifica y hace crecer a la Iglesia ''porque en toda válida celebración de la Eucaristía se hace verdaderamente presente la Iglesia una, santa, católica y apostólica'' (n. 17). Estas declaraciones constituyen desde la Iglesia Católica un acto de reconocimiento ante las Iglesias Ortodoxas y Orientales de gran importancia en el diálogo ecuménico.

 

Ut omnes unum sint!  Estas palabras de Cristo señalan un camino y una tarea para todos y cada uno dentro de su Iglesia. Antes de ser “recibidos” plenamente en el seno de la vida íntima del Dios Uno y Trino hemos de recorrer en la tierra el camino de la “recepción” recíproca según Cristo y según el Espíritu.

 

 

Jorge Salinas Alonso

 

5 de agosto del 2003