La Iglesia,
contemporaneidad de Cristo
con el hombre de todo
tiempo
José Luis Illanes
"La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza
en su cuerpo, que es la Iglesia" [1]. Estas palabras, que se encuentran en
el número 25 de la Veritatis splendor, constituyen, sin duda alguna, la
declaración eclesiológicamente más significativa de ese documento. Pero no la
única, ya que la Iglesia está presente desde el principio hasta el final de la
encíclica. No sólo porque en ella, como en todo documento eclesiástico, es, de
un modo u otro, la Iglesia la que habla [2]; sino también porque a lo largo de
sus páginas se habla ampliamente de la Iglesia: la Iglesia es, en efecto, no
sólo sujeto sino tema, y tema importante, de la Veritatis splendor.
Así lo
reclamaba el objetivo central de la encíclica, ya que resulta imposible tratar
"de las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología
moral" [3], y más en un contexto marcado por un ya largo debate, sin hacer
referencia a la autoridad que la Iglesia y, dentro de ella, quienes han
recibido misión pastoral y de magisterio poseen para ocuparse de esa cuestión y
ofrecer una orientación al respecto. De hecho el número 25, en el que se
encuentra la frase citada al principio, constituye el inicio de una detenida
reflexión en ese sentido. Pero, aunque sea esa temática la que, de un modo
inmediato, ha conducido a Juan Pablo II a hablar de la Iglesia en la Veritatis
splendor, la realidad es que la doctrina eclesiológica tiene en la encíclica
una resonancia mucho mayor, como permite comprobarlo una lectura, incluso
rápida, del documento.
Las
declaraciones de carácter eclesiológico contenidas en la Veritatis splendor
abarcan, en efecto, un amplio arco de cuestiones que, de forma esquemática,
cabe sintetizar como sigue:
--la luz que,
viniendo de Dios, está destinada a iluminar a todos los hombres, resplandece en
Cristo, que la comunica a la Iglesia: la Iglesia, enviada por Cristo para
anunciar el Evangelio a toda criatura, surca así la historia ofreciendo a los
hombres el mensaje sobre el sentido de la vida que brota de la palabra y los
hechos de Jesús [4];
--esa
testificación de Jesucristo a la que la Iglesia está llamada implica no sólo el
anuncio de su persona, sino también la trasmisión de las prescripciones morales
que derivan del Evangelio y contribuyen a configura el seguimiento de Cristo:
la armonía entre fe y vida pertenece al núcleo de la vivencia cristiana [5];
--toda la
Iglesia participa del munus propheticum de Cristo; toda ella está,
pues, llamada a dar testimonio de Cristo, es decir, a proclamar la fe y a
manifestar, con palabras y obras, del comportamiento o modo de vivir que la fe
reclama: vida de los cristianos, sentido de la fe de todo el pueblo de Dios,
reflexión teológica y ejercicio del magisterio contribuyen cada uno a su modo,
y en conexión orgánica, a transmitir el mensaje evangélico y testificarlo con
la propia existencia [6];
--los Pastores
de la Iglesia tienen por misión acompañar a los fieles, guiándolos con su
magisterio, para que puedan dar testimonio de Cristo [7]; la profunda conexión
que existe entre fe y obras reclama, en efecto, que la función de magisterio
diga referencia no sólo a la fe, sino también a la vida moral [8]; así ha sido
reconocido y vivido siempre por los Pastores de la Iglesia que, en todo tiempo,
han formulado y expuesto enseñanzas sobre los múltiples y variados ámbitos de
la vida humana, y así debe continuar siendo reconocido y vivido hoy [9];
--al ejercer su
función de magisterio, y situar al hombre ante las exigencias ético-morales, la
Iglesia no violenta la libertad ni la humilla, antes al contrario la presupone,
la sirve y la potencia situándola ante la verdad que la conduce a plenitud
[10]; en la Iglesia y en su magisterio los cristianos encuentran y encontrarán
siempre, por tanto, una ayuda decisiva para la formación de su conciencia [11];
--la vida moral
cristiana se caracteriza no sólo por la referencia a las prescripciones morales
propias del Evangelio, sino también, y sobre todo, por la acción del Espíritu,
ya que la ley nueva es ante todo ley interior, escrita en los corazones por el
Espíritu Santo, presente en la Iglesia y comunicado por ella [12];
--los
sacramentos de la Iglesia insertan al cristiano en Cristo y le otorgan el don
del Espíritu, haciendo así posible una imitación y un seguimiento de Jesús y,
en consecuencia, una vida moral no meramente exteriores, sino vitales y
profundos [13].
Presupuestos antropológicos y cristológicos de la eclesiología de la
"Veritatis splendor"
Hace ya algunos años tuve ocasión de señalar que los tratados y manuales de
teología moral de los siglos XVI y siguientes y los de nuestros días difieren
profundamente entre sí precisamente al modo de referirse a la Iglesia [14]. Las
obras de las centurias que preceden a la nuestra --y las de la primera parte de
nuestro siglo-- incluyen ciertamente, en la parte dedicada a la moral general o
fundamental, referencias a la Iglesia, pero más bien someras y limitadas a la
consideración de su capacidad para dictar leyes que obligan en conciencia;
falta en cambio toda consideración de la Iglesia como maestra, es decir, como
fuente del conocimiento moral. El panorama cambia a en los años cincuenta y
sesenta, fechas a partir de las cuales la literatura sobre la función de la
Iglesia, y más particularmente de su magisterio, en orden al conocimiento y
proposición de las exigencias éticas es amplia, más aún, exuberante.
Las causas que
explican ese fenómeno son numerosas y variadas, no en último lugar los cambios
experimentados por la vida eclesial y los tensos debates surgidos en torno a
algunas cuestiones morales concretas. Sería un error, sin embargo, explicar esa
evolución acudiendo sobre todo a factores de ese tipo, ya que su influjo,
aunque innegable, es, en realidad, más bien secundario o accidental. La llegada
a primer plano de la reflexión sobre la función de la Iglesia en orden a la
comprensión de la vida moral es fruto, en efecto, no tanto de circunstancias
históricas coyunturales cuanto del proceso de renovación teológica iniciado en
el siglo XIX, con amplias repercusiones tanto en el campo de la ética y de la
antropología como en el de la eclesiología, y del que la Veritatis splendor
constituye, en más de un aspecto, una prolongación.
No es este el
momento de analizar ese proceso y, menos aún, de describir sus etapas, ya que
un intento de ese tipo nos alejaría de la cuestión que directamente nos ocupa
[15]. Sí parece, no obstante, necesario comentar, aunque sea brevemente,
algunas cuestiones que constituyen, a nuestro juicio, el trasfondo de la
doctrina eclesiológica de la Veritatis splendor y permiten, por tanto, captar
con exactitud su alcance y sus implicaciones. Esas cuestiones son básicamente
dos, muy relacionadas entre sí: la radicación teologal de la vida ética y la
configuración cristológica de la invitación y la respuesta morales.
a) La radicación teologal de la vida ética
El moderno proceso de renovación de la teología moral está marcado por el deseo
de superar tres planteamientos que habían marcado fuertemente la historia de la
reflexión ética: el voluntarismo de Ockam, el esencialismo de Suárez y el
formalismo de Kant. Desde perspectivas diversas y, en más de un punto,
contrapuestas, esos tres planteamientos han contribuido a promover y consolidar
un enfoque de la moral que toma como eje el concepto de deber u obligación y
centra la atención en los actos singulares, aisladamente considerados, para
juzgar de su adecuación a la norma, dejando en un segundo plano o incluso
perdiendo por entero de vista la consideración unitaria del existir. Es
precisamente esa consideración unitaria lo que la teología contemporánea se ha
esforzado y se esfuerza por recuperar.
El hombre es,
ciertamente, un ser que advierte la incumbencia del deber, la fuerza de lo que
debe ser hecho porque es bueno en sí, independientemente no sólo de la utilidad
que produce o del empeño que reclama sino que de cualquier otro deseo o
intención. Pero es también, y sobre todo, un ser que se interroga sobre el
destino, que se propone metas últimas, que despliega sus virtualidades a través
de un proyecto vital. La pregunta "¿qué debo hacer?" que Kant
presenta como presupuesto para toda antropología, es, sin duda, importante,
pero aún lo es más --como Nietzche y el surgir del problema del nihilismo lo
han puesto dramáticamente de relieve-- otro de los interrogantes kantianos:
"¿qué puedo esperar?", ¿cuál es el sentido del vivir?, ¿hacia qué fin
se encaminan el devenir y el discurrir incesante de la vida?
La Veritatis
splendor, en su análisis del diálogo entre Jesús y el joven rico, entronca
esa preocupación y con ese enfoque. El interrogante con el que el joven se
dirige a Cristo --"¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida
eterna?"--, "más que una pregunta sobre las reglas que hay que
observar, es --afirma la encíclica-- una búsqueda de plenitud de sentido para
la vida"; una pregunta --prosigue-- que surge "desde la profundidad
del corazón", pues quien la formula "sabe que hay una conexión entre
el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino" [16].
Hasta aquí Juan
Pablo II se hace eco de una inquietud, o, si preferimos, de un planteamiento
presente en muchos pensadores de nuestra época. Pero su reflexión no termina
ahí: dando un paso más, ofrece enseguida una respuesta, introduciendo de forma
decidida las perspectivas teologales. "Interrogarse sobre el bien
--continúa, en efecto, la encíclica-- significa en último término dirigirse a
Dios, que es plenitud de la bondad"; la pregunta moral es, por eso, en
última instancia, "una pregunta religiosa", ya que "la bondad,
que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más
aún, es Dios mismo" [17].
La pregunta
ética puede, ciertamente, suscitarse en muchos contextos y de muchas maneras,
también, obviamente, al margen de toda referencia religiosa. Juan Pablo II no
lo ignora, pero afirma a la vez que esa pregunta alcanza su sentido pleno
cuando se la sitúa en un contexto teologal y cuando, en consecuencia, la
advertencia del deber, la percepción del impulso interior que ordena al bien y
que lleva a interrogarse sobre los valores y sobre los ideales, se manifiestan
como expresión de un dinamismo del espíritu humano suscitado por Dios mismo a
fin de abrir el hombre a la plenitud de su destino, o sea, a fin de atraerlo
hacia Sí [18].
Dicho con otras
palabras, la ética, aún siendo una de las dimensiones básicas de la existencia
humana, no es la última y radical, ya que el ser humano no alcanza su meta en
el cumplimiento del deber ni tampoco en la adecuación a un ideal, sino, más
profundamente, y asumiendo todo lo anterior, en el despliegue de una relación
interpersonal; más concretamente, de una relación interpersonal que une entre sí
al hombre y a Dios. La pregunta moral dice, pues, referencia esencial, también
para la Veritatis splendor, a la determinación de lo que hoy y ahora
debe ser hecho, es decir, al juicio de conciencia, cuestión de la que trata
amplia y detenidamente en toda su segunda parte. Pero, a la vez --y, desde una
perspectiva ontológica, incluso precedentemente--, al manifestarse de Dios, al
reconocimiento de esa manifestación por parte del hombre y al encuentro que de
ahí nace y a partir de ahí se despliega.
b) La configuración cristológica de la invitación y la respuesta morales
Colocar el centro de la vida moral en el encuentro, y en un encuentro que surge
como fruto de una iniciativa divina, implica dar entrada a una perspectiva de
carácter narrativo, es decir, a la descripción o narración de los hechos a
través de los cuales Dios se ha acercado a los hombres para comunicarse a
ellos. Y, como momento culminante de esa narración, a Jesús de Nazaret, en
quien esa comunicación llega a su cenit. "La luz del rostro de Dios
--declara así, en uno de sus números iniciales la Veritatis splendor--
resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios
invisible», «resplandor de su gloria», «lleno de gracia y de verdad»: El es «el
Camino, la Verdad y la Vida»" [19].
Las
consideraciones teologales arriba esbozadas se prolongan y completan, pues, con
las cristológicas, con las que están profundamente unidas. Procediendo de forma
esquemática podemos decir que la realidad de Cristo incide en la configuración
de la vida moral desde tres perspectivas o, por mejor decir, a tres niveles:
a) en primer
lugar, porque en Jesús de Nazaret se manifestó de forma plena el designio
salvador divino, la llamada a la comunión con Dios, en la que radica el sentido
último del acontecer, y en consecuencia esa verdad profunda del hombre y del
mundo en la que el actuar moral encuentra su pleno fundamento;
b) en segundo
lugar, porque en Jesús de Nazaret, al mismo tiempo que se nos daba a conocer la
meta, se nos manifestaba la vía o camino que conduce a ella: Cristo es no sólo
revelación, sino también paradigma o modelo; el cristiano está no sólo llamado
a acoger la palabra de Cristo, que le desvela el sentido de su vivir, sino
también a vivir según Cristo, a hacer suyos los sentimientos de Cristo, con
conciencia de que sólo recorriendo el camino que recorrió Cristo se alcanza la
meta que su palabra y su vida desvelan;
c) en tercer
lugar y finalmente, porque de Cristo viene la fuerza que permite aspirar a la
meta y recorrer el camino que conduce a ella: Cristo es no sólo luz y
paradigma, sino también impulso que hace posible la recepción de su palabra y
la efectividad de su seguimiento.
Todo ello es
así porque Cristo no es una mera etapa en la historia de las intervenciones
divinas que, haciendo posible el encuentro, fundan de modo pleno la vida moral,
sino su culminación. Y ello no por razones extrínsecas o voluntaristas --el
simple cesar o interrumpirse de una historia--, sino substantivas. En Cristo no
se anuncia una comunicación divina que acontece al margen de su persona o que,
de un modo u otro, le trasciende, sino una comunicación divina que en El y a
través de El acontece, más aún, que en El y a través de El es llevada a
plenitud. Cristo es, en efecto, el punto de inserción de Dios en la historia
humana y el de la incorporación de la humanidad a Dios.
La vida moral,
tal y como en Cristo se nos desvela y a partir de El se estructura, no implica,
pues, sólo imitarle, ni tampoco sólo continuar la causa por El iniciada,
participar de sus sentimientos, de sus actitudes y de su entrega, sino, a la
vez y sobre todo, incorporarse a El, insertarse en El y así, en El y por El,
entrar en comunión con Dios Padre. Esta incorporación vital a Cristo no
excluye, huelga decirlo, la imitación y la sequela --al contrario, las
reclama--, pero las sitúa en un contexto que, implicando la moralidad, la
trasciende. "No se trata aquí solamente --afirma la Veritatis splendor,
inmediatamente después de haber señalado que el discípulo de Cristo está llamado
a seguirlo-- de escuchar una enseñanza y de aceptar por obediencia un
mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de
Jesús" [20], entrar en su órbita de acción, dejarse arrastrar por su
dinamismo, lo que se manifestará, sin duda --y radicalmente--, en
comportamientos éticos, pero a partir de un núcleo --la comunión con Cristo y
en Cristo con el Padre-- que tiene su asiento en el nivel más hondo de la
persona. El seguimiento está, en suma, subordinado a la identificación, la vida
moral hunde sus raíces en la ontología, lo que tiene amplias consecuencias,
también respecto a la eclesiología de la que estamos ya en condiciones de
ocuparnos derechamente.
Contemporaneidad con Cristo e Iglesia
La íntima relación entre el cristiano y Cristo a la que acabamos de hacer
referencia puede ser evocada y descrita con muy diversas expresiones. De todas
ellas debemos detenernos en una, ya que a ella acude la Veritatis splendor,
precisamente en el texto que citábamos al principio y que constituye, según
dijimos, la más significativa de sus declaraciones eclesiológicas, es decir, la
afirmación de una contemporaneidad entre Cristo y el cristiano.
La expresión
"contemporaneidad con Cristo" evoca un nombre, un acontecimiento e
incluso una fecha: Soren Kierkegaard y la publicación en 1844 de sus Philosophiske
Smuler (Migajas filosóficas). En su oposición frontal a Hegel,
Kierkegaard advirtió con claridad que la consideración de la historia como un
proceso cuyas etapas posteriores subsumen cuanto les antecede equivale a
postular un Moloch que devora a quienes le sirven y adoran: los individuos y
las generaciones desaparecen y sólo permanece una especie, un gattung, un
género que se despliega a costa de quienes lo integran. La plenitud --afirma,
pues, con fuerza-- no está en el futuro, sino en el ahora, en el instante, en
la medida en que el hombre --no el género humano, sino cada individuo
concreto-- yendo hacia lo hondo, profundizando en la existencia, entra en
comunión con Dios. Más concretamente, en la medida en que, acogiendo en la fe
la palabra que anuncia a Cristo, trasciende al tiempo hasta colocarse en el
instante mismo en que Cristo, muriendo en la cruz, desvela la llamada a la
comunión con Dios y hace posible el nuevo nacimiento. De ahí el concepto de
contemporaneidad con Cristo, con cuanto implica de oposición a un historicismo
en el que nada permanece y de afirmación de una trascendencia ante la que todo
hombre se encuentra situado y por referencia a la cual puede adquirir
definitiva consistencia [21].
Sin participar
de todas las resonancias que el vocablo "contemporaneidad" tiene en
la obra y el pensamiento de Kierkegaard, más aún, tomando distancia frente a
algunas, es innegable su valor intelectual y su fuerza expresiva. Cristo no es
un hito en el proceso de progresiva toma de conciencia por parte de la
humanidad, ni una figura, aunque excelsa, del pasado, sino el centro de la
historia, el punto radical de referencia. Y lo es en cuanto que resucitado, en
cuanto que vivo. Hablar de contemporaneidad con Cristo equivale, en suma, a
manifestar al hombre que la verdad profunda de su ser y de su destino y, en
consecuencia, el fundamento de su vida moral radican precisamente en Dios que
en Cristo se le acerca y ante el que él, hoy y ahora, se encuentra situado.
No es por eso
extraño que la Veritatis splendor, que aspira a reconducir la
reflexión moral a su núcleo existencial y religioso y, en consecuencia, a
subrayar la intima conexión entre moralidad y sentido, haya hecho suyo ese
concepto kierkegaardiano. Pero, importa notarlo, con matices y modificaciones
de relieve:
--en primer
lugar, porque a diferencia del texto kierkegaardiano, que no contiene
connotaciones expresamente eclesiológicas --el acento está puesto en la
relación entre el discípulo y el maestro, entre el creyente y Cristo--, el de
Juan Pablo II hace referencia a la Iglesia, y de modo sobresaliente: la Iglesia
es, en efecto, presentada como el medio gracias al cual o, mejor, en el cual
esa contemporaneidad acontece;
--en segundo
lugar --tal vez deberíamos decir, en primero-- porque en Kierkegaard el punto
de partida de esa relación que la contemporaneidad implica es el discípulo, el
hombre que, en la fe, se hace contemporáneo de Cristo; en la Veritatis
splendor, en cambio, el inicio del proceso de acercamiento se sitúa en Cristo:
no es el discípulo quien deviene contemporáneo de Cristo, sino que es Cristo
quien se hace contemporáneo del hombre, de cada hombre.
Lo que la Veritatis
splendor tiene, en suma, ante sí, y lo que aspira a describir y proclamar,
es la realidad de un dinamismo de comunicación que, partiendo del núcleo mismo
de la intimidad divina, se trasvasa a Cristo y de Cristo a la Iglesia. "La
luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Cristo",
afirma la encíclica en su número 2, con frase ya citada, para añadir poco
después, en ese mismo número: "Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina
el rostro de su Iglesia" [22]. En la Iglesia reverbera la luz de Cristo,
reflejo y resplandor a su vez de la luz de Dios. De Dios a Cristo, de Cristo a
la Iglesia, se difunde una corriente de vida que se extiende a lo largo de toda
la historia humana.
"El
diálogo de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época
de la historia; también hoy", proclama a su vez el número 25 Veritatis
splendor, reafirmando la misma doctrina desde una perspectiva y con un
lenguaje distintos, más neta y directamente personalistas. "El Maestro que
enseña los mandamientos de Dios, que invita a su seguimiento y da la gracia
para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de
nosotros", prosigue el texto, para concluir precisamente con la frase de
la que parten nuestras consideraciones: "la contemporaneidad de Cristo
respecto al hombre de cada época se realiza en su cuerpo, que es la
Iglesia" [23].
Estas
proposiciones de la encíclica han de ser entendidas con todo el profundo
realismo que a los vocablos que en ellas se contienen les corresponde según la
dogmática cristiana, tal y como la eclesiología reciente ha puesto de relieve
[24]. La Iglesia no es, meramente, una comunidad de creyentes en la que pervive
la memoria de Cristo, el recuerdo de sus palabras, el impacto producido por su
vida, sino, mucho más honda y radicalmente, una comunidad que vive de la vida
de Cristo, que ha recibido su Espíritu, que forma con El --es decir, con Cristo
vivo-- una profunda unidad. La relación que hay entre Dios y Cristo y entre
Cristo y la Iglesia no es una relación de intermediación, sino de presencia: en
Cristo está presente Dios y en la Iglesia está presente Cristo. Cristo no
anuncia el bondad, la riqueza, el amor, de un Dios ajeno a su propio ser, sino
la realidad de una comunicación divina que le hace ser y le constituye. Y la
Iglesia no anuncia a un Cristo del que proviene, pero del que, durante su
peregrinar terreno, se encuentra alejada, sino a un Cristo del que vive, ya que
constantemente se le entrega. Cristo está realmente presente en ella, actúa en
ella y a través de ella, y por eso se hace, a través suyo, contemporáneo de
todo hombre y de todo periodo de la historia.
Anuncio de Cristo y formación de la conciencia cristiana
Las grandes perspectivas teológico-dogmáticas evocadas en los párrafos que
preceden, rigen toda la doctrina de la Veritatis splendor, ofreciendo
la clave hermenéutica última para el conjunto de sus afirmaciones. No
constituyen, sin embargo, el objeto sobre el que, de modo inmediato y directo,
versa el documento pontificio, sino más bien un horizonte o trasfondo en
relación con el cual se analizan las cuestiones que son objeto de interés
directo. Dicho en términos más concretos: la realidad de la que la encíclica se
ocupa no es tanto el designio divino de comunicarse a los hombres cuanto la actividad
moral vista como momento integrante del relacionarse de Dios con el hombre y
del hombre con Dios. De ahí que, presuponiendo la radicación trinitaria y
cristológica de la Iglesia, aborde las cuestiones que a ella se refieren
preponderantemente desde la perspectiva del actuar cristiano y de la función
que a la Iglesia le corresponde en orden a ese actuar y a su servicio.
La realidad de
Cristo, verdad y vida, no sólo norma sino, también e inseparablemente, fuente
de la vida moral, tiene su reflejo en la realidad de la Iglesia que no es sólo
maestra sino madre: su función no consiste sólo en evocar a Cristo, en recordar
y proclamar su mensaje, sino, además, en comunicar su vida. Este último aspecto
es, sin duda, el más radical y decisivo, también respecto a la vida moral. En
ese sentido sería lógico comenzar por ahí nuestro análisis. La estructura de la
Veritatis splendor, su referencia primordial al actuar cristiano y,
por relación a él, a la formación de la conciencia, aconseja que sigamos otro
orden, partiendo, como lo hace la encíclica, precisamente del proceso de
formación de la conciencia y de la palabra de la revelación que a esa formación
contribuye.
a) La Iglesia, ámbito de formación de la conciencia cristiana
La referencia al papel que la Iglesia juega en orden a la formación de la
conciencia está presente en la encíclica desde el comienzo. Así en la
introducción, concretamente, en el número 2, inmediatamente después de la
afirmación según la cual la luz de Jesucristo ilumina el rostro de la Iglesia,
Juan Pablo II pasa a señalar, sin solución de continuidad, que Cristo envía a
su Iglesia "por todo el mundo para para anunciar el Evangelio a toda
criatura", lo que comporta --añade-- una particular referencia al orden
ético-moral. "La Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones
--continúa diciendo--, mientras sigue atentamente los nuevos desafíos de la
historia y los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de
la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de
su Evangelio" [25].
Poco después,
en uno de los primeros números del capítulo primero, los conceptos de envío y
de misión reaparecen de nuevo, referidos a la vez a Dios que envía y a la
Iglesia que se sabe enviada. "Para que los hombres puedan realizar este
«encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia"; "en efecto
--prosigue, retomando un conocido texto de la Redemptor hominis-- ella
«desea alcanzar solamente este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo,
de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida»"
[26]. Finalmente, para no alargar la enumeración, en el número 25 la afirmación
de la contemporaneidad de Cristo respecto a todo hombre a través de la Iglesia
da entrada, precisamente, a la exposición de la tarea que a la Iglesia
corresponde en orden a custodiar y trasmitir el mensaje y la vida de Cristo
[27].
Comenzábamos
nuestra exposición señalando que, para la Veritatis splendor, la
pregunta ética connota e implica una pregunta sobre el sentido. Desde la perspectiva
en la que estamos ahora situados conviene añadir que la encíclica hace suya
también la tesis inversa: la pregunta sobre el sentido se abre de manera
espontánea, más aún, necesaria, a la pregunta ética, a fin de plasmar en obras
la actitud existencial que la percepción del sentido trae consigo. Dicho en
términos teológicos: fe y vida son inseparables [28].
La neta
afirmación de la íntima conexión entre fe y vida, que presupone --como resulta
obvio y la encíclica lo señala expresamente-- la realidad de Cristo como verdad
y como camino, como revelación y como paradigma, se prolonga, a nivel
eclesiológico, mediante la consideración de la Iglesia como comunidad en la que
perviven tanto la verdad de Cristo --el anuncio de lo que Cristo es y del
sentido de la vida que en el se desvela-- como su ejemplo y su ley, es decir,
el modo de vivir que la fe en su palabra reclama. De ahí una conclusión neta:
el ser y el existir cristianos se alcanzan en y a través del incorporarse a la
Iglesia, del adquirir, al vivir en ella, el conocimiento del mensaje y los
mandamientos de Cristo, así como, y más radicalmente, el temple espiritual y
moral que hace posible el seguimiento efectivo de Cristo y la manifestación de
la fe en las obras.
La reflexión
ética contemporánea, enfrentrándose con el racionalismo unidimensional que
caracterizó al planteamiento ilustrado y llevó a presentar la tarea educativa y
la formación de la conciencia como procesos meramente intelectuales, ha
desembocado tanto en una valoración del ejemplo, visto no como mera plasmación
en los hechos de normas o verdades abstractas sino como irradiación de una
fuerza interior que arrastra y eleva [29], cuanto, paralelamente, en una
decidida reafirmación de la comunidad como ámbito en el que se entra en conexión
con las tradiciones y los valores morales y en el que, por tanto, se desarrolla
y configura la personalidad ético-moral [30].
Estas
perspectivas adquieren particular densidad desde una perspectiva teológica y en
referencia a la Iglesia, comunidad en la que vive Cristo y en la que actúa el
Espíritu, "principio y fuerza de la fecundidad de la Santa Madre
Iglesia", al que se deben "el florecer de la vida moral cristiana y
el testimonio de la santidad con su gran variedad de vocaciones, dones,
responsabilidades y condiciones de vida" [31]. Estar y vivir en la Iglesia
es, ciertamente, entrar en comunión con una tradición, pero con una tradición
no meramente humana sino expresión y fruto del hacerse presente de Dios en la
historia, del pervivir, a través de la acción del Espíritu, el manifestarse y
entregarse de Dios en Cristo Jesús.
Si la
conciencia es siempre un "cum-scire", un saber con otros, un saber
sobre la vida adquirido en comunión con otros, a través de la mediación del
lenguaje y de la común participación en la experiencia humana, la conciencia
cristiana es un scire cum Ecclesia que, gracias a la presencia activa
del Espíritu, implica un scire cum Christo, con todas las
implicaciones existenciales que de ahí derivan [32]. Ser cristiano es,
ciertamente, recibir una enseñanza, pero no sólo eso. Es participar de una
vida, ver plasmado en obras --en vidas concretas: la de los cristianos que nos
rodean y la de las grandes figuras del pasado que nos han precedido-- el ideal
evangélico. Y, como trasfondo y substancia de todo ello, saberse y sentido
situado ante Cristo, al que la Iglesia nos remite y con El que nos relaciona.
En ese contexto, en el que conocimiento y vida, palabra y testimonio,
interpelación e impulso se entrecruzan y complementan, se forma y desarrolla la
conciencia cristiana.
b) Formación de la conciencia y responsabilidad eclesial
Hablar de la Iglesia como ámbito de formación de la conciencia cristiana
implica, sin duda, hablar de la necesidad de unión con la Iglesia, de sintonía
con la vida que en ella se recibe y con la tradición espiritual que en ella se
respira. Pero también, desde otra perspectiva, de responsabilidad: toda
tradición implica, en efecto, un proceso de trasmisión y recepción que dice
referencia, y por cierto en ambos sentidos, a la totalidad de la comunidad,
puesto que los receptores del don están llamados a, asimilándolo y haciéndolo
propio, comunicarlo a las generaciones sucesivas.
La Veritatis
splendor es consciente de esta realidad; más aún, aspira a proclamarla con
particular fuerza, hasta el punto de que puede decirse que uno de sus objetivos
básicos es, precisamente, subrayar la responsabilidad que la Iglesia tiene de
trasmitir fielmente la memoria de Cristo. De hecho a lo largo de todas sus
páginas aflora, de modo expreso unas veces, implícito otras, una preocupación
fundamental: subrayar de forma neta y sin ambages que la Iglesia tiene por
misión anunciar a Cristo, y anunciarlo de modo que ese anuncio implique una
interpelación concreta, vital, pastoralmente incisiva, y, por tanto, dé lugar a
un verdadero encuentro, a una relación interpersonal, a un compromiso de vida.
Fidelidad implica, en efecto, no mera repetición, sino actualización: trasmisión
del mensaje de forma que despliegue toda su fuerza y vitalidad existenciales
[33].
En algunos
pasajes la encíclica señala que la responsabilidad de esa trasmisión y
aplicación fiel incumbe a toda la Iglesia, ya que toda ella participa del munus
propheticum de Cristo, y recuerda, a ese respecto, que el conjunto del
cuerpo eclesial, que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, no puede
equivocarse en la fe [34]. No obstante, como resulta lógico en un documento
destinado a pronunciarse sobre cuestiones que afectan al estructurarse de la
teología moral y al influjo que la difusión de las investigaciones y
reflexiones teológicas tienen en la comunidad cristiana, su atención se dirige
preferentemente a la teología, a la que atribuye una particular importancia en
orden a la "búsqueda creyente de la comprensión de la fe" [35], y,
sobre todo, al magisterio y, en consecuencia, a la actuación de los Pastores, a
los que, en ejecución de un de Cristo y contando "con la asistencia
especial del Espíritu de verdad", les corresponde una especial
responsabilidad en la custodia e interpretación del patrimonio moral cristiano
[36].
Esta
problemática es, por lo demás, abordada por la encíclica en dos lugares
distintos: a) al final del capítulo primero, donde sigue un esquema histórico,
describiendo el tránsito de Cristo a los Apóstoles y de éstos a sus sucesores
[37]; y b) en el capítulo tercero, en el que adopta un enfoque parenético,
glosando la responsabilidad que, en el horizonte de la nueva evangelización,
recaen sobre Pastores y fieles en el momento presente [38]. De forma sintética
la doctrina que expone en uno y otro lugar puede resumirse en las siguientes
proposiciones:
1ª) La función
de trasmitir el mensaje de Cristo no se realiza de forma material y mecánica
sino viva, en coherencia con ese carácter vital que tiene la tradición; en ella
se hermanan, por tanto, continuidad y crecimiento; lo que, respecto a la
doctrina moral, implica interpretación, aplicación a las sucesivas y diversas
situaciones históricas, en suma, actualización [39];
2ª) Esa tarea
de trasmisión y actualización, a la que contribuye la totalidad del pueblo de
Dios y en la que a la teología le corresponde un papel importante, se realiza
en comunión con los Pastores y bajo su vigilancia, ya que a ellos les
corresponde el oficio de "vigilar sobre la recta conducta de los
cristianos", de "promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la
fe y la doctrina moral", de "interpretar auténticamente la palabra de
Dios" y de discernir los comportamientos que son conformes a las
exigencias de la fe o se oponen a ella [40].
3ª) La Iglesia
y, dentro de ella, los Pastores cuenta con la asistencia del Espíritu Santo,
que la conserva en la fidelidad a Cristo: "el mismo Espíritu, que es la
fuente de la revelación de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús,
garantiza que sean custodiados religiosamente, expuestos fielmente y aplicados
correctamente en el correr de los tiempos" [41].
4ª) En la
enseñanza de la Iglesia resuena en consecuencia "la voz de Jesucristo, la
voz de la verdad sobre el bien y el mal" [42]. Asistida por el Espíritu
Santo, la Iglesia, en efecto, "ha custodiado fielmente lo que la Palabra
de Dios enseña no sólo sobre la fe, sino también sobre el comportamiento moral,
es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cfr.. 1 Tes 4, 1)" [43].
5ª) Los fieles
cristianos encuentran por tanto en la comunión eclesial y en las orientaciones
de los Pastores, "una gran ayuda para la formación de la conciencia"
[44]. Y "la Iglesia, con su vida y su doctrina, se presenta como «columna
y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15), también de la verdad sobre el obrar
moral" [45].
Magisterio de la Iglesia y comportamientos éticos concretos
Ese núcleo doctrinal, clásico en su substancia e incluso en su formulación y, en
ese sentido, básico o genérico, adquiere plena fisonomía en la medida en que se
desciende a ulteriores desarrollos, algunos de los cuales han dado origen a una
amplia literatura e incluso a debates en la teología contemporánea. En algunos
de esos debates, aún siendo importantes --piénsese, por ejemplo, en la
problemática referente a la extensión del magisterio a temas de ley natural, o
al alcance de la infalibilidad en las enseñanzas sobre cuestiones morales-- no
entra, de modo directo, la Veritatis splendor, aunque los presuponga y
sus enseñanzas puedan contribuir, en más de un punto, a clarificarlos [46]. Sí
aborda, en cambio, frontalmente la pregunta sobre el contenido de la ley
evangélica, y más concretamente sobre su extensión no sólo a actitudes éticas
básicas sino también a comportamientos o actos determinados, con las
implicaciones eclesiológicas que de la respuesta a esa pregunta derivan.
La doctrina que
expone gira en torno a dos tesis fundamentales:
a) las
narraciones evangélicas, la catequesis apostólica y la predicación cristiana en
general contienen no sólo una revelación sobre el sentido de la existencia
humana y orientaciones sobre las actitudes morales básicas, sino también
"una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento" [47], que
contribuyen a configurar, presupuestas las actitudes básicas, la imitación y
seguimiento de Cristo;
b) el
magisterio eclesiástico, con las funciones y prerrogativas que implica,
extiende su competencia a la totalidad de la catequesis evangélica y apostólica,
es decir, tanto a las orientaciones morales básicas como a los preceptos
particulares y determinados, que debe --unas y otros-- custodiar y actualizar,
a fin de situar ante Cristo con plena y radical incisividad a los hombres de
todas las épocas de la historia.
Nos encontramos
ante una problemática central en la Veritatis splendor, con hondas
implicaciones eclesiológico-pastorales, si bien sus raíces provienen no de la
eclesiología sino de la antropología. Estamos ante una temática que ha surgido
en la escena teológica contemporánea no como consecuencia de debates
eclesiológicos, sino ético-antropológicos desde los que ha saltado a la
eclesiología. La cuestión fundamental en juego es, en efecto, la relación entre
libertad, conciencia y verdad, en la que conviene por tanto que nos detengamos.
En el
pensamiento contemporáneo la concepción que de forma más neta ha separado entre
sí libertad y verdad es, sin duda, la sartriana. Jean Paul Sartre,
radicalizando el voluntarismo implícito en las ideas de Kant sobre la capacidad
autolegisladora de la conciencia humana, presenta la libertad como fuerza que
se autodetermina a sí misma de modo radicalmente autónomo, excluyendo (la
existencia precede a la esencia) toda referencia a naturaleza o realidad
trascendente alguna; de así su ateísmo explícito y postulatorio. Los autores
católicos que han hablado de "moral autónoma en un contexto
cristiano", aunque entroncan con la preocupación por la subjetividad, la
creatividad y la autonomía que caracterizan nuestra cultura se encuentran, como
es obvio, a leguas de distancia del planteamiento sartriano. Aspiran,
ciertamente, a afirmar una autonomía de la conciencia --y una autonomía
entendida no ya como interioridad y racionalidad, sino como creatividad y
capacidad autonormativa--, pero situando esa autonomía en un contexto teónomo o
de referencia a Dios [48].
La pieza en
torno a la que gira su planteamiento es la distinción, expresada con unos u
otros términos, entre normas trascendentales, referentes a actitudes morales y
existencial básicas, y categoriales, que dicen relación, en cambio, a
comportamientos determinados. Más concretamente, la consideración según la cual
sólo las primeras --las trascendentales-- gozan de universalidad, mientras que
las segundas --las categoriales-- carecen de valor absoluto y están, por tanto,
en dependencia de los cambios históricos y del progresar de los saberes y las
ciencias. En otros términos, ya directamente teológicos, lo único normativo en
la moral evangélica es lo referente a las actitudes y motivaciones interiores,
que ofrecen así el marco o contexto en cuyo interior la conciencia individual,
de modo autónomo y en diálogo con la ciencia del propio tiempo, determina los
comportamientos que pueden o deben realizarse.
Las
consecuencias eclesiológicas son claras: la predicación y el magisterio
eclesiásticos tienen competencia, pueden pronunciar una palabra autoritativa,
sólo respecto al primer plano (el ethos de la salvación); todo intento de
intervenir autoritativamente en el segundo plano (el ethos mundano), expresando
algo más que un parecer que la conciencia debe sopesar y valorar autónomamente,
constituiría una intromisión indebida, un atentado a la creatividad con que la
conciencia, en el contexto de las motivaciones y orientaciones evangélicas,
establece su propio camino.
La Veritatis
splendor comparte por entero la necesidad de subrayar tanto el carácter
íntimo y racional de la moralidad (las exigencias morales sólo son tales, es
decir, morales, si surgen del interior del sujeto, de la percepción por parte
del sujeto de la fuerza intrínseca que esas exigencias poseen), como la
centralidad de la libertad, sin la que la moralidad --y la misma personalidad
humana-- se disuelve. Pero rechaza a la vez toda interpretación de la
distinción entre normas trascendentales y categoriales que implique una neta
separación entre ambas y que, en consecuencia, confine al ethos de la salvación
y al ethos mundano en esferas yuxtapuestas, meramente tangenciales [49].
Ese modo de
pensar --afirma la encíclica-- no corresponde ni a lo que atestigua la
experiencia (que pone de manifiesto el dinamismo unitario del proceder moral),
ni a la percepción que la Iglesia tiene de la ley evangélica y de su propia
misión. La ley moral y, más concretamente, la ley evangélica contiene, en
efecto, orientaciones no sólo respecto a actitudes generales, sino también a
"comportamientos y actos concretos", como indican, con esas y
análogas expresiones, los textos que antes reseñábamos y cuyo alcance podemos
percibir ahora con mayor claridad [50]. Es pues necesario --concluye el texto--
reafirmar la verdadera fisonomía de la enseñanza moral cristiana como enseñanza
que incide, también con preceptos e indicaciones concretas o materiales, en el
actuar ético y, en lógica consecuencia --entre las afirmaciones sobre la
naturaleza de la ley evangélica y las referentes a la competencia y función del
magisterio eclesiástico hay, como ya apuntamos, un estricto paralelismo--,
reprobar el parecer de quienes opinan que "el magisterio no debe
intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y
«proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus
decisiones y opciones de vida" [51].
Comportamiento ético, vida en Cristo y maternidad de la Iglesia
Todo ello se encuentra situado en la Veritatis splendor en el interior
de una amplia reflexión sobre la libertad encaminada a mostrar su nexo
intrínseco con la verdad [52]. La libertad implica trascendencia sobre el
mundo, señorío, capacidad de dominio sobre la realidad que nos circunda, y, más
radicalmente aún, poder sobre sí mismo, capacidad de dominio sobre los propios
actos. Esa capacidad de dominio en que consiste la libertad no gira en el
vacío, ni encierra al sujeto en la propia autoafirmación, sino que se orienta a
la comunicación. Ser libre es ser capaz de amar, estar en condiciones de asumir
la propia existencia para abrirla a la relación con los demás y, en última
instancia, con Dios.
El proceder de
la libertad y, en consecuencia, el de la razón en orden a determinar el rumbo
de la propia y personal actividad se presenta así, a la vez e inseparablemente,
como proceder espontáneo, connatural, ya que surge de lo más profundo de la
propia intimidad, y abierto, encaminado a entrar en sintonía con el amado a fin
de, identificando las voluntades, formar una sola cosa con él. Libertad y
apertura y, por tanto, libertad y verdad no se contraponen, sino que, al
contrario, se reclaman: no hay comunión vital con la verdad sin libertad, sin
aceptación personal de la conexión con ella; pero tampoco hay, a la inversa,
libertad y, más concretamente, libertad plena, acabada, llevada a su término
--es decir, al amor realizado-- sin verdad, sin reconocimiento y aceptación de
quien sale a nuestro encuentro. La dignidad de la conciencia humana radica, en
suma, supremamente, no en una espontaneidad caprichosa o arbitraria, ni en una
autonomía entendida como pura expresión de la propia creatividad, sino en la
posibilidad de captar la verdad de quienes nos rodean y, en última instancia,
de participar, con nuestra razón, en el conocer divino, anclando así la propia
vida en esa verdad que, por ser la verdad de Dios, es también la verdad de
nuestro destino y de nuestra plenitud y, por tanto, nuestra propia verdad [53].
Estas últimas
afirmaciones presuponen, ni que decir tiene, la verdad de la creación y, en
consecuencia, la trascendencia e inmanencia o presencia de Dios en la criatura
y, específicamente, en el ser humano, es decir, la realidad de Dios como ser
distinto del hombre, pero no distante sino íntimo a él: intimius intimo meo,
según el dicho agustiniano. Y, más concreta e inmediatamente, la verdad de
Cristo en quien se nos da conocer de modo supremo la cercanía de Dios y de su
amor, la hondura y la fuerza con la que Dios invita al hombre a participar de
su intimidad. Más aún, en quien y por quien somos introducidos ya hoy y ahora
en esa intimidad divina, y en quien y por quien, en consecuencia, alcanza su
fundamento y su sentido último el actuar moral, cuya radicación ontológica se
hace así patente.
Tocamos aquí el
ápice --o, si se prefiere, el núcleo central-- de la comprensión cristiana de
la vida moral. A la vez que reentroncamos con las grandes perspectivas
teologales y cristológicas que esbozamos al comienzo de nuestro escrito. La Veritatis
splendor se refiere a todo ello retomando la doctrina que, partiendo de
las enseñanzas proféticas y apostólicas, desarrolló la tradición teológica en
torno a la ley nueva o evangélica como ley "interior", ley
"escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo", ley que no
se le impone al espíritu humano desde fuera de él mismo, sino que brota de su
interioridad en la medida en que ese espíritu, vivificado por la gracia, aspira
con todas las fuerzas de su ser a identificarse con Dios y actuar en coherencia
con ese amor. Ser cristiano, actuar en cristiano, radica, esencialmente, en
vivir según un espíritu, en desplegar en las obras un impulso que viene de dentro,
de lo más profundo del propio corazón [54].
Todo lo cual
nos remite una vez más a la Iglesia, depositaria no sólo de la palabra que
desvela la verdad de Cristo, sino de los sacramentos que comunican su vida,
como la Veritatis splendor recuerda en diversos momentos, y
particularmente en su número 21: "Bajo el impulso del Espíritu, el
Bautismo configura realmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la
muerte y la resurrección, lo «reviste» de Cristo (cfr. Gal 3, 27) (...). El
bautizado, muerto al pecado, recibe una vida nueva (cfr. Rom 6, 3-11): viviendo
por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar
sus frutos en la vida (cfr. Gál. 5, 16-25). La participación posterior en la
Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cfr. 1 Cor 11, 23-29), es el punto
culminante de la configuración con Cristo, fuente de «vida eterna» (cfr. Jn 6,
51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo" [55].
Ciertamente, en
la medida en que el hombre es un ser en camino, un ser que no ha llegado
todavía a la meta y que, en consecuencia, vive en la fe y no en la visión, la
realidad de la ley evangélica como ley interior, no excluye una ley exterior,
una proposición mediante la palabra --proveniente por tanto desde fuera del
sujeto-- de cuanto el ideal evangélico implica: al contrario, la presupone y
reclama, ya que sólo con la ayuda de la palabra que le desvela el camino, que
le recuerda lo que implica el seguimiento de Cristo, puede el hombre dirigirse
eficazmente a la meta. Pero esa proposición exterior no hace en realidad sino
dar forma, contribuir a que alcance concreción histórica el impulso que viene
del interior, de la acción del Espíritu y, en última instancia, de esa
destinación al bien, a la plenitud, al amor, a Dios, que marca al hombre desde
lo más íntimo de su ser [56]. La vida moral no es tanto --repitámoslo-- la
respuesta a un mandato, cuanto, mucho más profundamente, la expresión de una
vida, que el mandato presupone y a la que se ordena.
Respecto a
ambos planes --vida y verdad, impulso interior a la acción y palabra que
contribuye a su expresión y concreción en las obras-- la Iglesia juega un papel
decisivo, siendo así a la vez, como antes apuntamos, madre y maestra. En la
Iglesia y por la Iglesia Cristo se hace presente para interpelar al hombre,
para darle a conocer el designio salvífico de Dios e invitarlo al seguimiento.
En la Iglesia y por la Iglesia Cristo comunica su vida, otorga el don del
Espíritu en virtud del cual no sólo se hace posible responder a la llamada, sino
que esa llamada se manifiesta como lo que realmente es: el desvelamiento de
nuestra verdad y la expresión del valor profundo de nuestro propio ser.
La vida moral
cristiana "consiste fundamentalmente --como afirma la Veritatis splendor
en uno de sus últimos números-- en el seguimiento de Jesucristo, en el
entregarnos a El, en el dejarnos transformar por su gracia y ser renovados por
su misericordia", realidades "que --añade el texto-- nos llegan en la
vida de comunión en su Iglesia" [57]. Con su palabra y con sus
sacramentos, con la totalidad de su vivir, la Iglesia realiza verdaderamente la
contemporaneidad con Cristo con el hombre de todo tiempo y, al realizar esa
contemporaneidad, abre al hombre a esa conciencia y esa vivencia de lo teologal
desde la que la vida y el comportamiento éticos reciben su plenitud de sentido.
Notas
[1] Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor (VS en adelante), n. 25.
[2] Este punto
es subrayado por Juan Pablo II, que repite una y otra vez --con reiteración
obviamente querida: nn. 28, 45, 47, 50, 52, etc.-- que la doctrina que expone
no quiere ser sino un eco o actualización de la enseñanza y tradición
constantes de la Iglesia.
[3] VS, 5.
[4] VS, nn. 2,
7, 119.
[5] VS, nn. 3,
25, 26, 88-89, 106-107.
[6] VS, nn.
29-30, 109-113.
[7] VS, 3.
[8] VS, 3.
[9] VS, nn. 4,
26-27, 28-30, 84, 114-117.
[10] VS, nn.
95, 96.
[11] VS, 64.
[12] VS, nn.
45, 108.
[13] VS, 21.
[14] J.L.
Illanes, Continuidad y discontinuidad en el magisterio sobre cuestiones
morales. Trasfondo de un debate, en AA.VV., Persona, veritá e morale, Roma
1987, pp. 257-259.
[15] Sobre la
situación de la Veritatis splendor en relación con el proceso de renovación
teológica y sus vicisitudes, pueden verse las consideraciones que hemos
expuesto en Verdad moral y dignidad del hombre, en "Annales
Theologici" 8 (1994), 315-337; cfr. también E. Molina, La encíclica
«Veritatis splendor» y los intentos de renovación de la teología moral en el
presente siglo, en "Scripta Theologica" 26 (1994), 123-154.
[16] VS, nn.
7-8.
[17] VS, 9.
[18] "El
lazo intrínseco que Veritatis splendor establece entre la respuesta a la
pregunta humana por el bien y Dios mismo, muestra --ha señalado un
comentarista-- que (el encíclica) busca superar una perspectiva teológica,
propia de los manuales de moral típicos de la época moderna, construida sobre
la afirmación de dos fines --natural y sobrenatural-- para la vida del hombre y
centrada alrededor de la idea de obligación. (...) La perspectiva en que se
sitúa Veritatis splendor es claramente la de la unicidad del fin sobrenatural
del hombre" (A. Carrasco, Iglesia, magisterio y moral, en G. del
Pozo, dir., Comentarios a la «Veritatis splendor», Madrid 1994, p.
460. En el mismo sentido, antes de la Veritatis splendor y subrayando
de modo incisivo las implicaciones que ese planteamiento tiene en orden a la
resolución de la problemática relacionada con la clarificación del ámbito del
magisterio en cuestiones morales, y más concretamente con su extensión a las
cuestiones de ley natural, A. Scola, La competenza del magistero a definire
«in re morum». Elementi per una fondazione teologica, en AA.VV., «Humanae
vitae»; vent'anni dopo, Milán 1989, pp. 529-536.
[19] VS, 2,
citando Col 1, 15, Heb 1, 3, Jn 1, 14 y Jn 14, 6. Para un análisis de los
planteamientos cristológicos de Veritatis splendor ver A. Amato, La
morale cristiana como vita in Cristo, en R. Lucas (dir.), «Veritatis
splendor». Testo integrale e commento filosofico-teologico,
Cinisello-Balsamo 1994, pp. 169-185, I. Biffi, La prospettiva
biblico-cristologica della «Veritatis splendor», en G. Russo (dir.),
«Veritatis splendor». Genesi, elaborazione, significato, Roma 1994, pp.
87-96, r, Tremblay, La antropología de la «Veritatis splendor. «Para ser
libres nos liberó Cristo» (Gal 5, 1), en G. del Pozo (dir.), Comentarios
a la «Veritatis splendor» cit, pp. 403-428, .
[20] VS, 19;
cfr. también n. 21.
[21] El
original danés de las Migajas filosóficas puede encontrarse en las
Samlede Voerker, 3ª edición, Copenhague 1962-64, vol. VI. Hay versión italiana
(Briciole di filosofia , Bolonia 1963) y francesa (Miettes philosophiques, en
Oeuvres complètes, t. VII, París 1973, pp. 3-103). La doctrina sobre la
contemporaneidad con Cristo fue retomada y desarrollada por Kierkegaard en
otros escritos posteriores, particularmente la Enfermedad mortal y el Ejercicio
del cristianismo. Para un análisis del planteamiento kierkegaardiano, entre los
numerosos estudios existentes, puede consultarse, con referencia explícita a
nuestro tema, C. Fabro, La dialettica qualitativa della libertà in S.
Kierkegaard, en Riflessioni sulla libertà, Perugia 1983, pp.
231-270.
[22] VS, 2.
[23] VS, 25.
[24] Desde esta
perspectiva la Veritatis splendor es heredera no sólo de la renovación de la
teología moral ya antes aludida, sino también de la gran profundización
eclesiológica que, iniciada también en el siglo XIX, recibirá particular
consagración e impulso en la Lumen gentium, a la que, por lo demás,
alude, aunque sin mencionarla, el número 2 de la encíclica, como habrá podido
percibir todo lector avezado.
[25] VS, 2.
[26] VS, 7,
citando Redemptor hominis, n. 13.
[27] La
exposición se extiende hasta el n. 27, con el que se cierra el capítulo
primero, prolongándose en los números iniciales del capítulo segundo.
[28] El tema es
constante en la encíclica. "No se debe causar ruptura alguna --leemos en
uno de sus números-- de la armonía entre la fe y la vida" (VS, 26).
"Hay que recuperar y presentar una vez más --reitera en otro-- el
verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de
proposiciones que el entendimiento ha de aceptar y tener por verdaderas. Es, al
contrario, un conocimiento profundo de Cristo, una memoria viva de sus
mandamientos, una verdad que ha de ser cultivada" (VS, 88). "Una
palabra --añade-- no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si
no es puesta en práctica"; "la fe --insiste-- es una decisión que
afecta a toda la existencia: es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida
del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14, 6). Exige un
acto de confianza y comunicación cordial con Cristo, y nos ayuda a vivir como
él vivió (cfr. Gal 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los
hermanos" (Ibidem).
[29] El
filósofo español Xavier Zubiri lo ha subrayado gráficamente, acudiendo al concepto
de poder, de fuerza que otorga la capacidad de obrar. El hombre, en la
convivencia con otros, encuentra --escribe-- una nueva y distinta forma de
poder, "es --explica-- el poder de las demás personas con las que convive.
A ese poder le llamaré genéricamente «compañía». La compañía no es un mero
estado vivencial; tampoco es una función meramente física de la realidad de mi
persona en tanto que participante de la vida personal de otro. En cierto modo
la fuerza de la compañía es la «irradiación». Es uno de los casos en los cuales
una cierta causalidad ejemplar cobra carácter físico. Era necesario apuntar a
la dimensión del poder, para haber podido comprender en qué puede consistir el
carácter físico de la mera ejemplaridad. Los antiguos decían que las palabras
indican y los ejemplos arrastran. La ejemplaridad no consiste en que hay un
modelo, un paradigma; la ejemplaridad tiene un poder positivo de irradiación,
en lo que consiste el carácter poderoso de la ejemplaridad" (Sobre el
hombre, Madrid 1986, p. 322).
[30] Tal vez
sea Alasdair Macintyre el autor que más decididamente ha subrayado este punto,
con acentos polémicos en más de un momento, pero a la vez con innegable
penetración intelectual. Ver especialmente sus obras After virtue,
Notre Dame (Indiana) 1984, y Three rival versions of moral enquiry,
Notre Dame 1990; de ambas hay traducción castellana: Tras la virtud,
Madrid 1987, y Tres versiones rivales de la ética, Madrid 1992.
[31] VS, 108.
[32] Sobre este
tema ver L. Melina, Morale: tra crisi e rinnovamento, Milán 1993, pp.
31-33 y 97-102, donde en parte retoma y sintetiza consideraciones ya expuestas
más ampliamente en escritos anteriores: Simbolismo sponsale e materno nella
formazione della coscienza morale cristiana, en "Anthropotes" 1
(1992) 171-196 y Coscienza, libertà e magistero, en "La Scuola
Cattolica" 120 (1992) 152-171 (también, en versión castellana, en
"Communio" 14, 1992, 162-180).
[33] Es
particularmente expresiva a este respecto la parte final del n. 2 de la encíclica,
que reproduce un texto tomado de la Const. Gaudium et spes, n. 4:
"En la Iglesia --afirma-- está siempre viva la conciencia de su «deber
permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la
luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación, pueda
responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la
vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas»". Resulta
también significativo que en el mismo número en el que habla de contemporaneidad
de Cristo con los hombres de todo tiempo ponga el acento precisamente en la
Iglesia como depositaria fiel de la enseñanza evangélica; por eso --afirma-- es
decir, en orden a esa contemporaneidad, "el Señor prometió a sus
discípulos el Espíritu Santo que les «recordaría» y les haría comprender sus
mandamientos (cfr. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de
una vida nueva en el mundo"; "los preceptos morales, dados por Dios
en la Antigua Alianza y perfeccionados en la Nueva y Eterna en la persona misma
del Hijo de Dios hecho hombre --añade--, deben ser custodiados fielmente y
aplicados asiduamente en las diversas culturas a lo largo de la
historia"(VS, 25).
[34] Cfr VS, n.
109; cfr. también n. 27.
[35] Ver
especialmente VS, nn. 4, 29 y 109-113
[36] VS, 25.
[37] Cfr. VS,
nn. 25-27; ver también nn. 28-30.
[38] Cfr. VS,
nn.106-117.
[39] Este
proceso es descrito especialmente en el número 27 de la encíclica. El termino
"actualización" proviene de la versión oficial castellana, y traduce
la expresión "ad effectum rem deductio" que emplea el texto oficial
latino.
[40] VS, nn.
26, 27, 40-41, 110.
[41] VS, 27.
[42] VS, 117.
[43] VS, 28.
[44] VS, 64.
[45] VS, 27.
Otros intentos de resumen de la doctrina de la encíclica a este respecto pueden
encontrarse en G. Russo, Il valore dottrinale ed ecclesiologico della
«Veritatis splendor» y G. Concetti, Vescovi presbiteri e teologi:
ministerialità e responsabilità nella «Veritatis splendor», en G. Russo
(dir.), «Veritatis splendor». Genesi, elaborazione, significato cit,
pp. 35-66 y 155-178, así como en L. Vereecke, Magistère et morale selon
«Veritatis splendor», en "Studia Moralia" 31 (1993) 391-401 y en
R. Fisichella, Teologi e Magistero, en R. Lucas (dir.), «Veritatis
splendor». Testo integrale e commento filosofico-teologico cit, pp.
153-168.
[46] De hecho
la indefectibilidad e infalibilidad están constantemente connotadas, y algo
parecido ocurre en relación a la extensión del magisterio a temas de ley
natural, respecto a la que, además, ofrece perspectivas decisivas para su
estudio, como apuntan los textos citados en la nota 18.
[47] VS, 26. El
mismo modo de hablar, e incluso las mismas expresiones, aparecen en otros
textos: "preceptos particulares y determinados" (n. 110; normas que
dicen "relación (...) a precisos y determinados comportamientos y actos
concretos" (n. 99).
[48] Los
autores que han expuesto más detallada y coherentemente estas ideas tal vez
sean Franz Böckle (ver, por ejemplo, su Fundamentalmoral, Munich 1977,
pp. 86 ss.) y Bruno Schüller (ver, entre otros textos, Eine autonome Moral,
was ist das, en "Theologische Revue" 78, 1982, 103-106); ya
después de la Veritatis splendor, ha reiterado esa posición el
discípulo de Böckle, K. W. Merks, Autonome Moral, en D. Mieth (dir.), Moraltheologie
im Abseists? Antwort auf die Enzyklika «Veritatis splendor», Friburgo de
B. 1994, pp. 46-68. Para un análisis critico ver A. Laun, Das Gewissen,
Innsbruck 1987 (trad. castellana: La conciencia, Barcelona 1993) y M.
Rhonheimer. Autonomía y teonomía moral según la encíclica «Veritatis
splendor», en G. del Pozo (dir.), Comentarios a la «Veritatis
splendor» cit, pp. 543-578 y Autonomia morale, libertà e verità
secondo l'enciclica «Veritatis splendor», en G. Russo (dir.), «Veritatis
splendor». Genesi, elaborazione, significato, 2ª ed, Roma 1995, pp.
193-215.
[49] Para el
juicio de la Veritatis splendor sobre el planteamiento al que nos
referimos, ver nn. 35 y ss., especialmente los números 36-37.
[50] Y, más
aún, si los ponemos en relación con una de las enseñanzas fundamentales de la
Veritatis splendor: la reafirmación de la existencia de actos intrínsecamente
malos, de comportamientos que, antes e independientemente de cualquier
motivación o intención, implican una maldad moral y, por tanto, no puede ser
nunca realizados lícitamente (cfr. especialmente, nn. 76-83). Para un
comentario, ver J. Finnis y G. Grisez, Gli atti intrinsecamente cattivi,
en AA.VV., Lettera enciclica «Veritatis splendor». Testo e commenti,
Città del Vaticano, 1994, pp. 227-231, A. Rodríguez Luño, El acto moral y
la existencia de una moralidad intrínseca absoluta, en G. del Pozo (dir.),
Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 693-712, W.E. May, Los
actos intrínsecamente malos y la enseñanza de la encíclica «Veritatis splendor»,
en "Scripta Theologica" 26 (1994), 199-219 y M. Rhonheimer, «Intrinsically
evil acts» and the moral viewpoint: clarifying a central teaching of «Veritatis
splendor», en "The Thomist", 58 (1994) 1-39; desde una
perspectiva opuesta: J. Fuchs, Die sittliche Handlung: das «intrisece
malum», en D. Mieth (dir.), Moraltheologie im Abseists? Antwort auf die Enzyklika «Veritatis splendor» cit, pp. 177-193.
[51] VS, 4;
cfr. también el n. 37, en el que el tránsito desde los planteamientos
ético-antropológicos a los eclesiológicos es señalado expresa y explícitamente.
Las referencias podrían ampliarse, ya que, a lo largo de todo su texto, la
encíclica alude repetidas veces a la autoridad de la Iglesia en este campo y,
en consecuencia, a la obligación de seguir sus indicaciones, también las
referentes a comportamientos precisos y determinados; baste, a modo de ejemplo,
con reproducir dos textos uno de ellos, de tono fuertemente deontológico,
proviene de los números destinados a poner de manifiesto la existencia de actos
intrínsecamente malos, el otro, de carácter más teológico-espiritual, de la
conclusión con que se cierra la encíclica: "los fieles están obligados a
conocer y cumplir los preceptos propiamente morales, declarados y enseñados por
la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor" (n. 76); "´procurar
que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle ordenada y claramente,
sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales, con todas sus
consecuencias, es tarea del magisterio de la Iglesia. Quien ama a Cristo
observa sus mandamientos (cfr. Jn 14, 15)" (n. 119).
[52] VS, 38-41.
Para un comentario de estos números, y en general, de la doctrina de la
encíclica sobre la libertad, ver Tremblay, La antropología de la «Veritatis
splendor. «Para ser libres nos liberó Cristo» (Gal 5, 1), en G. del Pozo
(dir.), Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 403-428,
J. Merecki y T. Styczen, Un'enciclica sulla libertà, en AA.VV., Lettera
enciclica «Veritatis splendor». Testo
e commenti cit, pp. 177-181 y M. Zieba, Truth
and freedom in the thought of Pope John Paul II, en J. Wilkins, Understanding
«Veritatis splendor», Londres 1994, pp. 35-40, así como B. Fraling, Libertad,
ley y conciencia. Reflexiones sobre la «Veritatis splendor», en G. del Pozo (dir.),
Comentarios a la «Veritatis splendor» cit, pp. 579-592, aunque este
autor no expresa en el presente escrito la totalidad de su pensamiento.
[53] De ahí que
la obediencia a Dios no sea --precisa la encíclica--, "una heteronomía,
como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia
absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad";
sino, más bien, una "teonomía", o, mejor, una "teonomía
participada", porque "por la libre obediencia a la ley de Dios la
razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y de la providencia de
Dios", y el hombre, participando del saber divino, se mueve en la historia
con una libertad y un dominio que son reflejo de la libertad y el dominio de Dios
(VS, 41). Y, en consecuencia, que la Iglesia al dar testimonio del mensaje
evangélico y recordar sus implicaciones éticas no humille a la razón ni
aherroje o deprima a la libertad, sino que, al contrario, las afirme y se ponga
a su servicio, ofreciéndoles esa verdad de Cristo para que la que el hombre
está hecho y a la que desde lo hondo de su ser, aunque sea inconscientemente,
aspira (cfr VS, nn. 64, 95-96, 117).
[54] VS, 45,
retomando, junto a textos proféticos (Jer 31, 31-33) y paulinos (2 Cor 3, 3; 2
Cor 3, 17; Rom 8, 2), la exégesis o comentario realizado al respecto por Tomás
de Aquino; otros textos significativos en nn. 103 y 119. Para una ulterior
consideración de esta temática en la Veritatis splendor, ver. S.
Pinckaers, La Ley Nueva y el papel del Espíritu Santo, en AA.VV., Enséñame
tus caminos para que siga en tu verdad. Comentario y texto de la encíclica
«Veritatis splendor». Valencia 1993, pp. 169-174 y A. Quirós, La ley
de Cristo, verdad del hombre, en "Scripta Theologica" 26 (1994),
155-170
[55] VS, 21.
[56] De ahí
que, como ha escrito el Cardenal Ratzinger, el hombre, hecho a imagen de Dios,
posea una "anámnesis de su origen", una "memoria original del
bien y de la verdad", una "tendencia íntima hacia cuanto es conforme
con Dios", "un sentido interior", "una capacidad de
reconocimiento" que guían su proceder intelectivo y hacen que, al verse
situado ante la verdad, se abra a ella, la reconozca, es decir, la perciba como
propia, como realidad que le plenifica ya que, en última instancia, forma parte
de su propio ser (J. Ratzinger, Conciencia y verdad, en La
Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, p. 109).
[57] VS, 119.