EL SACRIFICIO

EN LA

IGLESIA*

"Estote autem invicem benigni, misericordes, donantes invicem sicut et Deus in Christo donavit nobis. Estote imitatores Dei, sicut filii carissimi, et ambulate in dilectione sicut Christus dilexit nos et tradidit semetipsum pro nobis oblationem et hostiam Deo in odorem suavitatis" (Ef 4, 32 – 5,1-2).

 

"Sed por el contrario unos con otros benignos, misericordiosos, perdonándoos mutuamente al modo como también Dios en Cristo nos perdonó. Sed imitadores de Dios, como hijos queridísimos, y andad en el amor como Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros en oblación y víctima a Dios de agradable olor".

 

Sumario:

I. Sentido y limitaciones del sacrificio humano.

II. El sacrificio de Cristo.

III. El sacrificio en la Iglesia.

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

*El presente escrito publica, con ciertas modificaciones y ampliaciones, el texto de la conferencia pronunciada con ese mismo título en la conmemoración del Centenario de la Fundación de la Adoración Nocturna en la Diócesis de Málaga, el 7 de junio de 1983.

 

 

 

 

             I.  SENTIDO Y LIMITACIONES DEL SACRIFICIO HUMANO

 

«Sacrificio» es una palabra que reúne en sí dos raíces latinas: una que proviene del adjetivo sacer-cra-crum y otra que deriva del verbo facio-is-ere-feci-factum. Unidas ambas raíces, dan lugar a un término cuyo significado viene a ser el siguiente: operación u obra humana por la que algo es hecho sagrado. Se llama «sagrado» a aquello que ha sido separado o reservado para el ser trascendente, es decir, para Dios. Por tanto, «sacrificio» designa aquella actividad humana mediante la cual algo es separado o reservado para la divinidad.

 

De este somero análisis terminológico se deduce que el sacrificio es una actividad humana por la que se intenta entrar en relación con Dios, pero de una forma peculiar, a saber: ofreciéndole un don o regalo. Todo sacrificio es, pues, una actividad donal, no productiva, por la que se otorga a la divinidad un bien.

 

Es fácil descubrir que, entendido así, el sacrificio es un modo profundamente humano de reconocer la trascendencia de la divinidad y de relacionarse con ella, solicitando y agradeciendo favores y pidiendo perdón por las culpas. Sin embargo, ni todos los hombres han hecho sacrificios ni los que los han hecho lo entendieron en el sentido antes expresado. Por ejemplo, entre los cuatro modos de sabiduría humana más extendidos y conocidos, los modos de sabiduría mágico, mítico, budista y técnico, se puede afirmar que únicamente el modo mítico ha adoptado y desarrollado como un elemento básico de su comunicación con la divinidad el sacrificio. Para no dar lugar al equívoco, he de advertir que, contra lo que suele entenderse en el uso cotidiano, la palabra «mito» no tiene en mi intención un sentido despectivo, sino que denomina a una de las formas más hondas y serias del pensamiento humano, a una forma de sabiduría.

 

Pues bien, el sacrificio, lo mismo que ciertas formas de oración, encontró, como digo, un cierto desarrollo dentro del área del pensar mítico y es entendido por éste como una relación con las divinidades inteligentes sobre la base de la idea de justicia. Para este modo de pensamiento, existen unos seres inteligentes dotados de poderes sobrehumanos (los dioses) cuyas acciones explican y dan sentido a los acontecimientos de la vida, y cuyo agrado o ira, justos, debemos suscitar o aplacar, respectivamente, mediante los sacrificios. Sin embargo, en las religiones de tipo mítico el sacrificio degenera, en general y de suyo, en superstición, es decir en un medio para intentar la manipulación a nuestro antojo de la voluntad de los dioses.

 

Si se dejan a un lado los cuatro fines (adoración, acción de gracias, impetración y expiación) del sacrificio, su característica más notable es la de que siendo un ofrecimiento o don lleva consigo, no obstante, una pérdida o gasto. Dicho de otro modo: el sacrificio es un tipo peculiar de donación, a saber, aquella donación en la que el donante pierde algo suyo. Esto es sorprendente y peculiar, porque la noción misma de don o regalo parece chocar con lo dicho. Explicaré con más detalle esta peculiaridad del sacrificio.

 

Por don, obsequio o regalo se entiende, según el uso normal, el otorgamiento de un bien propio que sobra a quien lo hace y no es necesitado por quien lo recibe. No puede decirse con verdad, por ejemplo, que dar de comer a un hambriento sea un regalo o don; pero tampoco se puede decir que lo sea, propiamente, el dar lo que uno mismo necesita a quien ya lo tiene. En el primer caso, no se puede hablar de don, porque es obligación del que tiene dar a quien lo necesita; en el segundo, porque dar lo que es necesario para quien lo da y dárselo a quien no lo necesita es más un autodespojo que un don, y no es aceptable razonablemente ni hacer ni recibir semejante expoliación. En consecuencia, toda donación o regalo debe estar exenta de necesidad u obligación tanto por parte de quien la recibe como por parte de quien la efectúa; con otras palabras: toda donación tiene como propiedades inherentes el exceso o sobra y la gratuidad.

 

En el orden de lo meramente humano son dones, por ejemplo, la trasmisión de la vida y la comunicación de las ideas. Cuando dos seres humanos comunican la vida a otro no pierden nada, ganan un hijo. Es verdad que la madre tiene cierto gasto o deterioro como madre (de calcio, verbi gratia), pero eso ocurre después de engendrado el hijo, tiene por tanto que ver con el embarazo, no con la procreación, y menos aún con el sentido humano de la procreación, que no es puramente corporal, sino personal[1]. En cuanto a la comunicación de las ideas, es fácil darse cuenta de que quien ofrece a los demás su pensamiento, no lo pierde por ello, sino que incluso lo puede esclarecer y perfeccionar al hacerlo. Mucho más aún acontece eso en el orden de lo sobrenatural: dar testimonio a los demás de la propia fe no significa perderla, sino fortalecerla y avalorarla. No digamos en Dios: Dios es el ser que lo da todo sin perder nada. Dar el ser a las criaturas no implica para Él dejar de ser. Mandar a su Hijo al mundo, no quiere decir perderlo, sino salvar al mundo. Enviarnos a su Espíritu, no significa que se quede sin Él, sino que nos concede iniciativa en su intimidad. Y en cada uno de estos dones Dios mismo gana algo que no necesita, pero que tiene el carácter de don u obsequio: distintos grados de doxa o gloria.

 

De todo lo dicho se desprende que cuando el don es puro, dar no lleva consigo pérdida, gasto o disminución, sino incremento y ganancia puros. En pocas palabras: la noción de don no implica la noción de pérdida.

 

En cambio, la noción de sacrificio sí que implica la noción de pérdida. No hay sacrificio, si el que lo ofrece no pierde algo suyo. Hay que decir, por ello, que los sacrificios humanos son dones imperfectos, esto es, dones no gratuitos ni redundantes o excesivos, dones incongruentes y faltos de transparencia u obscuros, dones no puros.

 

Para poder entender ese rasgo opaco u obscuro de los sacrificios humanos es preciso acudir a la revelación y a la fe. Es de notar que en las Sagradas Escrituras aparece la primera alusión al sacrificio inmediatamente después del pecado original cuando Caín y Abel hacen ofrendas a Dios de los frutos de la tierra y del ganado, respectivamente. Antes del pecado original, por el contrario, no se menciona que los hombres hubieran hecho ninguna ofrenda particular a Dios. Y ello es perfectamente lógico a la vez que congruente. Adán y Eva no hacían antes del pecado ofrendas particulares a Dios porque todo su trabajo y toda su vida tenían por cometido cumplir la tarea que Dios les había encomendado, y hacían de este modo un constante y total obsequio a Dios[2]. Al ser su obsequio o don a Dios el cumplimiento de su tarea humana, no iba acompañado de pérdida alguna, ni de ningún tipo de sacrificio, pues debe recordarse que Dios les impuso como tarea crecer y multiplicarse, y guardar y cultivar la tierra; pero, además, no podía ser de otra manera, ya que Dios al crear no busca más que el bien de la criatura, y las tareas que les impone a sus criaturas son precisamente su propio crecimiento y multiplicación, así como el bien de las otras criaturas.

 

Pero desde el momento mismo en que pecaron, el trabajo y la vida de nuestros primeros padres no sólo se hicieron penosos, se hicieron sobre todo infructuosos, dando como resultado espinas y abrojos. Lo que quiere decir que el trabajo perdió su condición redundante o donal y se convirtió en una imperiosa y ruda necesidad, la necesidad de sobrevivir. Naturalmente, los hijos de Adán y Eva (Caín y Abel) sintieron como un deber ofrendar a Dios parte de sus bienes, en lo que aparece la diferencia fundamental entre don puro y sacrificio humano: éste, aunque quiera simbolizar la vida entera, es realmente un don parcial.

 

Dios es el dar total y puro, el sacrificio es un don parcial que, en el mejor de los casos, quiere y puede sólo simbolizar el don total, pero no serlo. Por tanto, el sacrificio como don parcial supone la ruptura con Dios y la pérdida de la posibilidad de una ofrenda total a Dios. Los sacrificios humanos no pueden agradar a Dios.

 

Precisamente porque es un don parcial, el sacrificio ha de realizarse mediante unas acciones especiales, distintas de las tareas humanas, y a las que siempre acompaña una pérdida. En realidad, dicha pérdida no es sino el pago que se hace a la justicia como compensación por lo que se deja de dar u otorgar a Dios, es decir, por el carácter parcial de la ofrenda. Dar a otro lo que uno mismo necesita sólo tiene sentido si con ello se intenta compensar por exceso un defecto de la propia donación.

 

 Como queda claro en las culturas de tipo mítico, el sentido predominante en los sacrificios meramente humanos es la obtención de un beneficio o la evitación de un mal futuros. Justamente la existencia de una pérdida en el sacrificio es lo que «paga» por la obtención del beneficio o por la demora del mal futuro. Hablando, pues, en propiedad, los sacrificios meramente humanos tienden a convertirse más en una transacción comercial o en un pacto entre enemigos, que en auténtico obsequio. Por eso, el sacerdocio pagano es una institución oficial, una especie de ministerio de relaciones públicas con las divinidades, que se especializa en averiguar sus intenciones y en prevenir o amansar sus iras, y que se basa en el principio del «do ut des» y en una concepción de la divinidad al modo de un poder inteligente pero arbitrario, digno sólo de ser temido.

 

En este sentido, como insinué ya antes, todos los sacrificios humanos y meramente humanos son, en principio, supersticiosos. Ciertamente, hay en ellos rasgos positivos como el reconocimiento de la divinidad, de su inteligencia, libertad, potencia y justicia; sin embargo, el modo de dicho reconocimiento no es adecuado al Dios verdadero, el cual lo da todo sin perder nada y sin recibir nada a cambio, pues no necesita de nosotros para nada. Además, un don que lleva consigo pérdida de lo necesario para el que lo hace no resulta aceptable como don o regalo para un hombre, sino sólo en la medida en que él mismo lo pueda necesitar (y, por tanto, en que no es puramente donal), pero en manera alguna lo es para Dios, cuya generosidad no tiene límites y del que está ausente cualquier necesidad. Esa inadecuación entre el sacrificio humano y el verdadero Dios es introducida por los intereses necesitantes del hombre: lo que se quiere con el sacrificio es controlar la voluntad de la divinidad para que coincida con la nuestra, porque nuestra voluntad ya no coincide con la de Dios. Por todo ello debe concluirse que los sacrificios meramente humanos no pueden agradar a Dios y ofenden positivamente su infinito amor y generosidad[3].

 

Podrá ahora preguntárseme con razón: ¿y para qué quiere Dios nuestros dones, siendo así que no los necesita para nada? Esta pregunta tan humana encierra un gran desconocimiento de Dios y de su naturaleza. Dios es tan generoso que no sólo da el ser a sus criaturas y encuentra complacencia y gloria en el mero despliegue que ellas hacen de ese ser, sino que a algunas les ha dado la facultad de poder tratar con El de forma personal, o sea, de poder hacerle obsequios. Que Dios para engrandecer a sus criaturas les otorgue la capacidad de darle algo a El, el infinito y perfecto, es un alarde inimaginable de generosidad[4]. Dios es, en cuanto que creador, la alegría pura por el bien ajeno; y eso es cuanto le podemos dar a Dios sus criaturas: la alegría de nuestro bien. Quede, pues, claro que la única razón suficiente para hacer un don o regalo puros es el gozo o redundancia por el bien y la alegría ajenos. En este orden de valores se mueven aquellas palabras del Maestro tan difíciles de entender para nosotros: "a quien tiene se le dará y abundará, al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene"[5]. Dios, que es el que más posee, es a quien más hemos de dar nosotros. La alegría de Dios en la conversión de un pecador es infinita, y su alegría consiste en complacerse en nuestro bien, en nuestra alegría, en nuestro amor. Lo mismo sucede a sus criaturas elevadas: las que más dones tienen, más pueden dar a Dios y, a su vez, reciben mayor alegría por la alegría absolutamente generosa de Dios. Eso es también el cielo: la alegría por los dones y méritos de todos los santos y ángeles, por las obras de Dios y, sobre todo, por Dios mismo. La envidia es, pues, la raíz del mal y lo más opuesto a Dios: es el infierno.

 

Esto supuesto, conviene advertir que existe una peculiar vinculación entre el sacrificio y la muerte. Que el sacrificio guarde una especial relación con la muerte es obvio, si se tiene en cuenta que, aunque no todo sacrificio sea cruento, el sacrificio por antonomasia es históricamente el que lleva consigo la efusión de sangre, o sea, la pérdida de la vida, bien se trate de una vida animal o de una vida humana; lo que, sin embargo, no es tan obvio es el sentido y el alcance de esa relación.

 

Para iluminar lo recóndito de esta relación sacrificio-muerte es conveniente volver de nuevo a la revelación. Antes del pecado la vida de Adán tenía como destino único a Dios, es decir, tenía como futuro a Dios; después del pecado el destino del hombre, su futuro, es la muerte: morte morieris[6].

 

La muerte nos acecha desde el primer instante de nuestra existencia. Es natural que, si la muerte es entendida o vivida como la posibilidad última que cierra toda otra posibilidad, nuestra actitud sea la de una constante y tensa vigilia para evitar su advenimiento. Lo peor de esta actitud, tan espontánea, es que hace de los hombres unos seres necesitados y necesitantes: necesitados de evitar o diferir la muerte, y necesitantes o incapaces de dar. En efecto, las posibilidades humanas tienen, como hemos visto, un límite, se acaban; no tenemos por tanto sobra de posibilidades, sino necesidad de más, o sea, necesidad de retrasar la muerte. Los hombres nacidos de Adán nos aferramos a las posibilidades, al tiempo, con ansiedad, porque no tenemos futuro. Esa ansiedad por tener más posibilidades es la tacañería básica que nos impide a todos los humanos hacer un don total. La muerte no es irreal y en su dilación nos empeñamos todos los descendientes de Adán con razón, pero eso hace que nuestros dones sean parciales, ya que, al faltarnos el futuro, no podemos prescindir del presente, que es nuestro dominio.

 

Vistos ahora desde la muerte, los sacrificios meramente humanos, en general, son sólo un intento de ganar tiempo, o de posponer la muerte. La pérdida que llevan consigo es sólo un mal menor, o sea, un mal que evita por el momento la pérdida mayor, la muerte. Por otro lado, la parcialidad que caracteriza a todo sacrificio, en cuanto que don, deriva del estado de postración y necesidad en que nos ha dejado la muerte: carecemos de futuro, y consecuentemente podemos entregar todo a Dios menos nuestro futuro, es decir, no podemos destinarnos a Dios, no podemos entregarnos nosotros mismos, ni siquiera –por entero– nuestro presente.

 

Creo que ahora queda manifiesto lo obscuro del sacrificio humano y, también, la razón por la que el Dios verdadero no puede aceptarlo: el sacrificio humano no ofrece a Dios la vida entera ni cumple con las tareas asignadas a Adán, o sea, con la voluntad de Dios.

 

Ese carácter intrínsecamente defectuoso de todo sacrificio humano fue lo que indujo a Tomás de Aquino a justificar la permisión e incluso el mandato de acciones sacrificiales en el Antiguo Testamento por las siguientes razones: ante todo, para evitar un mal mayor como habría sido la idolatría, pero sobre todo por ser símbolos y signos del futuro sacrificio de Cristo[7]. La única razón positiva que hace aceptable a los ojos de Dios los sacrificios humanos es, pues, la vinculación o unión de estos sacrificios al sacrificio de Cristo, o expresado de otra forma: únicamente el sacrificio de Cristo hace dignos y suficientes los sacrificios humanos[8].

 

 

 

II. EL SACRIFICIO DE CRISTO

 

El sacrificio de Cristo es el verdadero, perfecto y sumo sacrificio. Naturalmente, al referirme a este sacrificio sin par, me adentro en uno de los grandes misterios de nuestra fe, por lo que se hace imprescindible recurrir para entenderlo a la revelación. El texto bíblico que, siguiendo la línea de investigación iniciada en el apartado anterior, mejor destaca las características del sacrificio de Cristo es, a mi juicio, el del c.10, v.5-l0 de la Epístola a los Hebreos, donde se dice:

 

"Por eso, al entrar en el mundo dijo (Cristo): «Tú no quisis­te víctima ni oblación, pero tú me preparaste un cuerpo; los holocaustos por el pecado tampoco te agradaron. Entonces dije: he aquí que vengo –(como) de mí está escrito en el encabezamiento del libro­– para hacer, oh Dios, tu voluntad»...Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre".

 

Este texto nos indica que el sacrificio de Cristo comienza en el mismo instante de su encarnación, consiste en vivir sobre la tierra una obediencia constante a la voluntad del Padre, y se consuma en la muerte u oblación de su cuerpo. Abarca, por consiguiente, la vida entera de Cristo, y se ejerce no en acciones sueltas ni especiales, sino en el cumplimiento integro de la voluntad del Padre, o sea, en el cumplimiento de la misión que le ha sido asignada. Lo cual significa que el don de Cristo al Padre es total, no parcial, y que el sacrificio de Cristo nos devuelve, para empezar, la misma dignidad que tenían los dones del hombre antes del pecado de Adán, a saber: que los obsequios a Dios no sean distintos de la vida propia ni del cumplimiento de las tareas asignadas por Dios al hombre.

 

Claro es que el don de Cristo al Padre, que tiene un carácter total superior al de Adán antes del pecado, se diferencia de él en que su consumación es la muerte, es decir, en que se hace con pérdida. Precisamente por ello es un verdadero sacrificio. Pero atendamos cuidadosamente a las peculiaridades de la pérdida en el caso del sacrificio de Cristo.

 

Ante todo, ha de notarse que en el caso de Cristo esa pérdida no es una pérdida debida u obligada, como Él mismo dijo:

 

"Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi alma para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la entrego por mí mismo"[9].

 

Cristo no tenía, ni podía tener, pecado alguno, tampoco el original, por lo que su naturaleza humana ni había de morir ni ofrecía dones defectuosos y con pérdida. En consecuencia, si probó la muerte y el gasto o pérdida máximos, lo hizo por propia voluntad, no como compensación por un defecto suyo, ni como evitación de un mal mayor para sí.

 

Ahora bien, una pérdida que no es obligada ni viene a compensar un defecto suyo anterior o a evitar una pérdida futura, sino que es asumida libremente, posee sin duda una de las características esenciales del don u obsequio puro: la gratuidad. Por otro lado, si se advierte que la oblación de su cuerpo, aunque no era necesaria ni para Cristo ni para el Padre, sí lo era para nosotros, se puede entender la razonabilidad de este don con pérdida: la oblación de Cristo compensa (sobradamente) ante Dios por todos los pecados de los hombres.

 

Quisiera que quedara muy claro: no es que Dios Padre sea un Dios vengativo y sanguinario, sino que el hombre tras el pecado no puede ofrecer a Dios más que dones parciales y con gasto. Por eso el Verbo, llegándose hasta nosotros para salvarnos a partir de la situación real en que estamos, tomó en sí mismo la pérdida y, sin anularla como pérdida dentro de su propio orden, la trasformó en una ganancia absoluta de un orden superior.

 

Hay en ello una delicadísima operación de la mano de Dios, difícil de entender para nuestra tosca inteligencia. "No quiero la muerte del pecador, sino más bien que se convierta y viva"[10] es la frase bíblica que compendia el plan salvífico de Dios. Dios no quiere hacernos desaparecer y poner en nuestro lugar a otra criatura mejor y más fiel o, simplemente, sin tara hereditaria. Podría haberlo hecho, porque ya no le servíamos. Pero lo que El quiere en verdad es que el pecador se convierta. Dios no niega al pecador ni lo suprime, sino que quiere salvarlo[11]. Y por ello baja hasta nuestra situación, nos recoge, aceptando esa situación y convirtiéndola en fuente de nuevas e inauditas posibilidades.

 

En este punto se hace inevitable la referencia al inicio mismo del sacrificio de Cristo, a su encarnación. La encarnación ha sido siempre el gran escándalo de los filósofos. Ya Porfirio y ciertos neoplatónicos encontraban absurdo que Dios pudiera tomar un cuerpo. Pero es que, como sugiere una objeción recogida por Tomás de Aquino, parece sencillamente un disparate que Dios infinito se haga finito[12]. Y ciertamente es así: jamás pudo pasar por mente humana que Dios infinito se hiciera hombre[13], más aún, me atrevo a decir que tampoco pudo pasar algo semejante por inteligencia angélica alguna[14]. Pues precisamente eso que ninguna criatura pudo jamás sospechar por inconcebible lo hizo Dios en Cristo. Como es natural, al hacerse hombre la naturaleza divina no perdía ni ganaba nada, la ganancia era exclusivamente para la naturaleza humana, y por cierto una ganancia superior a cualquier otra imaginable o pensable para una criatura.

 

Pues bien, esa encarnación, máximo de los dones posibles para una criatura, aunque se hizo en una naturaleza humana perfecta, tuvo desde el primer instante la generosidad de ceder gratuitamente en su perfecto funcionamiento humano y hacerse igual a nuestra naturaleza caída en todo menos en el pecado, o sea, tuvo la generosidad de ponerse por completo en nuestra situación: dolor, esfuerzo, cansancio, angustia, tentaciones, necesidad y muerte. Es lo que se suele llamar la kenosis, por la que Cristo tomó no sólo nuestra naturaleza (la forma de siervo), sino la situación de la naturaleza caída, exceptuando el pecado. Esta cesión fue paulatina o creciente: primero lo hizo sin perder nada de su perfección de hombre, sino añadiéndole la experiencia de nuestra situación imperfecta de caídos; después, en la pasión y en la muerte, cediendo por completo y con pérdida la perfección de su cuerpo asumido en aras del amor obediente al Padre y del amor redentor hacia los hombres.

 

Gracias a la humillación voluntaria de Cristo, hizo Él suyos nuestros dones parciales, y al hacerlos suyos los convirtió en dones perfectos, aceptables a Dios. A Dios nada le podemos dar ni quitar por nosotros mismos[15], ni tan siquiera podemos devolverle lo que nos ha dado[16], pero la encarnación del Verbo lo ha hecho posible. Cristo considera, primero, como hecho a Él todo cuanto hagamos a los demás: "En verdad, en verdad os digo lo que hicisteis a los más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis...lo que no hicisteis a los más pequeños de mis hermanos, a mí no me lo hicisteis"[17], y nos manda, luego, hacer a los otros hombres lo que en principio parece reservado a Dios: si el primer mandamiento es amar a Dios, Cristo nos manda amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado[18]; y si es a Dios al único que hemos de servir[19], nos manda que nos sirvamos unos a otros, como Él lo ha hecho[20]. No se trata de substituir a Dios por el hombre, sino de que en virtud de la encarnación y muerte de Cristo lo que hagamos a los demás es aceptado por Dios Padre como hecho a su Hijo, porque su Hijo lo ha aceptado como hecho a Sí. Cristo ha creado para nosotros un dar y unas obras que son, para Él y para el Padre, regalos u obsequios personales: amar a los hombres con las obras de misericordia en el Espíritu es amarlos a Ellos. Pero en especial amar a los enemigos[21], como el Padre y Cristo nos han amado cuando todavía éramos sus enemigos, eso es amar a Dios como Dios y Cristo nos han amado. Esto nos aclara que no es sólo que Dios «considere» como hecho a Sí lo que hacemos a los hombres, sino que nos concede amar como Él mismo ama, pues su amor está en nosotros: nos ha trasmitido su dar. Toda esta increíble creación sobreelevadora ha sido hecha en la cruz, y sólo la cruz la hace asequible para nosotros.

 

Al tomar sobre sí la segunda Persona de la Santísima Trinidad el gasto y la pérdida de los dones parciales humanos transforma esa pérdida, sin aniquilarla, en la máxima ganancia y don posibles. El gasto se produce en la naturaleza humana de Cristo, no en la divina –donde no es posible que lo haya–, pero es asumido por la persona del Verbo y viene así a resultar el don máximo (o sin reserva alguna) que una naturaleza creada pueda nunca hacer a Dios: un don ofrecido por Dios Hijo a Dios Padre en la naturaleza humana que aquel ha tomado para Sí. El sacrificio de Cristo presenta también, por tanto, la otra característica esencial del don puro: el exceso o sobra.

 

Como es lógico, las consecuencias de tan desmedida generosidad desbordan los límites del defecto o pérdida que venía a subsanar. La muerte de Cristo, en efecto, repara nuestros pecados y nos devuelve las posibilidades sobrenaturales del estado original o anterior al pecado. Pero si la muerte de Cristo nos hubiera dado sólo eso, habría sido una mera pérdida compensatoria, no un verdadero y sobreabundante don. Y en verdad que lo es, ya que nos ofrece como obsequio la más inesperada e impensable de las ganancias para una criatura, la filiación divina. Por el sacrificio de Cristo el hombre caído recibe la posibilidad de ser asociado a la vida intratrinitaria, al sancta sanctorum de la divinidad, al que ninguna criatura hubiera podido jamás llegar: a poder dar al modo como Dios da, y así poder ser aceptados en el recinto trascendental de las personas divinas.

 

El efecto desbordante del sacrificio de Cristo se hace particularmente visible para nosotros en el cambio de sentido de la muerte. Como antes indiqué, desde el pecado de Adán la muerte es el horizonte obscuro que cierra la vida humana sobre la tierra, privándola de sentido y reduciéndola a pura vanidad de vanidades[22]. Pero cuando Cristo la tomó libremente sobre sí, cambió su signo y su sentido. Ese cambio lo expresa S. Pablo de modo contundente : "La muerte ha sido absorbida en la victoria ¿Dónde está muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?"[23]. Es decir: lo que constituía la gran derrota del hombre, sin ser anulado, pasa a ser nuestra victoria. En efecto, la victoria de Cristo sobre la muerte hace de ella un acto de donación perfecto. Que la muerte sea ahora un don lo certifican las últimas palabras de Jesús: "Padre en tus manos entrego mi espíritu"[24]. Estas palabras con las que Jesús muere nos indican que la muerte es una entrega donal, como sugiere el verbo «paratíthemi» en griego. Y puesto que la muerte es la pérdida de la unidad del ser humano, no cabe en ella que se den reservas, no cabe que uno se quede con algo, de manera que al morir o se entrega todo a Dios o no se le entrega nada. Los términos medios, o sea, el carácter parcial del don o del rechazo quedan radicalmente excluidos. En consecuencia, la muerte es ahora la posibilidad del don perfecto y total, más aún, la muerte se ha convertido ahora en la ocasión del más grande acto de amor posible para una criatura, como lo sugieren estas palabras del Maestro: "nadie tiene un amor mayor que el que da la vida por sus amigos"[25], palabras que indirectamente afirman que la muerte puede ser el máximo acto de amor. La victoria de Cristo, por tanto, ha hecho que aquello que impedía al hombre realizar dones totales (la muerte) resulte ahora ocasión del más perfecto de los dones al alcance de una criatura.

 

Por otro lado, la muerte era desde el pecado de Adán la posibilidad última, la posibilidad que acababa con las otras posibilidades, esto es, la posibilidad que cerraba el futuro del hombre sobre la tierra. El triunfo de la cruz la ha convertido ahora en el medio, en la puerta del futuro, y de un futuro más alto. La apertura del futuro, o eschaton, para el hombre devuelve un sentido positivo a la vida humana en este mundo y le quita el lastre que la reducía a pura vanidad. Pero, además, el futuro que se nos abre ahora es absolutamente imprevisto: es el seno del Padre, la intimidad de la vida intratrinitaria. Al darlo todo en la muerte, merced a la muerte de Cristo, nuestro dar no es ya perder, sino recibir un dar superior al de toda otra criatura, un dar como Dios da. Esta comunidad con la vida divina, que es puro dar, nos abre la puerta de un futuro insospechable: vivir la vida de Dios según Dios mismo la vive. Nuestro futuro es la vida eterna, no la mera inmortalidad: entrar en el recinto de la vida ad intra divina a través de la muerte con Cristo. De esta manera, ya no es Dios nuestro destino ni nuestro premio sin más, sino que nuestro destino es vivir en Cristo con el Padre según la libertad del Espíritu. La muerte de Cristo fue para Él el camino de la vuelta al Padre, y es para quienes se asocian a ella en el Espíritu el camino de la ida al Padre. Pero esta apertura de futuro no queda pospuesta para la otra vida, ya en ésta y por adelantado podemos vivir en la intimidad del Padre por el Hijo y en el Espíritu, en la medida en que la muerte de Cristo se nos pone a nuestro alcance en los sacramentos. En ese sentido, la muerte es el medio por el que quienes viven muriendo y mueren viviendo con Cristo son hechos dignos de compartir los arcanos de Dios.

 

Siendo el acto de donación más puro posible para una criatura y la puerta por la que entramos en el seno del Padre, no es de extrañar que, a tenor del ejemplo del Maestro[26], S. Pablo deseara morir[27], también S. Agustín[28], y nuestra gran Santa Teresa, cuando dice:

 

"Vida, ¿qué puedo yo darle / a mi Dios que vive en mí, / si no es perderte a ti / para mejor a Él gozarle? / Quiero muriendo alcanzarle, / pues a Él solo es al que quiero. / Que muero porque no muero"[29]

 

Evidentemente desear la muerte sería un despropósito y signo de desesperación, si la muerte de Cristo no hubiera cambiado su sentido convirtiéndola, paradójicamente, en la más alta posibilidad de una criatura, la posibilidad del don total, o sea, en el más pleno y deseable de los actos de amor.

 

En resumen, el sacrificio de Cristo es el único verdadero sacrificio, porque en él la pérdida no es compensación, sino puro don; es perfecto, porque abarca la integridad de la vida y tarea terrestres de Cristo; y por último es sumo,  porque al consumarse en la muerte ofreció a Dios más de lo que cualquier otra criatura[30] pueda ofrecerle: su propio ser. En pocas palabras, el sacrificio de Cristo abre la posibilidad del único sacrificio aceptable a Dios: el de amarle por encima de todo y sin reservas. Ese es el único don que podemos hacer a Dios: vivir su vida donal en nosotros y así darle la alegría de nuestro bien supremo.

 

Una última puntualización. Como ya adelanté, si la pérdida, intrínseca a todo sacrificio, corrió en la cruz a cargo de la naturaleza humana de Cristo –y con la máxima intensidad–, la sobreabundancia de sus efectos tiene su origen y justificación en la divinidad de la persona que hizo suya aquella naturaleza y aquel sacrificio. De esta manera, por obra del Verbo, en la cruz la naturaleza humana de Cristo quedó convertida en el sacramento de todos los sacramentos y en la fuente inextinguible de todas las gracias. El exceso de la gracia de Cristo ha hecho de la muerte, que era consecuencia y signo del pecado, el medio universal de salvación, pues convertida en la posibilidad de ser el sacrificio perfecto, y siendo paso obligado para los hombres[31], ha venido a ser la tabla de salvación del género humano.

 

 

 

III. EL SACRIFICIO EN LA IGLESIA

 

La abundancia del don de Cristo tiene como destinatarios a todos los hombres, y los que lo aceptan constituyen su Iglesia. Quienes lo aceptaron e hicieron suyo en la muerte se consideran ya Iglesia triunfante, aunque en su inmensa mayoría estén todavía a la espera de la resurrección[32]. Quienes lo hemos aceptado antes de la muerte constituímos la Iglesia militante. A esta última voy a referirme al hablar del sacrificio en la Iglesia.

 

Los que hemos tenido la inmensa gracia de conocer a Cristo antes de la muerte, tenemos a nuestro alcance la sobreabundancia de sus dones a través de los sacramentos, de su palabra, del ministerio de los pastores y del ejemplo de los cristianos, a fin de que podamos imitar a Cristo, completar su obra en el mundo y hacer fecundo en nosotros su sacrificio.

 

Sin embargo, nuestra situación es muy peculiar, ya que, por una parte, al participar mediante el bautismo en la muerte de Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo, pero, por otra, conservamos todavía las secuelas del pecado de origen. Como indiqué anteriormente, Dios, que nos ha liberado del pecado, no ha querido quitarnos las consecuencias de éste. La razón de tal decisión del Padre es, según adelanté ya, que quiere la conversión del pecador, no su simple eliminación. Es cierto que Dios podría haber hecho sin más una nueva criatura que supliera al hombre, pero no lo quiso hacer, sino que nos amó cuando estábamos sumidos en el pecado[33], y quiso descender hasta nuestra situación para ofrecernos la posibilidad de ser elevados a una dignidad mayor, en rigor a la dignidad máxima para una criatura. Por eso, si bien en el bautismo desaparece el pecado, no desaparece la situación en que nos dejó el pecado. Dolor, esfuerzo, tensiones entre personas, concupiscencia, muerte, todas las consecuencias del pecado, exceptuada la falta de gracia, perduran en nosotros, aunque ahora trasformadas en ocasiones para el don total. Cuando el bautizado acepta o controla esas consecuencias negativas del pecado y las ofrece ayudado por la gracia, las pérdidas que implican son convertidas en ganancias y su parcialidad en sacrificios perfectos que encuentran su consumación en la muerte, porque quien acepta perder su vida la ganará, y quien la quiere conservar, la perderá[34].

 

Como Cristo, el cristiano ha de hacer de su vida entera y del cumplimiento de sus tareas humanas un don total al Padre. Para el cristiano los dones parciales y esporádicos no son suficientes, sobre todo porque tiene la posibilidad real del don íntegro: todo cuanto hagamos ha de ser hecho para gloria de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esa misma medida, el cristianismo no es un mero ascetismo. Los ascetismos son doctrinas religiosas humanas que intentan purificar al hombre mediante prohibiciones y sacrificios parciales. Buscan la salvación mediante la negación de la actividad humana misma (budismo) o de ciertas actividades humanas, por creer que en ellas radica el mal. Han descubierto algunas de las consecuencias del pecado, pero no al Salvador.

 

El cristiano, por el contrario, tiene la máxima libertad: "todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios"[35] dice s. Pablo. Por eso no pudieron entender los escribas y fariseos el mensaje salvador y se escandalizaban de que los discípulos de Jesús no ayunaran, de que Jesús no fuera esclavo del sábado, de que comiera con publicanos y pecadores. Y es que el sacrificio del cristiano no consiste en ofrecer a Dios dones parciales, como un día a la semana o un ayuno esporádico, sino la vida entera con sus inevitables penalidades y sus tareas humanas en cumplimiento de la voluntad divina. Naturalmente, si se ha de ofrecer todo y totalmente, quien ofrece lo más ha de ofrecer también lo menos, y por ello el Señor cumplió hasta el último ápice de la Ley y jamás despreció las normas o preceptos externos; únicamente rechazó su simplificación por quienes creían que con cumplir literalmente las normas se ha hecho ya todo. Por esta razón cabe también invertir la proposición precedente y afirmar que quien no ofrece a Dios lo mínimo –el cumplimiento de las normas– no le puede ofrecer todo[36].

 

Para posibilitar ese tremendo quehacer cristiano de convertir nuestra existencia entera en don a Dios, o sea, para que pudiéramos cargar con la misión de Cristo sobre la tierra, El nos envió su Espíritu y creó un sacramento por el que cada uno de nosotros lo pudiera recibir en propio: el sacramento de la confirmación. El Espíritu Santo, al habitar en nosotros, plenifica nuestra vida cotidiana, dándole fuerza, sentido y unidad, de manera que podemos ofrecerla por entero al Padre con libertad e iniciativa al estilo divino, y nos faculta con sus dones para cubrir con creces la primera de las tareas de Adán: el crecimiento, ahora un crecimiento en el dar perfecto.

 

Con todo, la permanencia de las secuelas del pecado original en nosotros, aunque –como dije– es trasmutada por Dios en ocasión de méritos, suele ocasionar por culpa nuestra, defectos y pecados personales. El amor del Padre lo tenía previsto y, por ello, nos otorga una posibilidad increíble: que le demos gloria incluso a partir de nuestras faltas y pecados. La humildad de reconocer la propia culpa y el amor de creer en el amor de Dios, por encima y a pesar de nuestro desamor, son dones que se nos trasmiten y hacen efectivos en el sacramento de la penitencia. La única condición que nos pone Cristo es la de que perdonemos por nuestra parte a los hombres, nuestros hermanos. Este sutil e infinitamente generoso procedimiento del arrepentirse amoroso y del perdonar es la vía por la que nuestros dones a Dios pueden realmente llegar a ser perfectos y totales incluso en esta vida. El perdón es el don máximo. El perdón del Padre en Cristo es aquella iniciativa del dar sin reservas que se adelanta a quien no da e incluso quita[37], para ofrecerle una oportunidad enteramente nueva de dar sin reservas. El perdón del cristiano es un condonar sin reservas a quien nos ha quitado, antes incluso de que piense en restituirnos lo quitado. Perdonar es, pues, dar por puro amor por encima del desamor recibido, y sólo el amor antecedente de Dios en Cristo puede producirlo en nosotros. Dependemos, pues, de Dios para hacer el bien y para deshacer el mal que hacemos, como dador y como perdonador que es, y en esta absoluta dependencia de Dios radica nuestra grandeza de criaturas, pues dependemos de Él más que los ángeles. Pero cuanto más se depende de Dios más unido se está a Él.

 

Previendo también, Dios, las dificultades que iban a experimentar los cristianos que desearan cumplir con la tarea de multiplicarse, asignada a Adán antes del pecado, instituyó un sacramento, el del matrimonio, por el que los tropiezos que encuentran hombre y mujer en sus relaciones, como castigo del pecado de Adán y Eva, vengan a ser oportunidades de amor entre ellos y para con los hijos, mediante la gracia de Cristo. Este sacramento deja entrever la índole salvífica del plan divino, que desea hacer de los hijos de Adán sus propios hijos. Dios no suprime la procreación, porque no suprime al hombre caído, sino que la sobreeleva a la condición de sacramento, en el que se manifiesta especialmente el amor de Dios por el hombre caído, amor dispuesto a aceptar todos nuestros proyectos positivos. Por todo ello, el sacramento del matrimonio es signo y prolongación efectiva de la cruz como consumación de la encarnación redentora, o sea, del amor de Cristo por la Iglesia, y los cristianos que lo viven dan, por su medio, testimonio de que la vida humana merece vivirse con alegría y esperanza, con proyectos terrenos e ilusiones, gracias al sacrificio de Cristo que otorga alcance amoroso a sus limitaciones.

 

Pero en atención especial a la incapacidad que tenemos los mortales para entender y ejercer una ofrenda total, instituyó Cristo un sacramento sacrificial: la Eucaristía. Conociendo el Maestro la inevitable parcialidad de nuestros dones, se acomodó a nuestra debilidad para ayudarnos a efectuar día a día el sacrificio total. En realidad, el sacrificio sumo, perfecto y verdadero de la cruz, que es único y singular, consumó el tiempo de tal manera que no sólo su don no pasa[38], sino que abarca toda la historia. Pero quiso Cristo, además, que en la Santa Misa aquella donación se hiciera presente de modo real dentro del tiempo caduco tantas veces como nuestra memoria lo requiriera, con el fin de que todos los cristianos tengamos la oportunidad de estar realmente por la fe al pie de aquella cruz que sólo una vez y algunos pocos pudieron ver con sus ojos. En la Santa Misa la cruz penetra en nuestra vida temporal y nuestra vida entera es llevada a la cruz: ella nos trasmite el sentido de la oblación perfecta y lo introduce en lo concreto y cotidiano de nuestra existencia, adelantando y preparando así nuestra muerte donal.

 

Tan importante fue para Cristo acomodarse a nuestra situación que quiso también, como acostumbramos los mortales, instituir una clase especial de hombres que colaboraran con Él en la salvación de los demás: les dio el poder de celebrar su sacrificio, de administrar sus sacramentos y de regir su Iglesia con la guía del Espíritu Santo: son los obispos y sacerdotes, es decir, los cristianos que reciben el sacramento del sacerdocio. Ellos son los «otros» Cristos que nos adelantan en el tiempo los dones que manan de la cruz, son los cooperadores y administradores de la gracia del don total.

 

Finalmente, como preparación inmediata del acto último en el que tendremos la oportunidad de imitarlo, entregando nuestra vida y nuestra esperanza de futuro en manos del Padre, nos legó el Señor un sacramento especial: la unción de los enfermos. A su través, Cristo nos ayuda para el gran acto de amor que nos consuma como hombres y como cristianos, bien curándonos temporalmente de la enfermedad para que maduremos en el dar amoroso, bien acompañándonos finalmente en aquel supremo trance.

 

De todos estos modos está presente el sacrificio de Cristo en su Iglesia, para que queden asociados al suyo nuestros sacrificios. Por mediación de los siete sacramentos, la muerte de Cristo cubre el trayecto entero de nuestra existencia terrena y la trasforma en ofrenda total. Al participar por ellos en la cruz, nuestros sacrificios, siendo plenamente humanos, dejan de ser dones parciales, y aunque tienen –como hechos por hijos de Adán– pérdida, ésta ya no es más una pérdida compensatoria, sino una pérdida donal, o sea, una ganancia en el dar.

 

Y así como la muerte en la cruz de Cristo no fue un acto particular de un hombre particular al que asistieron unos pocos hombres, sino una donación personal y trascendental de Cristo al Padre y a todos los hombres, que nos alcanza a todos aun cuando todavía o ya no existiéramos, así cada uno de los sacramentos, como participaciones adelantadas en la muerte de Cristo, son intrínsecamente católicos. Aunque se celebren (aparentemente) en privado, no sólo son públicos y comunitarios, sino algo mucho más grande: son católicos, pues nos unen e implican con todos los creyentes de todos los tiempos, más aún, con todos los hombres de todos los tiempos, y por don de la muerte de Cristo edifican a la Iglesia entera, y en especial a la Iglesia militante y a los hombres viadores de nuestro tiempo. No existe ningún acto u obra humana que sea cristianamente particular o privado, y menos aún los sacramentos. La publicidad es sólo un signo externo de la catolicidad, la cual desborda toda publicidad humana y entra en la irrestricta comunicatividad del cuerpo de Cristo (la comunión de los santos): los sacramentos obran en nosotros por adelantado la comunión de los santos en la muerte y resurrección de Cristo.

 

Gracias a la vigencia en ella de la muerte donal del Señor puede, pues, la Iglesia presentar a Dios dones aceptables y totales, no sólo los de aquellos cristianos que mueren en Cristo, sino incluso los de quienes vivimos aún esta vida mortal con Cristo. Es innegable que la Iglesia militante, constituida por hijos de Adán, tiene tantos defectos y pecados como quienes la integramos; pero también es cierto que, amada por Cristo hasta la muerte, perdona a quienes la ofenden y pide constantemente perdón al Padre y a los hermanos, alcanzando así una perfección y unión con Dios que supera su condición de criatura. En esa medida la Iglesia militante, de la que formamos parte, es santa, y puede serle aplicado lo que el Salvador dijo de sí: "Bienaventurado quien no se escandalizare en mí"[39].



[1] Entre seres humanos la trasmisión de la vida orgánica no es un mero acto orgánico, sino un acto personal, pues el hombre es el único animal capaz de saber que a los nueve meses de la cópula puede nacer un hijo. Procrear es, pues, un acto libre en cuya dimensión propiamente humana no existe pérdida alguna, ya que si bien en su dimensión orgánica existe gasto (semen, óvulos, etc.), a la altura de la persona sólo existe ganancia: el gozo en la existencia de otra persona semejante (un hombre nuevo).

[2] Cfr. S.Agustín, De civitate Dei, lib. XX,c.XXVI,n.1, PL 41, 701.

[3] Entiendo por sacrificio meramente humano el sacrificio de que es capaz el hombre elevado y caído sin la gracia sanante, auxiliante y sobreelevante de Cristo. A este, y sólo a este tipo de sacrificio humano es al que se refiere todo el presente apartado.

[4] Dios da el dar; la criatura «mundo» da dones. Todo el obsequio que una criatura elevada (hombre o ángel) puede hacer a Dios es aceptar libremente los dones divinos. Sin embargo, el sacrificio de Cristo en la cruz nos ha capacitado para darle el dar a Dios mismo: "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38), "hágase tu voluntad, y no la mía".

[5] Mt 13, 12. El que no tiene es el que no hace suyos los dones de Dios, el que no los acoge libremente para hacerlos crecer (Mt 25, 24-29), pues Dios es el dador de todo lo que somos y podemos ser.

[6] Gn 2, 17. La muerte es doble: la del cuerpo y la del alma (no ver la gloria de Dios).

[7] Summa Theologiae, I-II,q.102, a.3, ad 8.

[8] Todos los sacrificios aceptables a Dios, como los de Abel, Noé, Melquisedec y los del pueblo judío, lo fueron por la fe en la promesa de Dios (Heb 11, 4 ss.), de cuya fe es autor y consumador Cristo en la cruz (Heb 12, 2).

[9] Jn 10,17.

[10] Ez 33,11.

[11] Nótese, además, que la perfección divina no requiere ni admite enmiendas o correcciones. Quizás lo diabólico del plan de Satán al inducir al hombre a pecado fuera obligar a Dios a corregirse, que es lo que la Escritura denomina "tentar a Dios" (Heb 3,7 ss.; y Num, 14,1 ss.). Atribuir a Dios el poder de desdecirse o deshacer lo hecho (aniquilar) es atribuirle imperfección e impotencia: eso es lo implícitamente «blasfemo» de la noción de omnipotencia de Ockham. S. Pablo, por el contrario, nos enseña que los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento (Rom 11, 29). Lo propio de Dios no es arrepentirse y dar marcha atrás, sino superar el mal a fuerza de bien, superar el fallo de su criatura con un incremento de dones.

[12] Summa Theologiae III, q. 1, a. 1, 2. La encarnación ha sido rechazada por todos los filósofos no cristianos e incluso por muchos de los que están influídos por el cristianismo, como por ejemplo Espinosa y Hegel. Adviértase que estos últimos sostienen no que Dios se haga hombre, sino que el hombre es un modo o momento de Dios: están más dispuestos a pensar que el hombre sea o llegue a ser Dios que a admitir que Dios, sin dejar de ser Dios, se haga hombre.

[13] Ni siquiera el hinduismo pudo imaginarlo. Visnú no se hace hombre, sino que se mezcla en la vida de los hombres bajo disfraces (pez, tortuga, jabalí, etc.) para mantener el orden moral del universo. La donación pura y personal no fue vislumbrada, ni podía serlo, por ellos como tampoco por hombre alguno. 

[14] Lo deduzco del desconocimiento que tenía el diablo de la persona de Cristo. Las tentaciones en el desierto lo parecen sugerir. La forma condicional de la tentación, "si eres hijo de Dios" (Mt 4, 3; Lc 4, 3), demuestra que Satán sabía desde el principio que Jesús era el Mesías (Lc 4, 41), dado que usa la partícula «ei»  más indicativo, o sea, el condicional real. En cambio, el mismo hecho de la tentación indica que no sabía que Jesús era Dios, ya que nadie verdaderamente inteligente intenta lo metafísicamente imposible, pero el diablo es inteligente, y hacer pecar a Dios es metafísicamente imposible. Luego, parece que sabía que Cristo era el Mesías, pero no si era Dios.

 

[15] Job 35, 5-7; cfr. Is 61, 1-2.

[16] Job 21, 31.

[17] Mt 25, 40-45; cfr. Mt 10, 40-42; Mc 9, 36 y 40-41; Lc 9, 48; Jn 13, 20.

[18] Jn 13, 34; 15, 12.

[19] Lc 4, 8; Deut 6, 13.

[20] Jn 13, 12-15; Lc 22, 25-26.

[21] Lc 6, 27-36; Rom 5, 6-8.

[22] Cfr. Ecc(lesiastes) entero, pero especialmente 2, 15-23.

[23]1 Cor 15, 55-57. La gracia de Cristo convierte el aguijón de la muerte en don, precisamente lo que de suyo no era e impedía que la vida lo fuera. Y esto lo consiguió, según alcanzo a entender, al otorgarnos compartir la vida intratrinitaria o íntima de Dios mismo. Dios es el don total, y la carencia, falta o defecto en que estri­ba la muerte ha sido convertida por el amor de Cristo en la posi­bilidad de un don también total por nuestra parte: la entrega del hombre a Dios mediante la muerte es una entrega total que incluye la más radical negación de sí que una criatura pueda hacer. De hecho, nadie la podría hacer si no nos fuera otorgada una gracia única que nos asocia a la muerte de Cristo y nos consolida como hijos del Padre: el don de la perseverancia final.

[24] Luc 23, 46.

[25] Jn 15, 12.

[26] Lc 12, 50.

[27] Filip 1, 21-23.

[28] Contra duas epistulas pelagianorum, c. X, n.28, PL 44, 630-2.

[29] Obras Completas, B.A.C., Madrid, 1974, 503.

[30] Aunque también ellos han recibido de Cristo la gracia del don puro y total, los ángeles no pueden morir, ni por consiguiente sacrificar su vida, entregándola al modo de Cristo, perdiéndola, para no reservarse nada.

[31] Todos hemos de participar en la muerte de Cristo para salvarnos, la inmensa mayoría muriendo físicamente con Cristo, otros muriendo con Cristo como Dios haya dispuesto. Piénsese, por ejemplo, en María, de la que no se sabe que muriera, y en los que estén presentes para la segunda venida de Cristo (Cfr.1 Cor 15, 51, y Tesal 4,15 ss.).

[32] Existe también la Iglesia purgante, pero como puro estado de tránsito hacia la triunfante.

[33] Rom 5, 6-10; Ef 2, 5.

[34] Mt 16, 25.

[35] 1 Co 3, 22-23.

[36] Mt 5, 19. Lo que digo aquí de la Ley vale también para la ascética cristiana y para los sacrificios voluntarios (mortificaciones). El control voluntario y preventivo de las pasiones (ascética) es absolutamente imprescindible para evitar el pecado y sus ocasiones. En cuanto a las mortificaciones, su sentido estriba en ejercer nuestra generosidad de manera que adquiramos el hábito del sacrificio cristiano para aceptar mejor los sacrificios no buscados y prepararnos para el don total.

[37] Utilizo aquí el verbo «quitar» en un sentido muy amplio: como la conculcación del dar.

[38] Hebr. 10, 12 y 14: "Hic autem unam pro peccatis offerens hostiam in sempiternum…Una enim oblatione consummavit in sempiternum sanctificatos".

[39] Luc 7, 23.