SOBRE EL OBJETO Y MÉTODO DE LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL A LA LUZ DE LA “FIDES ET RATIO”.

 

Joaquín FERRER ARELLANO

 

            I. INTRODUCCIÓN.

 

            En el contexto de la temática del capítulo. VI de la Encíclica[1], titulado significativamente “interacción entre teología y filosofía”, se afirma que “por el carácter propio de la teología fundamental, que tiene la misión de dar la razón de la fe (1 P 3, 15), debe encargarse esta disciplina teológica de justificar y explicitar la relación entre la fe y la filosofía”. Aunque no intenta Juan Pablo II proponer a la Teología fundamental “metodologías particulares, cosa que no atañe al magisterio”, sí se quieren señalar directrices orientadoras, con la clara finalidad (que parece motivar todo el documento) de salir al paso del peligroso fideismo al que pudiera inducir un generalizado desinterés por la metafísica, al que no es ajeno el difuso influjo ambiental del relativismo postmoderno que desconfía de la razón humana, en su pretensión de alcanzar la radicalidad del ser. En el n. 64 se afirma como saliendo al paso de todo ello, que corresponde a la teología fundamental la misión de “mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podía llegar por sí misma” (n. 67). En este contexto genérico señala algunos cometidos concretos de esta disciplina teológica: “debe mostrar al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, “cómo, a la luz de los conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en virtud del cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana”. (Ibidem).

            Dejando para otro escrito este último cometido de la Teología fundamental –el estudio de la aptitud del lenguaje, en sus condicionamientos socioculturales y en su dimensión histórica, para un discurso teológico referido a verdades absolutas-, hacemos aquí algunas reflexiones sugeridas por ese pasaje -encuadrado en la lectura, tan incitante, de toda la Encíclica, en el contexto del rico magisterio de Juan Pablo II-, en torno a la actual discusión entre los estudiosos de esta disciplina teológica, sobre cuál debe ser su objetivo y la metodología más adecuada para alcanzarlo, teniendo en cuenta su finalidad pastoral, “facilitar el camino a la fe y dar razón de ella justificándola ante la propia inteligencia del que cree, que debe estar siempre dispuesto a dar razón de su esperanza en su testimonio ante los demás, que quizá no tengan la gracia de la fe” (n. 64).

 

 

            II RELIGIÓN Y REVELACIÓN

 

 

            Juan Pablo II es perfectamente consciente de la trascendencia del cristianismo respecto a las otras religiones. Es un tema recurrente en su magisterio, cuyo eco aparece en la “Fides et ratio” La creciente intercomunicación de todos los pueblos del planeta -que cada vez es más una aldea global- impone el estudio de la religión y el significado salvífico de sus diversas expresiones históricas en relación con la revelación judeocristiana y sus pretensiones de universalidad, en concurrencia con otras tradiciones religiosas, que reivindican también las mismas pretensiones. Se comprende, en este contexto cultural de nuestra época, el gran desarrollo de la teología de las religiones que -confinada durante siglos al campo de la teología moral- ha pasado a ser un tema central -el más básico, a mi parecer- de la Teología fundamental (sin perder, por supuesto, sus connotaciones éticas)[2].

            En la carta “Tertio milenio adveniente” describe Juan Pablo II el estatuto de las relaciones entre el cristianismo y el mundo de las religiones extracristianas.

 

                "El punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de otras religiones en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre el que busca a Dios, sino que es Dios quién viene en persona a hablar de sí al hombre y mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo. Es lo que proclama el prólogo del evangelio de Juan: "A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único que estaba en el seno del Padre, El lo ha contado" (1, 18). El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia, preparado por la economía del Antiguo Testamento, esencialmente destinada a preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del Universo y de su Reino mesiánico[3].

 

            El hombre, en tanto que es naturalmente religioso, busca a Dios como a tientas. La religión es la expresión de la búsqueda de Dios por parte del hombre. Es un movimiento del hombre a Dios. La revelación judeocristiana es la expresión del movimiento inverso de Dios que sale al encuentro del hombre manifestándole su intimidad trinitaria para hacerle partícipe de ella. La Revelación es recibida en la fe (FR, 13). "La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y entrega al hombre que busca" (por su dimensión religiosa, fundada en su apertura religada -o el respecto creatural a Dios que le llama -voz en la nada- por su propio nombre a la existencia), "el sentido último de su vida" (CEC 26; cf. FR, 7). La fe en la revelación sobrenatural, así, asume purificando la religión natural humana y la transfigura en un plano que trasciende totalmente a cualquier dinamismo espiritual creado o creable (FR 13).

            La revelación judeocristiana -por la que Dios sale al encuentro del hombre que le busca-, es, pues, una respuesta trascendente y gratuita a esa apelación impotente de la naturaleza religiosa del hombre que busca el sentido último de su vida y anhela -ineficazmente- conocer a Dios en sí mismo, en el misterio de su vida íntima. Tal es el tema central del capítulo III de la Encíclica (“intelligo ut credam”; nn. 24 a 35).

            El objeto de la Revelación es, pues, hacernos conocer la libre decisión por la cual Dios, en su amor, ha venido al encuentro del hombre para elevarnos haciéndonos partícipes de su vida bienaventurada trinitaria. Este abismo que separa lo creado de lo no creado y que el hombre no podía franquear, Dios lo ha franqueado viniendo a encontrar, para introducirlo en su propia vida, al hombre que le buscaba. Este gesto de Dios es propiamente hablando la salvación. En tanto que la palabra expresa la aspiración de hombre a compartir la vida de Dios, se sitúa fuera de la revelación bíblica, porque esta aspiración es natural al hombre. Pero -observa justamente J. Danielou- la afirmación bíblica no versa sobre la noción de salvación, sino sobre el hecho de que la salvación es dada. La especifidad de la revelación bíblica es, pues, menos del orden de las representaciones que el orden de los hechos.

            Lo que el Verbo de Dios viene a salvar es lo que El ha creado; al hombre naturalmente religioso. Esta es la gran afirmación que domina la teología desde San Ireneo. En este sentido, la dimensión religiosa del hombre no es ajena a la salvación. ¿Cómo lo sería cuando es lo más profundo que existe en el hombre?, especialmente atacado por la antigua serpeinte que trata de impedir el encuentro salvífico del hombre con Dios que en ella precisamente -y sólo en ella- se cumple en Él. Pero el hombre religioso necesitaba también salvarse (en cuanto religioso). La revelación sobrenatural no destruye sino que asume, purifica y transfigura al hombre naturalmente religioso. Y cómo este hombre religioso no es una abstracción, sino que se diversifica según el genio religioso de los pueblos, son estas diversidades las que la Revelación asumirá y se encontrarán, por tanto, en las diversidades de la catolicidad.

            Así la religión no salva, sino que forma parte de lo que debe ser salvado. Sólo Jesucristo salva[4]. Así, todo hombre que será salvado, a cualquier religión que pertenezca, no lo será sino por Cristo. La cuestión que se plantea es lo que se requiere para la salvación donde no existe conocimiento de esta acción salvadora. San Pablo trata la cuestión de la Epístola a los romanos cunado expone que el judío será juzgado según la Ley y el pagano según la conciencia. Es decir, que todo hombre será juzgado en función del conocimiento de Dios que le fue accesible.

            El objeto de la revelación, propiamente hablando, es la intervención de Dios en la historia humana por la doble misión conjunta e inseparable del Verbo y del Espíritu (las dos manos del Padre[5], que culmina en la encarnación redentora del Verbo por obra del Espíritu Santo, que culmina en la resurrección de Cristo que vive en la Iglesia, signo eficaz de su presencia salvífica en la historia. Versa principalmente sobre este acontecimiento. Es la realidad de este acontecimiento en su historicidad, a la vez humana y divina -como acción divina, pero inserta en la trama de la historia humana-, lo que es el objeto primero de esta Revelación. Es la buena nueva de que la salvación nos ha sido dada.

            Puesto que la Revelación se refiere a un acontecimiento, sólo puede ser conocida por testimonio (FR 9). Este testimonio es el de Cristo, primero, y el de los apóstoles a continuación. Una vez conocida la autoridad divina del testimonio, este es el objeto del acto de fe. Aquí se encuentra la diferencia radical con el mundo de la religión general. Para éste, lo esencial es la experiencia religiosa en cuanto realidad puramente humana. La fe, por el contrario, corresponde a un orden de cosas donde se trata del reconocimiento de un hecho histórico, que no es otro que la Revelación judeocristiana, inalcanzable por su trascendencia, sin la recepción del don sobrenatural infuso de la fe luz de la fe teologal.

            Establecida la diferencia trascendente entre religión y revelación, parece conveniente, para descubrir mejor el sentido y la función de la Teología fundamental situarla en el contexto de los siete modos de acceso cognoscitivo del hombre a Dios, aludidos todos ellos en la “Fides ut ratio”, en su distinción y mutua relación[6]        

 

 

            III. LOS SIETE TIPOS DE SABER HUMANO ACERCA DE DIOS. DISTINCIÓN Y NEXO.

 

            A lo largo de la Encíclica, se alude a siete tipos de saber humano acerca de Dios[7], que son –en la perspectiva de la gnoseología clásica enraizada en el evento sapiencial de Tomás de Aquino- epistemológicamente diversos -por ser distinta su perspectiva formal (objeto formal) -pero relacionados entre si en plexo unitario y armónico- gracias a la mediación de los signos de credibilidad que estudia la teología fundamental. Seis de ellos intramundanos (tres naturales y tres sobrenaturales), y un séptimo metamundano escatológico (consumativo de los otros): la visión beatífica (7).

 

            a. Breve descripción

 

            De ellos (enumerados en el cuadro esquemático que sigue en este epígrafe, más adelante, de 1 a 7), dos son originarios y precientíficos: la experiencia religiosa fundamental (1)[8] -a nivel natural- y la fe teologal (4)- primer acceso sobrenatural y fundamento permanente de todo acceso noético al misterio de la intimidad Trinitaria y su plan salvífico de elevación del hombre a participar en ella. La fe supone y asume aquella experiencia natural del hombre religioso ("que busca el sentido último de su vida" CEC, 26)-, sin la cual no puede recibirse el don salvífico de la fe sobrenatural[9].

            Ambos saberes originarios tienden de suyo a una doble derivación, científica la primera, y metacientífica la segunda ("toda ciencia trascendiendo", según el conocido y genial verso  de S. Juan de la Cruz). Resultan así dos saberes en uno y otro plano, natural y sobrenatural, tanto a nivel científico (teodicea filosófica (2), y teología de la fe (5)), como metacientífico: mística natural (4) y sobrenatural infusa suscitada por los dones contemplativos del Espíritu Santo[10].

            La mística natural deriva de la experiencia religiosa no por vía reflexiva sino por un proceso de profundización en ella por vía de ensimismamiento. (Recuérdese la distinción que hace Ortega y Gasset entre “ensimismamiento y alteración en su conocido ensayo del mismo título). es la iluminación que se busca como fruto de un esfuerzo de interiorización de la originaria experiencia religiosa con ayuda de diversas "técnicas" o métodos (tan saturada de ambigüedades y contaminaciones panteistas o cerradamente agnósticas -pura teología negativa- ambigua entre un monismo panteísta y una trascendencia exagerada, de muda contemplación de un Absoluto impersonal silente e inasequible por la mente humana -en el próximo capítulo trataremos de ella-. Así puede comprobarse en la experiencia religiosa de la sabiduría oriental, donde más ha florecido -admirable, por lo demás, en algunos aspectos y manifestaciones).

            La teología mística sobrenatural (6) es un gratuito don de Dios, que perfeciona la vida de fe por iluminación de los dones contemplativos del Espíritu Santo, -en especial los de la inteligencia y sabiduría (FR, 44)- es ofrecida a todo creyente de buena voluntad (para hacer su fe más robusta, penetrante y sabrosa, viva y operativa, a manera de preludio de la visión beatífica). Lo decisivo en ella -á diferencia de la mística natural[11]- no es el esfuerzo en aplicar técnicas de interiorización, sino la ascética cristiana de las virtudes de las que que es su pleno despliegue por obra de los dones del Espíritu Santo; es decir, de la docilidad del cristiano a sus divinas operaciones e inspiraciones, mediante la cuales a todos invita a la contemplación infusa ("toda ciencia trascendiendo").

            Tal es la genuina experiencia mística cristiana, connatural a la plenitud de la filiación divina en Jesucristo, por la actuación de los dones contemplativos del Espíritu Santo que el Verbo encarnado nos mereció en la Cruz. El Espíritu  nos atrae -en y por María (Cfr. FR, 108), madre de la divina gracia- a su seguimiento e imitación, para hacernos conformes con la imagen del Unigénito del Padre en la fraternidad de los hijos de Dios en Cristo que es la Iglesia (identificándonos con El, siendo Ipse Christus, por participación en su plenitud desbordante de mediación y de vida). Es, en efecto, el seno de la Iglesia, "el molde maternal" en la cual ejerce María, la Esposa del Paráclito, su Maternidad espiritual conquistada a título de corredentora -asociada a Cristo, nuevo Adán como nueva Eva- a la restauración de la vida sobrenatural perdida por el pecado de los orígenes[12].

            (Pido disculpas por esa descripción tan densa y apretada, pero me parece indispensable la mención explícita de la triple mediación cristológica, mariológica y eclesiológica, que en la garantía de la auténtica teología mística, sabiduría infusa del Espíritu Santo comunicada a las almas sencillas y dóciles a sus luces y mociones, no a los grandes "genios religiosos").

 

            Nada tiene que ver el "vacío" de la conciencia de todo saber categorial con la meditación trascendental -como ya señalamos ("toda ciencia trascendiendo")- ni la quietud del espíritu del auténtico misticismo, con el quietismo condenado por la Iglesia, que deja al hombre pasivo e inerme al influjo del subconsciente y del "maligno", al margen de todo empeño ascético por la conquista de las virtudes[13].

            El cuadro que aquí propongo expone gráficamente los caracteres de estos siete tipos de saber humano acerca de Dios -típicamente diversos- que acabo de describir brevemente. Se añade a ellos, en el centro del cuadro esquemático, para significar el nexo entre los naturales y los sobrenaturales, las tres formas de acceso de la razón humana a los signos de credibilidad (FR, 13) en la Revelación, objeto de los saberes sobrenaturales, disponiéndola a recibirla en la fe como don (de ahí la clásica expresión “potencia obedencial” para designar la apertura de la naturaleza a la gracia).

 


LOS SIETE TIPOS DE SABER HUMANO ACERCA DE DIOS

 

6 INTRAMUNDANOS

ORIGINARIOS

                 

DERIVADOS

 

 Precientíficos                   (A)

científicos          (B)

(objetivación)

metacientíficos   (C)

(interiorización)

I

 NATURALES            (El hombre busca a        Dios)

(1)

Experiencia religiosa

(Revelación natural)

(2)

Teodicea

(3)

Mística natural

NEXO

 

SIGNOS DE CREDIBILIDAD

 

Señales personales de la presencia salvífica de Dios

Estudio científico de los signos (Teología fundamental)

Conversión milagrosa instantánea (S. Pablo. p. ej.)

II

SOBRENATUALES (Dios se autocomunica al hombre)

               (4)

         Fe teologal

(Revelación sobrenatural)

          (5)

Teología de la fe

           (6)

Mística de los dones del Espíritu Santo

1 METAHISTÓRICO

Visión beatífica (7). En su consumación escatológica deificará plenamente todo el orden natural de la creación, que no será destruída, sino transfigurada

 

 

            b.  Relaciones entre los diversos tipos de saber teológico.

 

            1. B y C son derivaciones distintas y complementarias: se relacionan y refuerzan mutuamente, como la doctrina y la piedad. Es el tema fundamental de la antropología sobrenatural en el tratado de la gracia

 

            2. I y II se relacionan (el estudio de esa relación, es, según la FR (n. 67) el cometido básico de la Teología) según las leyes -que FR, 73 llama circularidad- del nexo entre lo natural (N) y lo sobrenatural (S), propio del hombre que busca el sentido último de su vida (Cfr. FR 14, 73, 80).

            a/ El conocimiento natural de Dios (A) dispone a recibir la fe sobrenatural (B) como don gratuito a él trascendente.

            b/ Dios sale, en la revelación salvífica sobrenatural (4), al encuentro del hombre religioso (1) que lo busca. El conocimiento natural de Dios se abre al don sobrenatural de la fe teologal que salva, el cual lo asume purificándolo, perfeccionándolo y elevándolo a la comunión salvífica con el Padre por Cristo en el Espíritu, que será consumada en visión beatífica (7).

 

            3. El lugar de encuentro de ambos -su nexo- son los signos de credibilidad que vindican el carácter sobrenatural -por su origen, por su contenido y por su fin- de la Revelación, en los que Dios se manifiesta al hombre en la historia de la salvación (Israel, Cristo Iglesia), para hacerle partícipe de su intimidad trinitaria (Cfr. FR 67).

 

            4. Tanto el conocimiento natural de Dios en sus tres niveles (I-A, B, C) como aquellos signos extraordinarios (señales de la presencia salvífica de Dios) -que pueden ser captados también en los mismos tres niveles (A, B, C)-, constituyen respecto a la fe sobrenatural y sus derivaciones (5-6) preámbulos dispositivos e irrenunciables, siempre presentes en su estructura -al menos al nivel (A)- que manifiesta a la razón la credibilidad de la Revelación judeocristiana trascendente a toda inteligencia creada o creable.

 

            De este problema de la relación entre razón y fe -entre el saber natural de Dios en sus diversas formas que tienen su origen en la experiencia religiosa, y aquellos otros que se fundan sobre la fe sobrenatural en la Revelación judeocristiana- nos ocupamos en el siguiente espígrafe de esta comunicación. Creo que sólo en la perspectiva de esta distinción y nexo de los diversos tipos de saber acerca de Dios puede clarificarse la actual polémica –que evita la Encíclica- sobre el valor de la apologética de la fe fundada en un estudio racional de los preámbulos fidei -tan desarrollada en la noescolástica- que suele descalificarse con excesiva ligereza, a mi juicio, por algunos autores de orientación -por fortuna- más personalista, la misma que inspira la antropología de la “Gaudium et Spes” y tanto favorece el Magisterio de Juan Pablo II. Me parece percibir en algunas descalificaciones apresuradas de no pocos autores actuales a la Teología fundamental clásica cultivada hasta hace unos decenios, una falta de rigor en el discernimiento de esa diversidad de –para decirlo con J. Maritain- grados de saber teológico, en su típica distinción, cuya mutua complementariedad en la vida de fe, puede percibirse a lo largo de las varíadísimas vicisitudes en la fenomenología concreta (sin apriorismos) de la existencia creyente -en su origen, crecimiento, debilitamiento y posible pérdida y recuperación-, que atestigua la experiencia. Veámoslo

 

 

            IV. SOBRE LA ACTUAL PROBLEMÁTICA ACERCA DEL OBJETO Y MÉTODO DE LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL.

 

            El contenido de la teología fundamental, como disciplina teológica, es la revelación de Dios a la humanidad aceptada por la fe (Dogmática fundamental) en tanto que creíble a la razón inquiriente del hombre naturalmente religioso -que busca el sentido último de su vida-, cuando percibe signos inequívocos de “la presencia salvífica de Dios” en la historia humana (Apologética, ciencia de la credibilidad de la Palabra revelada)[14].

 

            Como decíamos, a la divina revelación sobrenatural judeo-cristiana el hombre responde por la fe teologal. Ahora bien: si todo es fe, no hay fe.

 

                "El significado de la fe es participar en el conocimiento de alguien que sabe. Por tanto, si no hay nadie que vea y que sepa, no puede haber con razón nadie que crea. Le fe no se puede legitimizar ella misma sino sólo en virtud de que exista alguien que conozca por sí mismo aquello que hay que creer y de que haya algún enlace con ese alguien. Si al hombre le está impedido conquistar con sus fuerzas naturales un saber, de la índole que sea, acerca de que Dios existe, que es la misma verdad, que nos ha hablado efectivamente, y de lo que dice y significa ese hablar divino, entonces es igualmente imposible la fe en la revelación como un acto humano. Si todo ha de ser fe, entonces no hay fe alguna. Exactamente esto es lo que nos dice la antigua doctrina de los preambula fidei; los presupuestos de la fe no son una parte de lo qeu el creyente cree; pertenecen, más bien, a aquello que él sabe o, por lo menos, tiene que poder saberlo. Por ejemplo: la credibilidad de aquel a quien se cree no puede tener que ser creída a su vez. Es preciso que se la pueda conocer; saber que es digno de la fe"[15].

 

            Para poder creer en la Revelación, necesito poder saber que Dios existe (y todos lo pueden saber, al menos, al nivel de la experiencia religiosa, del conocimiento metafísico espontáneo y precientífico que lo hace posible: no todos son filósofos expertos en teodicea, ni genios religiosos especialmente dotados para la mística, como ciertos gurús o determinados grandes santos del cristianismo), y concebirlo de modo tal que sea posible ese diálogo interpersonal en que consiste el acontecimiento sobrenatural de la revelación.

            Necesito también “poder saber” y comprobar -para “poder creer” razonablemente-, la credibilidad -el carácter fideligno- del testimonio judeocristiano, en su historia, por los signos extraordinarios -en tanto que no explicables por la experiencia habitual- que atestiguan en él la presencia salvífica de Dios, y sobre todo su presencia actual en la Iglesia, signo eficaz de que Dios Padre sale a mi encuentro, en la fraternidad en Jesucristo, de creyentes en El, por la fuerza operativa del Espíritu. Los motivos de credibilidad son necesarios, para fundamentar el acto de fe, puerta de la vida sobrenatural que se consumará -tales como los milagros y profecías-en la visión beatificante de la Jerusalén celestial[16].

            Urge reivindicar la capacidad de la razón -no otra es la intención de la encíclica que comentamos- para discernir los signos de credibilidad de la Revelación histórica de Dios en Jesucristo presente en su Iglesia. Ahora bie, la mayor parte no tienen la oportunidad o la capacidad de acceder a una exposición científica de argumentos históricos de los milagros y profecías que la hacen creíble (porque prueban racionalmente su origen divino, disponiendo a creer). También aquí nos encontramos -originariamente- con un tipo de conocimiento no “nocional”, sino por “inclinación”, parecido al modo de llegar a la convicción de la noticia originaria de Dios precientífica o de alcanzar la comprensión del otro, que es un conocimiento por connaturalidad.

            La convicción de que Dios se revela y sale al encuentro del hombre, será originariamente -y en la mayoría de los casos, quizá exclusivamente- también del tipo de conocimiento por connaturalidad (que estudiamos detenidamente en otro lugar): el descubrimiento de su presencia salvífica a través de unos signos extraordinarios -inexplicables por el juego de factores explicativos intramundanos propios de la experiencia ordinaria-, que responden más allá de toda expectativa y aspiración, a los interrogantes de quien buscaba el sentido último de su vida; pero en continuidad con ellas. Los signos que vehiculan esa presencia se experimentan originariamente como dirigidos personalmente a cada uno de los hombres sugún sus características irreductiblemente personales (lo que para uno es claramente signo trascendente a la experiencia ordinaria de Dios que le sale al encuentro invitándole a creer, podría ser irrelevante para otro)[17]. Aquellos signos son originariamente antes que demostraciones científicas, señales de una presencia captada por la razón humana, por espontánea connaturalidad (Cfr. FR, 24 y 30) con una actitud personal, de inteligencia atenta y buena voluntad: (voluntad de verdad, que requiere en ocasiones no poco coraje).

            Los signos de la presencia salvífica personal de Dios que sale al encuentro de hombre, se captan, pues, con el mismo tipo de conocimiento que permite acceder a la libre manifestación de una intimidad personal, que no se logra por un frío análisis racional ni por demostración silogística, sino por aquella inefable comprensión propia de la connaturalidad en el amor (A), de mayor alcance noético[18] y fuerza de la convicción que el estudio científico de las argumentaciones de la Teología fundamental pudiera lograr. Este último debiera ser su connatural derivación con vistas a reafirmar -hacer más firme- el fundamento racional que hace creíble en fe, justificándola así ante las posibles objeciones de la "ciencia de falso nombre" y disponiéndola al homenaje del entendimiento y la voluntad a la Revelación, en que ella consiste, de un modo más reflexivo.

            En ocasiones, el encuentro con Dios en Jesucristo, acontece de modo extraordinario; por una irrupción señorial del Espíritu que provoca una conversión instantánea (piénsese en el encuentro de Damasco en el que Saulo pasó a ser en un segundo “Pablo”, preparándole a ser el apóstol de los gentiles, “vaso de elección “en la presciencia divina”, y “segregado para tal destinación “ab aeterno” desde el seno de su madre” (Gal 1, 15) en el proceso histórico de su vocación divina). En este caso los signos de credibilidad vehiculan una experiencia de orden místico sobrenatural, supraconsciente y metacientífica y -aunque captados como tales por la razón natural- participan de su inefabilidad. La convicción de haber sido visitado por el Dios vivo, de orden sobrenatural, asume, perfeccionandola, la certeza propia del saber natural de su credibilidad; la cual -a su vez- justifica aquélla ante el cuestionamiento posible de la razón que pudiera sobrevenir más tarde, acerca de su origen divino, apoyándose en el recuerdo de la experiencia -inexplicable por factores de explicación intramundanos-  del "hecho extraordinario". (Así denominó su propia conversión el hasta entonces agnóstico Manuel García Morente)[19].

            Sólo en ese sentido cabe entender la afirmación del Cardenal Ratzinger:

 

                "soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo neoescolástico, [y por ende y con mayor motivo aún, la escolástica] que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional los praeambula fidei"[20].

 

            Se refiere, sin duda, a la necesidad de poner el acento en la convicción originaria precientífica -o, de orden místico o metacientífico- de la credibilidad del testigo, que ordinariamente no adviene por el estudio de tratados científicos clásicos de Teología fundamental, sino por connaturalidad con una actitud religiosa de inteligencia abierta con voluntad de verdad, receptiva a las activaciones de la gracia de Cristo que alcanzan, de una u otra forma, a todos los hombres.

            Aquel saber racional científico no está al alcance de la mayoría. Exigirlo sería abusivo y denotaría una gnoseología "racionalista" poco acorde con los hechos. De ninguna manera deben interpretarse esas palabras, como si fuera inalcanzable o inútil la pura certeza racional de los preambula fidei que vehicula el encuentro sobrenatural con Dios propio de la fe. La gracia -que a todos se ofrece, si es libremente acogida- no suple el ver poco, sino que permite ver mejor a la inteligencia natural, pues la purifica y la potencia en su propio dinamismo natural.

            La función de la Teología fundamental en su concepción clásica –tenía razón la neoescolástica en insistir tanto en este punto- es, pues, reafirmar con razones comunicables universalmente -"científicamemte"- válidas lo razonable de la decisión de creer. Pero ordinariamente –habrá que puntualizar atendiendo las instancias del actual personalismo, que tanto favorece, acertadamente, la Gaudium et Spes y el riquísimo magisterio de Juan Pablo II- sus argumentaciones reafirman una previa convicción racional -a la que no son ajenas las activaciones sobrenaturales de la gracia de Cristo, que respetan, activándolo y purificando, su propio dinamismo natural-, de orden “precientífico” (FR, 24 y 30) -que está apoyada racionalmente en señales percibidas como una llamada personal a creer- o de orden, quizá, “metacientífico” -si se trata de una conversión instantánea vivida como gracia mística extraordinaria-. Pero si tanto ésta (A) como aquélla (C) tienen la ventaja de lo vivencial, son ordinariamente incomunicables y quizá escandalosas para quién no ha tenido una experiencia semejante. De ahí el gran valor de la llamada “demostratio christiana et catholica” de la teología fundamental clásica.

            Por eso de ninguna manera deben interpretarse esas palabras de Ratzinger -doy por supuesto que no es esa su intención- como si fuera inalcanzable o inútil, la pura certeza racional de los preambula fidei- (aunque hayan concurrido en su logro divinas activaciones sobrenaturales, que a todos alcanzan). ¿No equivaldría esto a afirmar que el conocimiento metafísico es imposible? ¿Y no es éste precisamente el postulado kantiano que el Card. Ratzinger ha criticado con tanto énfasis, en éste como en tantos otros escritos? No es esta, por cierto, la enseñanza de la “Fides et ratio”.

            La iglesia ha enseñado y defendido durante dos mil años la posibilidad de justificar racionalmente el acto de fe, comenzado por su divino Fundador, que apela a la razón (Jn 10, 37-38: "si no queréis creerme a Mi, creed a mis obras"), siguiendo por los Apóstoles (cfr. I Pedr. 3,15; Rom. 12,1, etc.), los Apologistas, que defendieron la credibilidad del Cristianismo con argumentos de pura razón, y los Padres de la Iglesia (San Agustín: ratio antecedit fidem, "la razón precede a la fe"), hasta llegar al Concilio Vaticano I ("la recta razón demuestra los fundamentos de la fe", Denz, 1799) y Pío XII, quién en vísperas del Vaticano II, contra los que negaban el carácter racional de la "credibilidad" de la fe cristiana (Humani Generis, Denz. 2319), ratifica que "se puede probar con certeza el origen divino de la religión cristiana con la sola la luz natural de la razón". (Todas estas citas aparecen a lo largo de la Encíclica FR). Está, pues, fuera de duda para un católico que la credibilidad de la Revelación se prueba con argumentos de pura razón (aunque a nadie faltan, por supuesto, las divinas activaciones de la gracia que alcanzan a todos los hombres -desde las puertas del paraíso hasta el fin de la historia- que tanto facilitan y encauzan el ejercicio de la razón en su propio dinamismo natural). Es una verdad de fe que no puede menos de confirmar Juan Pablo II en este documento. “La razón es llamada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente propedeútica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía” (FR, 67. Donde cita la Carta de Juan Pablo II a los participantes en el Congreso internacional de Teología fundamental a 125 años de la “Dei Filius”, 30-IX-1995).

            En este conocimiento -previo a la fe- que discierne los signos del origen divino de aquella Revelación sobrenatural, se establece el nexo entre los dos triples accesos a Dios (los originarios y sus correlativas complementarias y connaturales derivaciones, de carácter respectivamente natural y sobrenatural). Es, en definitiva, el ejercicio de la razón, en virtud de su óntica apertura a lo sobrenatural -“potencia obediencial (así llamada por la tradición teológica)-, el que nos pone en el umbral del encuentro con Jesucristo en la fe. Es él el que  dispone a recibir el don salvífico de la Revelación en Jesucristo aceptada en el don infuso de la fe -aunque se den simultáneamente, no pocas veces, en el tiempo-, cuya consumación será -en el que perseverare hasta el fin en una vida de fe (llamada a un crecimiento incesante de piedad y doctrina, mediante la contemplación mística y el estudio de la auténtica teología que conducen a la progresiva identificación con Cristo)-, la plenitud de la filiación divina en la Jerusalén celestial, que sigue a la visión beatífica y –de modo plenario- a la escatológica glorificación del cuerpo en un universo transfigurado, en el que “Dios será todo en todos”. A esa plenitud beatificante nos encamina la fe teologal "que obra por la caridad" (Gal. 3,14) como primicias del Espíritu que conduce a la plenitud del Reino consumado:"sin otra luz ni guía, que sólo la que en mi corazón ardía"[21].



[1] Citada aquí FR.

[2] La bibliografía sobre el tema -que parece haber desplazado el inte´resy difusión expresiva a la teología de la liberación y al ecumenismo, es muy cipiosa. Una buena orientación sobre ella ofrecen los estuidos de J. MORALES, cits, en nota 4. Cfr. F. OCÁRIZ, A. BLANCO, Revelación, Fe y Credibilidad. Curso de Teología fundamental. Madrid, 1998, 272 ss. A. Von BALTHASAR (Cfr. P. Ej. Su Teología de la Historia). Insiste con frecuencia en su escritos en que es utópico hablar de una religión universal abstracta igualmente salvífica en sus diversas manifestaciones. Cristo -y la Iglesia, que es su pleroma- es “el uinveral concreto y personal” que irradia salvíficamente en etodas ellas. Si no perdemos la fe en el misterio de la Encarnación histórica del Logos -religándola a mito, o a una de tantas manifestaciones del Absoluto, como proponen Hick, Kittner o Paniker, por ejemplo. “Cristo es personalmente el todo en el fragmento”, la revelación y dispensación salvífica total del Padre por el Verbo en el Espíritu en la historia. Una recta metafísica que supera el subjetivismo Kantiano y el postivismo permite el acceso a ese Misterio fundamental.

[3] JUAN PABLO II, Tertio milenio adveniente (1994) n.6.

[4] El documento de la CTI sobre “Cristianismo y religiones” de 1996 –uno de los temas más imporantes de nuestra época (cfr. Los estudios sobre él de J. MORALES en “Scripta Theologica” 1998)- en los que muestra la insuficiencia del modelo teocéntrico pluralista (Hick, Kittner, Paniker) que niega la única mediación de Jesucristo, que sería una revelación divina entre otras presentes en otras tradiciones religiosas. Pero la encarnación del Logos constituye a Jesús en el único mediador que asume -incluye- cuanto de bueno se encuentra en el hombre religioso y sus manifestaciones en las diversas religiones, cuyos miembros se haceb invisiblemente presentes en su Iglesia, sacramento universal y arca de salvación, cuya irradiación salvífica alcanza a todos los hombres de buena voluntad cualquiera que sea la institución religiosa a la que pertenezca o quizá a ninguna.

[5] Cfr.. J. FERRER ARELLANO, Las dos manos del Padre,  en “Annales Theologicae” 1999, fasc. 1. La Encarnación no es más que la forma suprema de esa condescendencia de Dios que se autocomunica progresivamente al hombre caído. En cierto modo -como dice J. Danielou- el Antiguo Testamento representa ya la Encarnación antes de la Encarnación. Cfr. J. DANIELOU, En torno al misterio de Cristo, Madrid 1965 c.3., 70 ss, donde estudia la más antigua tradición desde S. Ireneo. Un eco de ella se encuentra en PASCAL que sitúa a Cristo en el centro de la historia, sin que haya quiebra entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. “Jésus-Christ, que les deux Testaments regardent, l'Ancien comme son attente, le Nouveau comme son modèle, tous deux comme leur centre”. (Pensée 740). Muestra agudamente, con su vigoroso estilo, como un mismo movimiento atraviesa toda la historia: de Abrahan a Jesucristo, y de Jesucristo hasta el final de los tiempos, que sólo se descubre en el clarooscuro de la fe, don del Espíritu. El Antiguo Testamento "est fait pour aveugler les uns et éclairer les autres” (Pensée 675). “Sont nos énnemis les admirables témoins de la vérité de ces propheties, oú leur misère et leur aveuglement même est prédit” (Pensée 737). Es la gran fuerza del argumento profético que -como hace notar Pascal, siguiendo a S. Agustín- (Pensée 693) es exclusivo del cristianismo.

[6] En otro lugar (Filosofía de la religión, cit.) he distinguido las seis diversas formas de la negación de Dios y el porqué de su encubrimiento en quienes se profesan agnósticos y ateos, en sus causas y en su trágica conexión. El ateísmo -si es verdaderamente tal- es antinatural, porque tiene su raíz en un no uso o abuso de la inteligencia (in-sensata) por una desatención culpable -y como tal, voluntaria, si es verdaderamente tal, y no mera teología negativa- que impide, al violentarla el connatural dinamismo de su ejercio -radicado en su apertura religada-, el acceso a la noticia que el Creador ha dejado de Sí en la obra de sus manos (revelación natural), que implica, de hecho, un rechazo de las divinas activaciones de la gracia de Cristo "que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". Es antinatural, pues la negación de Dios implica la negación del hombre, de su propia identidad .

[7] Expongo aquí brevemente este tema, que he desarrollado en otros escritos, valiéndome de una breve glosa del cuadro esquemático del acceso noético a Dios que inmediatamente propongo.

                (Prescindo ahora de las características peculiares del conocimiento humano de Jesucristo acerca de su Divinidad y su misión salvífica en tanto que viador, que -como verdadero hombre- asume los modos humanos de saber acerca de Dios, pero trascendidos -en tanto que no mero hombre por razón de la unión hipostática- a un nivel único trascendente a sus hermanos los hombres, que vino a recapitular como nuevo Adán, Cabeza de la humanidad. Lo he expuesto en varios estudios publicados, respectivamente en la Actas (1997) del Simposio Int. de Teol. de la Univ. de Navarra, y del Congreso de Barcelona de la SITA del mismo año).

[8] La experiencia religiosa expresada en las diversas religiones se funda en la noticia originaria de Dios –que he estudiado detenidamente en el libro Metafísica de la relación y de la alteridad, Pamplona 1998- por connaturalidad con aquellas disposiciones subjetivas que le son convenientes y adecuadas -condicionadas por el influjo ambiental de la cultura propia del medio habitual de convivencia-, que emerge de la natural metafísica del espíritu humano prendida en uso espontáneo de la inteligencia. En otro lugar he estudiado el msimo tema en la perspectiva del "problema filosófico de la historia de las religiones" (como han hecho, entre otros autores que he tenido especialmente en cuenta en mi exposición, MIRCEA ELIADE, R. OTTO, VAN DER LEEUW, C. J. DANIELOU, M. GUERRA, F. KOENING y -con acierto poco común y superior a cuantos conozco-, X. ZUBIRI). Cfr. J. FERRER ARELLANO, Filosofía de la religión, (Cristianismo y religiones). Pamplona 1999.

[9] A ambos saberes originarios se refiere la Encíclica (el I) en FR, 4 y al (4) en FR 13.

[10] A estos cuatro tipos de saber teológico hace referencia la Encíclica: el (2) en FR, 19; el (2) en FR, 64 a 68; el (4) en FR, 72; y el (6) en FR, 44 y 108.

[11] Henri de LUBAC, Mística e mistero cristiano, Milano 1979 (Cap. 3, sobre "misticismos no cristianos", 119-141). Observa que detrás del nirvana está presente en ocasiones un tremendo poder volitivo, pues "la nada" constituye un estado de superconciencia definida como un hallazgo de la unidad del sujeto y del objeto. Cf. T. MERTON, "Conocimiento e inocencia", El Zen y los pájaros del deseo, Barcelona 1972. Cf. también, ibid, "El nirvana", 103-113.

[12] Sobre la eclesialidad como característica necesaria de la fe cristiana. Cfr. CEC 687-688 y 166-169, y F. OCÁRIZ, A. BLANCO, o. c. 272 ss.

[13] Una excelente introducción, tan breve como profunda, a la vida contemplativa, puede verse en Beato Josemaría ESCRIVÁ, homilía "hacia la santidad", en Amigos de Dios, Madrid (numerosas ediciones en todas las lenguas).

                La experiencia mística cristiana, propia de la contemplación infusa del misterio de Dios propia de la fe ilustrada por la actuación de los dones del Espíritu, no debe confundirse con la llamada “mística profética” o -en general- con los dones carismáticos que el Espíritu Santo distribuye entre los fieles de cualquier condición, “a cada uno según quiere”, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: “A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu Santo para común utilidad” (1 Cor 12, 7). Estos carismas, tanto extraordinarios, como los más comunes y ordinarios deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque sin muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. El juicio de autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (Cf 1 Ts 5, 12). (Cfr. LG 12). Los dones proféticos, por ejemplo, están dirigidos a despertar de forma siempre nueva la acogida del misterio de Cristo en la Iglesia según las necesidades de los tiempos. El Espíritu Santo -no sin un preciso designio del amor de Padre- pone, en cada época, de relieve, ilumina, y opera, un aspecto particular del inagotable misterio de Cristo. Aquel aspecto que, en la lógica del designio providencial que guía la historia, es respuesta sobreabundante a la pregunta de una determinada situación histórica: una pregunta que a fin de cuentas es suscitada por el mismo Espíritu, conduciendo a un buen fin los extravíos de los hombres.

                Estos dones carismáticos no se ordenan directamente a la propia santificación o a la plenitud de unión con Dios de la que brota la experiencia mística -a todos ofrecida como posibilidad con la gracia de las virtudes y dones (“gratia gratum faciens”) que se infunden en los sacramentos de iniciación cristiana-, sino a la santificación de los demás. Son las llamadas gracias “gratis datae”, inesenciales para conquistar la plenitud de la vida cristiana; aunque contribuyen, de hecho, a la santificación de quien las recibe si hace un buen uso de ellas. Los carismas son concreciones de la misión genérica propia de todo cristiano, al culto o glorificación de dios y a contribuir a la dilatación de su reino, a la que capacitan y obligan los caracteres sacramentales indelebles que pueden quedar inactivos o ser mal ejercidos. (A diferencia de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo de los que, como escribe S. Agustín “recte vivitur  et nemo male utitur” (De libero arbitrio, II, 18 y 19). Por eso no son “hábitos” buenos, sino “poderes” de mediación, otra especie de cualidad, que pueden ser deficientemente ejercitados y contribuir a la perdición de quien los recibe. Así lo mostró S. Agustín en la controversia donatista). Cfr. R. PELLITERO, Unidad y diversidad de la Iglesia. Los carismas. Ponencia al Simposio de Teología de la Universidad de Navarra, 1998 (Actas de inmediata publicación).

[14] Cfr. OCÁRIZ A. BLANCO, o. C., 15. Juan Pablo II dice en “Pastores dabo vobis” (25-III-1992, n. 54) que la teología fundamental “tiene por objeto el hecho de la revelación cristiana y su transmisión en la Iglesia”.

                En la encíclica FR se subraya una y otra vez que hay una correlatividad y como circulación entre Revelación, credibilidad y fe (Cfr. n. 67). La fe permite acceder a la trascendencia sobrenatural de su objeto, la Revelación. Pero la credibilidad de esta, a su vez, dispone, preparando el camino, al encuentro salvífico de la fe, justificándola como una decisión plenamente razonable y no sólo digna del hombre, sino postulada por su dignidad personal abierta al misterio del ser. Sobre ese tema ofrece interesantes observaciones C. IZQUIERDO, Teología fundamental, Pamplona 1998 (el mejor manual, a mi juicio, de los últimamente publicados).

[15] Cf. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1981, 327.

[16] El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos "a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos". Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación" (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf Mc 16, 20; Hch 2, 4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad "son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", "motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu" (Cc. Vaticano I: DS 3008-3010).

[17] Las numerosas obras muy difundidas de Luigi GIUSANI, publicadas en español por Ediciones Encuentro, desarrollan vigorosamente esa idea de fondo, fundamental para la apología de la fe, y disponen al encuentro liberador con Cristo en la experiencia de comunión fraterna, signo de su presencia en la Iglesia.

[18] "El amor es sapientísimo", y hace posible un verdadero conocimiento "por modo de inclinación" de quien tiene "los ojos dilatados por el amor", como solía repetir Monseñor Alvaro del PORTILLO, haciéndose eco de las enseñanzas del Beato JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Sobre el tema he escrito ampliamente en mi Filosofía de la religión, cit.

                "Por supuesto, en ninguna parte está escrito que esta cognitio naturalis tenga que ser lograda siempre, o primariamente, en la forma del pensamiento racional, mediante conclusiones. La credibilidad, por ejemplo, es una cualidad de la persona, que en consecuencia, sólo es conocida en la forma en que se produce, en otros aspectos, el conocimiento de una persona. Naturalmente, el pensamiento que argumenta silogísticamente no tiene demasiadas posibilidades en este campo. Si nosotros dirijimos la mirada a un hombre, hay de una parte la posibilidad de un conocimiento tan rápido, penetrante e inmediato como extraño a cualquier comprobación. Pero no se trata de una simple impresión, sino de un verdadero conocimiento, es decir, producido en el encuentro con la realidad. Se ha podido decir (Jean MOUROUX, Je Crois en toi, que siempre que alguien se propone defender la fe frente a los argumentos del racionalismo, tiene, quizá, antes de ocuparse de dichos argumentos, que plantear la cuestión siguiente: ¿Cómo conocemos a una persona?" (J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, 329)

[19] Los motivos de credibilidad, y entre ellos, los signos divinos, los milagros, las profecías, no deben ser rechazados ni menospreciados; pero Dios no quiere que estos signos, se conviertan en el "motivo formal" de nuestra adhesión de fe. Dios no puede desear que nuestra fe sea medida por el conocimiento racional y humano que tengamos de estos signos, puesto que entonces nuestra fe, apoyándose directa y esencialmente sobre el conocimiento humano y experimental de tales signos, sería una fe humana y constituiría la prolongación inmediata de nuestro juicio personal y como su conclusión o consecuencia normal. Este es el caso de la fe adquirida por los demonios. Ya no es una fe infusa y divina cuyo motivo propio no puede ser otro que la palabra misma de Dios: la fe divina debe ser medida directa y formalmente por la misma palabra divina en tanto que nos ha sido revelada.

                Aunque no es necesario que estos razonamientos se den explícitamente en cada uno de los que se disponen a creer, de alguna manera siempre se dan, aunque sea en la forma imprecisa de la mera confianza humana en la sabiduría y buena voluntad de quien nos enseña la fe. Son -como dice J. PIEPER (Ibid)- antes que principios generales de demostración, signos personales que arguyen una presencia: "el dedo de Dios está aquí". La Encíclica recomienda la orientación personalista –ya propuesta en la Gaudium et Spes” y ominipresente en el Magisterio de Juan Pablo II- en la metafísica clásica del ser. “La metafísica no se ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexiónmetafísica” (FR 83).

                En cualquier caso, esos signos (razones) sólo disponen para recibir la fe, pues en el momento de asentir a una verdad sobrenatural hace falta una ayuda especial, una elevación al plano sobrenatural, que es la que realiza Dios en el intelecto del hombre mediante la virtud sobrenatural de la fe.

[20] J. RATZINGER, Situación actual de la fe y la teología, conferencia a los presidentes de comisiones episcopales de Iberoamérica, en "Observatore Romano" ed, esp,. I-XI-1996, que ha tenido una extraordinaria difusión y eco.

[21] SAN JUAN DE LA CRUZ, La noche oscura, estrofa 2. La vida mística no es otra cosa que “el Reino dentro de mí” (Lc 17, 21); la vida eterna ya comenzada por los dones del Espíritu Santo, que -con la caridad- permanecerán en el cielo (Cfr. Jean Miguel GARRIGUES, prólogo a la reciente reedición de la trad. de Raísa Maritain del clásico -y excelente- tratado de JUAN DE STO. TOMÁS, Sobre los dones del Espíritu Santo, París 1997.

                "Gratia, incoatio gloriae" (sperandarum rerum sustantiae He, 11,1). "Gloria, consumatio gratiae". En sustancia, son la misma realidad: el misterio de "la vida eterna" participada de Dios en Cristo por obra del Espíritu Santo. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, único Dios verdadero, y a su envíado, Jesucristo" (Jn 17,3) Ahora, por la luminosa oscuridad de la fe. En su consumación escatológica, en la claridad radiante de la visión. La fe es luz que Dios nos infunde para alcanzar la vida eterna, que nos capacita para conocer íntimamente a Dios, para reconocer la voz del Buen Pastor de nuestras almas y poder seguir sus mandatos (Jn 10, 4).

                En la fe concurren, pues, una gran luz y una cierta oscuridad: la luz de poseer una gran verdad, que puede llenar nuestra inteligencia y orientar nuestra vida; la oscuridad de no ver claramente aún esa verdad, porque en la tierra aún no vemos a Dios cara a cara. Pero, como observa justamente el Beato Josemaría Escrivá: "Se equivocan lamentablemente los que subrayan tanto la oscuridad de la fe, la inevidencia intrínseca de la verdad revelada y sobrenatural; se equivocan porque la fe es, sobre todo, luz; fuera de la luz de la fe, están las tinieblas, la oscuridad natural ante la verdad sobrenatural y la oscuridad infranatural que es consecuencia del pecado". (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, 1967,33. "Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la oscuridad... esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con un luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del Amor de Dios" (Es Cristo que pasa, 142, 144).

                Cf. J. FERRER ARELLANO, La doble misión del Verbo y del Espíritu como “Incarnatio in fieri”, en “Ephemerides Mariologicae” 48 (1998)m 405-478.