EL ACTO FINAL DE LA REDENCIÓN DE MARÍA

 

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

 

 

I.       INTRODUCCIÓN

 

 

La Constitución Apostólica «Munuficentissimus Deus­» del Papa Pío XII, que definía dogmáticamente la asunción de María Santísima a los cielos, decía al final de todos los testimonios teológicos favorables a la misma[1]: 

 

"Por esto, la augusta Madre de Dios, unida de modo misterioso a Jesucristo desde toda la eternidad por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen purísima en su divina maternidad, generosa socia del divino redentor, quien obtuvo un triunfo pleno sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó, finalmente, como corona suprema de sus privilegios, el ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro, y, como antes su Hijo, vencida la muerte, el ser llevada en cuerpo y alma a la más alta gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos (1 Tim 1, 17)[2].

 

La Asunción es, pues, la coronación de todos los dones que nuestra Madre, María, recibió de Dios, el último de sus privilegios y el premio de todos ellos. Para entender ajustadamente la naturaleza de este don, conviene (i) averiguar antes  la naturaleza de los privilegios de María, que, desde luego, no consisten en que ella no necesitara de la redención de su Hijo, sino, como declara el propio Pío XII en la Encíclica «Fulgens corona», en que Él la redimió del modo más perfecto[3] que existir pueda. Me detendré (ii) a considerar, después, ese modo más perfecto de redención, para (iii) investigar cómo llega a cumplimiento en su acto final, y cómo queda congruentemente coronado (iv) con la asunción de nuestra Madre a los cielos.

 

 

II.                    LOS PRIVILEGIOS DE MARÍA

 

 

II. 1. Los privilegios y el plan redentor

 

En una época como la nuestra en que la cultura y la sociedad tienden a una igualación social generalizada, el concepto de privilegio se ha cargado de un lastre peyorativo que parece sugerir cierta injusticia. Sin embargo, en los planes divinos la justicia no es quebrantada por la generosidad ni por la misericordia puestas de manifiesto en los privilegios. Desde luego, sólo puede haber misericordia, en sentido estricto, si existe la justicia, ya que únicamente la justicia puede establecer lo que nos es debido, y servir así de línea de demarcación para reconocer lo que no nos es debido, sino concedido por la misericordia. Sucede, con todo, que la generosidad divina precede a la justicia, dado que, antes de existir, nadie puede tener derechos ni obligaciones: es la donación generosa del ser por parte de Dios la que crea nuestros derechos y deberes. La justicia de Dios se ejerce sobre sus criaturas elevadas y libres, pero antes de que se pueda ejercer ha sido precedida por sus dones sin arrepentimiento. Pero esa generosa dadivosidad divina ha de ser correspondida de un modo libre por sus criaturas elevadas, ya que se las invita a participar en un plano de vida superior al suyo propio, y así se requiere su consentimiento para vivir la elevación a que han sido llamadas.

 

Ahora bien, si la generosidad divina y la recíproca confianza y obediencia que en justicia le son debidas hubieran sido violadas por la libertad de la criatura elevada, y, eso no obstante, Dios, difiriendo su castigo definitivo, le ofreciere la posibilidad del per-dón, es decir, de un don más alto que sobrepasara la justicia, entonces estaríamos propiamente ante el ejercicio estricto de su infinita misericordia. Concretamente, por razón del pecado original Dios nos condenó con justicia a la muerte del alma y a la del cuerpo, a la primera por la privación de la gracia santificante con que, según los planes de Dios, debíamos ser concebidos y nacer, y a la segunda por la supresión del don preternatural de no morir[4]. Pero, nada más perpetrarse el pecado, y junto con su castigo, Dios nos anunció un plan de salvación[5] respecto del poder del maligno sobre nosotros (fruto de aquel pecado), lo que es una muestra asombrosa de su insuperable misericordia, la cual, con todo, tampoco en dicho plan suprime la justicia.

 

El plan salvífico de la misericordia de Dios se concreta en la encarnación de su Hijo, la cual incluye la mayor desigualdad que pueda darse: la humanidad queda unida a la divinidad en virtud de su asumición por la persona del Verbo. La misericordia supera desbordantemente, de este modo, a la justicia, porque ninguna criatura podía no ya exigir, sino ni tan siquiera ser capaz de concebir tan dispar unión. Pero la justicia divina, ofendida por el pecado de origen y por los pecados personales de los hombres, fue compensada sobradamente hasta su más plena satisfacción con la muerte en la cruz del Verbo encarnado. De modo que la misericordia, aunque la supera, no se otorga en los planes divinos sin cumplir con la más estricta justicia, que, a la par que queda satisfecha, muestra en sí misma la inaudita misericordia de un Dios que muere en su carne para liberar al pecador. Justicia y misericordia van, pues, de la mano en los planes de Dios.

 

El insuperable don de la misericordia divina que es la muerte de Cristo queda justamente compensado en el plan redentor, porque cada una de las criaturas ha de hacer suyo de modo libre ese su desigual don. No sería justo ni equitativo ni saludable que Dios nos salvara sin nuestra colaboración. “Dios, que te hizo sin ti, no te justifica sin ti”, sentenciaba s. Agustín[6]. El plan redentor divino, siendo un inconcebible desbordamiento de la justicia por la misericordia[7], no elimina la justicia, sino que la exige en el hombre. Y la prueba de esa justicia es que Dios no retira inmediatamente las consecuencias del pecado al hombre perdonado. Dios podía no habernos redimido, podía haber dejado extinguirse a la especie humana[8], haberla sustituido por otra nueva o habernos redimido de maneras infinitamente variadas, pero, como sus dones y su vocación no admiten la marcha atrás[9], ha querido redimirnos aprovechando íntegramente la naturaleza caída del hombre, para mostrar de manera asequible a todas las criaturas que la inagotable misericordia contenida en la muerte del Verbo encarnado contiene en sí una exigentísima justicia: hemos de creer en Cristo y convertirnos, si queremos ser salvados.

 

El plan redentor incluye, pues, dos extremos: por un lado, la sobreabundancia de la generosidad donal divina, por otro el cumplimiento estricto de la justicia. Ya se ha visto que, por parte de Dios, aunque el cabo de la misericordia implica una desigualdad incomparable, el cabo de la justicia recomienda la mayor de las compensaciones posibles (la muerte de su Hijo). De modo semejante, por nuestra parte, la recepción de la excelsa misericordia del redentor exige de nosotros la más alta de las justicias, la de creer libremente en Cristo y morir con Él[10]. Pero conviene descender a más detalles.

 

En la obra salvadora el plano de la misericordia es ejercido mediante la elección divina: Dios, que elige previa e inmerecidamente a sus criaturas para que sean, las elige también para colaborar en su plan redentor con una elección que lleva aparejados dones peculiares, los cuales les son transferidos, unos en el mismo instante de su concepción, y otros a lo largo de su existencia –en el caso de la criatura humana–, aunque forman parte de los planes divinos desde toda la eternidad. En términos generales, la elección y los dones, que son distintos para cada criatura elevada, dan lugar a una desigualdad intrínseca entre ellas, y de ese modo indican precisamente la incomparable y unilateral generosidad del dar divino. Sin embargo, toda elección divina va acompañada por una obligación que ha de ser cumplida por la libertad de la criatura elevada, a saber, la de llevar a cabo la tarea que Dios le asigna para hacer rendir los dones recibidos, siendo éste el plano de la justicia.

 

Lo anterior, que vale de modo especial para el Primer Testamento, se ve modificado al alza por el exceso del Segundo y Último, el cual exige la comunicación sin reservas de los dones recibidos a los demás. Así nos lo enseña la humanidad de Cristo, que recibió el más alto don que en términos absolutos recibirse pueda, a saber, el de ser asumida por la segunda persona de la Trinidad Santa, y que no se reservó para sí su don, sino que por comunicárnoslo, se hizo como nosotros[11] en todo, menos en el pecado[12], llegando a hacerse mortal y dejarse matar para, a través de la muerte, darnos la posibilidad de hacernos hijos de Dios. El don más alto de todos lleva consigo la exigencia más ardua de todas, la muerte del inmortal[13]. De este modo, Él abrió el camino para que nosotros, no por naturaleza, sino por aceptación obediente de su amor, fuéramos llamados a ser hijos adoptivos del Padre, hermanos de sacrificio del Hijo y templos habitados por el Espíritu que ellos nos donan. Dios, que nos creó dándonos una naturaleza y nos elevó al estado sobrenatural, nos concede poder acceder a su intimidad por la gracia transnatural de Cristo. Las respectivas elecciones que implican cada uno de estos dones incrementan las diferencias entre las personas llamadas, pero también sus responsabilidades, de manera que, aunque todos somos llamados a incorporarnos a la intimidad divina en la comunicación sin reservas de los dones, unos lo son de modo más inmediato y otros por la mediación de los primeros, pidiéndoseles por justicia una participación más intensa e inmediata en los planes salvíficos de Dios, es decir, en la entrega de Cristo redentor. En suma, el exceso del plan redentor sobre la justicia hace especialmente requerido el libre consentimiento de cada persona para aceptar el papel que en él juega y hacer suyos los correspondientes dones, que sobrepasan toda medida creada.

 

La obra redentora de Dios se condensa, pues, en la encarnación del Verbo, cuya humanidad asumida es la más alta de todas las creaciones posibles, la esencia que se da Dios a sí mismo[14] para, en un alarde de generosidad misericordiosa, hacer asequible su Vida a todas las criaturas. Pero como Dios quiere, por justicia, contar con la criatura a sobreelevar, tanto con su situación como con su libertad, ha querido que la propia encarnación hubiera de ser aceptada por cada criatura elevada, para que así su plan supraliberador tuviera una entrada plenamente libre en el plano creatural.

 

II. 2. El sentido de los privilegios de María

 

Pues bien, María fue la criatura elegida gratuitamente por Dios para que diera entrada libre y directa a su Hijo en la naturaleza humana y, a su través, en toda la creación[15]. La piedad de Dios para con todos los hombres quiso mostrar su absoluta gratuidad y justicia en María, su Madre. La elección de María, prevista desde toda la eternidad y hecha efectiva en el mismísimo instante de su concepción, sin mérito alguno de su parte, llevaba consigo la preservación del pecado de origen, para que pudiera ser la Madre del Verbo hecho hombre, de modo que Éste pudiera tomar una naturaleza humana libre del pecado de origen, y también llevaba consigo la plenitud de la gracia, para que pudiera estar a la altura de la propuesta sin parangón que Dios le iba a hacer: la de pedirle permiso para bajar a ella, hacerla fecunda y convertirla en la Madre de Dios. Esto último pone de relieve la importancia que en el plan de Dios tiene la libertad humana. A María le tocó no sólo hacer lo contrario de lo que había hecho Luzbel, sino mucho más: ofrecerse entera a Dios para que Él hiciera por medio de ella su ingreso en el orden de las criaturas. Dios está en todas sus criaturas por esencia (ser), presencia (entender) y potencia (querer), pero quiso entrar en el reducto de lo creado, en lo que Él nos ha dado como propiedad nuestra, en nuestra naturaleza, para, con nuestro consentimiento, abrirnos su intimidad y convertirnos en habitáculos vivos de su vida intratrinitaria. El privilegio mariano llevaba consigo, sin embargo, la mayor de las obligaciones: dar entrada a los planes salvíficos y sobreelevadores de la misericordia divina, ser la madre que acogiera al Verbo encarnado en su seno y lo nutriera, dar la entrada al reino de Dios en la historia, ser Madre de todos los hombres, más aún, ser Madre de todas las criaturas que por la encarnación de su Hijo quedaran renovadas. Tal privilegio, mayor que el cual no existe otro entre las meras criaturas, fue recibido y aceptado por María, quien no lo retuvo para sí, sino que lo puso a disposición de todos, uno a uno, como vemos que hizo de inmediato en su vida: teniendo a Dios en su seno, no se lo reservó, sino que lo puso en comunicación con otros, cuando fue a prestar ayuda a su prima sta. Isabel, a s. Juan Bautista, y a Zacarías; teniéndolo en sus brazos, nada más nacer, lo mostró a pastores y magos; mientras aún lo tenía en su casa y sometido a ella como hijo, lo empujó a manifestarse públicamente como el Mesías en las bodas de Caná; y cuando todos abandonaron a su Hijo en la cruz, ella fue la única que lo entregó y se entregó con Él al Padre; más aún, cuando nadie sobre la tierra esperaba que pudiera superar la muerte, ella creyó y esperó su resurrección al tercer día. La misericordia de la elección llevaba consigo la mayor de las exigencias: no debía poner obstáculo alguno a la muerte de su Hijo, más aún, debía «morir» voluntariamente con Él al pie de la cruz. Si a Abrahán se le pidió estar dispuesto a sacrificar a su hijo, a María se le pide sacrificar realmente a su Unigénito a imitación del Padre, que lo entregaba para hacer eficaz Su amor y el de su Hijo respecto de nuestros males. El amor de María Madre es una imitación del amor del Padre: ambos entregan al mismo Hijo, que lo es de los dos, de uno por naturaleza divina, de otra por su naturaleza humana.

 

El gran privilegio de María, la fuente de todos sus otros privilegios, es el haber sido elegida para dar inicio a la venida del reino de Dios, para ser el final del Primer Testamento y el comienzo del Último, el punto de unión del pueblo de Israel y de la Iglesia, en pocas palabras: para ser la Madre de Dios hecho hombre. Este privilegio no tiene igual en todas las meras criaturas, pues establece una vinculación intrínseca entre Dios y una criatura. El nexo entre Dios y María lo establece Dios mismo, pero con la aceptación de María, y consiste estrictamente en una relación corporal única, a saber, aquella según la cual el Verbo se hace hombre, tomando su carne de María y entrando en su seno. Dios ha hecho del cuerpo el vínculo de las criaturas con Su intimidad y el puente por donde nos viene toda la comunicación de su divinidad[16]. El Verbo entra en María y en el mundo justamente cuando toma carne. Lo que en el hombre es inferior es el camino elegido para la entrada de la Virtud del Altísimo, en congruencia perfecta con el abajamiento que implica la encarnación: la distancia entre el hombre y Dios es tal que, al unir éste consigo lo más bajo de aquél (el cuerpo), destaca el exceso de la misericordia que pone en juego para salvarnos[17]. La encarnación eleva la dignidad del cuerpo humano al grado de lo supremo, por eso el más alto nombre que pueda tener una mera criatura es el de Madre de Dios. La grandeza de la paternidad que Dios concedió al hombre al crearlo queda sobrealzada en María, porque en ella Dios se ha querido hacer hijo suyo, Hijo del hombre. ¡Qué dignidad no tendrá la maternidad humana, cuando el Verbo divino ha querido ser hijo de una mujer! El vínculo entre la divinidad y la humanidad alcanza su punto más alto –fuera de la propia unión hipostática– en el seno de María, en el que Dios ha puesto su primera habitación entre las criaturas. No cabe un vínculo más íntimo, no cabe un título más alto, pero tampoco cabe un medio más efectivo de comunicación: al tomar el Verbo carne de y en María, el hombre pasa a tener su naturaleza en común con Dios. María es, según lo dicho, la puerta elegida para que se abriera libremente a la entrada de Dios en el orbe de lo creado, pero a cambio de que no se lo quedara para ella, sino de que lo diera a luz y lo entregara a todos los hombres y a toda la creación.

 

Conviene, pues, prestar algo más de atención a la importancia que otorgó Dios a la maternidad al elegirla como primer paso en sus planes salvíficos. La lengua latina ha reservado, sabiamente, la idea de padre para la riqueza y acumulación de medios familiares (el patrimonio); mientras que ha reservado la idea de madre o maternidad para la institución por la que todos los hombres venimos al mundo: el matrimonio, la unión de varón y mujer. La maternidad es la vía natural humana por la que, a nuestra entrada en el mundo, somos acogidos cada uno de nosotros. Es de notar que Dios en sus planes eternos tomó la maternidad, y no la paternidad, como camino para llevar a cabo su grandiosa obra de misericordia, la salvación del hombre. De este modo, aunque Dios hizo al hombre varón y mujer –siendo conjuntamente ambos imagen y semejanza de la paternidad divina–, en el caso de su Hijo concentró sólo en María la imagen de esa paternidad, sin varón alguno que la compartiera. Tal elección divina potencia de modo inaudito la importancia de la maternidad en la obra redentora, hasta llegar a constituirla en el modelo de la perfecta creaturidad. Dios pudo haber creado la humanidad de Cristo como creó a Adán, de primera mano: habría sido, sin duda, una creación más perfecta, pero no nos habría redimido a nosotros, pecadores. En cambio, al tomar madre humana, al nacer de mujer, sin dejar de ser Él en su humanidad la más perfecta de sus posibles creaciones (la naturaleza asumida), se hizo hermano nuestro, las más débiles e imperfectas de sus criaturas[18]. Es precisamente el papel de la feminidad el que Dios potencia en María como símbolo perfecto de la condición de la persona creada, elevada y redimida: lo único que requiere el redentor es ser acogido por la fe íntegra de sus criaturas elevadas, el resto lo hace su poder amoroso. Lo viril es la mediación, pero la encarnación no necesita de medios humanos externos, el reino de Dios viene con poderío propio, con el poder de su Palabra hecha carne, sólo necesita de nosotros el que lo acojamos con fe verdadera. Ésa es la obra de Dios, la que Dios quiere que hagamos: que creamos en su Hijo[19], y en esa obra María es la pionera y maestra. Por su parte, será el propio Hijo, Cristo, el que hará de mediador entre Dios y los hombres, el que dará sentido divino-humano a la virilidad, aportando la fuerza del brazo de Dios entre las criaturas, así como los medios de salvación y sobreelevación para ellas. La encarnación separa, pues, la dimensión individuante del sexo respecto de la dimensión reproductiva[20], de una tan perfecta manera que crea un nuevo modo de vivir la sexualidad: el celibato por el reino de los cielos, del cual María, inspirada por el Espíritu Santo, se había hecho libremente socia. Pues bien, en el reino de los cielos no es nuestro papel el de Cristo[21], nos toca a todos imitar a María, concretamente su modélico fiat[22]. De ahí que toda la tradición (oral y escrita) haya entendido que la Iglesia es la esposa de Cristo, porque en el reino de los cielos el único «varón» será Cristo: Aquel cuyo amor hasta la muerte nos trasmite la iniciativa del amor íntimo de Dios, y respecto del cual todas las criaturas debemos ser libres receptoras, a imitación de María[23]. Toda criatura elevada y redimida debe ser femenina respecto de Cristo, incluso la Iglesia y la creación enteras son también funcionalmente femeninas respecto de la encarnación, como María, la Hija, Madre y Esposa de las tres divinas personas.

 

En resumen, por la misericordia de Dios encarnada en Cristo, María recibió dones y gracias que nadie más recibió, pero unos y otras los comunicó ella a la creación entera en todo momento, y en especial cuando entregó a su Hijo en la cruz. Por consiguiente, la justicia querida por Dios, la que no va en contra de su misericordia[24], es la que se alcanza en la comunicación sin reservas de los diferentes dones, no en la igualdad de los mismos.

 

 

III.                   LA PERFECCIÓN DE LA REDENCIÓN DE MARÍA

 

 

III. 1. Los estadios de las criaturas elevadas

 

Puesto que las criaturas elevadas o personales han sido hechas por Dios para que libremente se incorporen a los planes divinos, sus actos se han de desplegar en tres estadios o momentos. El primero es el momento dotacional o estadio inicial en el que recibimos, sin haber sido consultados, los dones básicos: el ser, la gracia elevante, el entender, la libertad, la gracia santificante, la inocencia original y la vida corporal (en el caso del hombre), así como los dones preternaturales. Pero una vez que somos, entendemos y ejercemos nuestra libertad, podemos, en un segundo momento, hacer nuestros (o no) los dones recibidos de Dios: es el estadio de la aceptación, en virtud del cual con la gracia auxiliante divina nuestra esencia se incrementa y rinde fruto, o, sin ella, disminuye, guardando lo recibido sin hacerlo rendir. Puesto que se trata sólo de una apropiación de lo recibido, el segundo estadio no es por su naturaleza ni superior ni anterior al primero, sino ontológicamente inferior y posterior a él. Por eso nuestros actos de libre aceptación o rechazo no llevan a plenitud ni confirman definitivamente los dones iniciales, sino que toca a Dios mediante su sanción el darles la plenitud o el castigo que les corresponde, de acuerdo con la justicia de los planes divinos. Existe, pues, un tercer y último momento en el que Dios sanciona con su premio o castigo los frutos, o la falta de frutos, de nuestra apropiación de sus dones. Lo mismo que el primero, este tercer y definitivo estadio es de exclusiva iniciativa divina, es decir, no es llevado a cabo por nosotros, pero a diferencia del primero la sanción divina tiene en cuenta íntegramente el ejercicio precedente de nuestra libertad apropiadora, por lo que su sanción es justa. La sanción supera el alcance de toda criatura, a saber, la posibilidad de otorgarse a sí misma la plenitud que anhela, y la supera no porque Dios no nos haya querido hacer capaces de dárnosla a nosotros mismos[25], sino porque la plenitud es una participación directa en la vida divina, la cual sobrepasa abismalmente toda creación. Aun así, es decir, aun superando todo mérito, Dios quiere, sin embargo, que el premio guarde proporción con los méritos, para que de este modo la sobreabundante generosidad divina quede también compensada con la santidad de su justicia. Por eso, como los méritos no son más que la apropiación de los dones divinos recibidos inicial y gratuitamente de Dios, puede decirse que cuando Dios premia sobradamente nuestros méritos, premia sus propios dones. Así lo dijo s. Agustín con su acostumbrado acierto: Ergo coronat te, quia dona sua coronat, non merita tua[26]. La coronación es, pues, el don que premia los dones previos.

 

Sin embargo, este esquema básico de despliegue de las criaturas quedó alterado en parte por el pecado original. Los dones iniciales del ser y de la elevación siguieron intactos, pero no así los dones de la gracia santificante, de la inocencia original (obediencia del cuerpo al alma) y los llamados dones preternaturales (inmorituridad[27], impasibilidad, hábitos sapienciales). La doble muerte introducida por el pecado, a saber, la muerte del espíritu, que consiste en la pérdida de la gracia santificante, y la muerte corporal, que carga de dolores, de preocupaciones por la subsistencia, y de trabajo esforzado nuestra vida terrena, desdibujan la imagen de Dios que existe en el hombre, de modo que los hijos de Adán sin culpa de comisión, pero no sin culpa personal genealógica[28], nacemos con unos dones iniciales mermados e incongruentes. De igual modo, el segundo estadio, el de la debida aceptación por nuestra parte de los dones iniciales, pierde de vista su origen y congruencia divinos, por lo que cae en el olvido de la dignidad del hombre, en ofensas personales a Dios y en el despecho o la desconsideración de su gracia auxiliante, la cual ha de ser impetrada para evitar el mal y para hacer el bien. Por todo ello, la sanción que cada hombre habría merecido de suyo no habría podido ser otra que la condenación eterna[29].

 

Pero la infinita misericordia divina, nada más cometerse el primer pecado, ofreció a todos los hombres, incluidos los primeros padres, la promesa de un redentor: el hijo de una mujer que quebrantaría la cabeza del maligno[30]. Sin eliminar ninguno de los castigos del pecado se introdujo así en el comienzo de la historia humana un proyecto nuevo, que Dios mismo fue concretando mediante su economía divina, y que sólo podemos entender desde su cumplimiento en Cristo. El camino abierto por Dios pasa por la fe, la esperanza y la caridad en el redentor prometido, virtudes que infunde el Espíritu de Cristo en los hombres que se dejan inspirar por Él[31], y que, si son hechas vida propia, reciben un premio aún mayor y más sobreabundante, del que también con mayor razón cabe decir, de nuevo y con toda propiedad, que corona de modo inconcebiblemente generoso los dones recibidos de la misericordia de Dios.

 

María está incluida en el plan redentor de Dios enteramente del lado de su Hijo, sin que ella sea afectada más que por las insidias del maligno. ¿Cómo puede ser hija de Adán y no estar bajo el poder del maligno, sino sólo sufrir sus acechanzas y sin éxito? ¿Cómo puede formar parte esencial del plan redentor sin ser ella misma redentora? Éste es el misterio de María dentro del plan divino de la redención, sobre el que se dirige la atención de este escrito.

 

III. 2. La distribución de los privilegios de María

 

De acuerdo con el esquema de desarrollo de toda criatura personal o elevada antes referido, la iniciativa redentora de Dios en la historia tiene que afectar a todo ser humano y en sus tres fases de desarrollo; pero puesto que la tercera, es decir, la sanción, es consecutiva a los dos momentos anteriores, la redención ha de empezar afectando, ante todo, a los dos estadios primeros. En su plan salvífico ordinario Dios hace incidir su oferta de redención sobre el segundo estadio del desarrollo personal, el de la aceptación, bien sea durante la vida, bien sea al menos en el momento de la muerte de cada hombre[32]: por razón de lo cual todo hombre, nacido con pecado original y volcado hacia las criaturas, puede entrar en su reino sólo mediante la conversión y la fe, como reza el anuncio del reino de Dios: “arrepentíos y creed en el evangelio” (Mc 1, 15).

 

Sin embargo, en el caso de María, es decir, en el caso de la Madre del salvador, el plan divino se ha de salir de lo ordinario, puesto que ella es la vía por la que ha de entrar y ponerse en marcha la obra redentora. Si la redención la ha de obrar el Hijo de María, entonces es congruente que ella sea afectada por la iniciativa divina de modo antecedente, o sea, que reciba la gracia salvadora entre los dones dotacionales del momento inicial, a fin de que esté capacitada para recibir adecuadamente el poder del Brazo de Dios, a la vez que para concederle libremente su entrada en el mundo. Por estas razones, María es redimida por su Hijo sin contar con ella, antes de todo ejercicio de su libertad, o sea, a priori o antecedentemente. Tal redención antecedente es la que queda expresada en el dogma de la Inmaculada Concepción: María fue preservada del pecado de origen. Pero dada la sobreabundancia de la misericordia sobre la justicia, eso significa que no sólo no careció de la gracia santificante ni de la inocencia y sabiduría originales, sino que recibió la plenitud de la gracia por adelantado (gratia plena). Tal plenitud de gracia le permitió saber y hacer lo que agradaba a Dios en todos los instantes de su existencia[33], ya que fue objeto de predilección divina y término de su elección para ofrecer a su Hijo un cuerpo santo y poder hacerlo con la mayor libertad que quepa a criatura alguna, es decir, sabiendo lo que Dios quería, y queriéndolo con todo su corazón. En María Dios nos amó a todos los hombres e incluso a toda la creación, y demostró la fuerza extraordinaria de su brazo, al librarla del poder del maligno y llenarla de gracia, incluidas las virtudes y los dones del Espíritu Santo[34], cosa que hará también, aunque a posteriori, con todos los que imitemos a María y a su Hijo.

 

Pero no por esta redención anticipada disminuyó en la existencia de María la importancia del segundo estadio, que era la razón de los anteriores privilegios. Antes bien, el mayor de los privilegios de María, la maternidad divina, fue sometido, como ya se dijo, a su previa aceptación, o sea, fue dirigido a su esencia humana, inteligencia y voluntad. A tal ofrecimiento María respondió con una doble fidelidad: la fidelidad corporal, expresada en su virginidad, y la fidelidad espiritual, expresada con la pureza del acto de fe más grande que jamás se hiciera: el fiat. Por su parte, Dios confirmó su virginidad haciéndola perfecta y perpetua[35] (antes del parto, en el parto y después del parto), también confirmó su fe, haciéndola Madre de Dios y consumándola en gracia, o sea, comunicándole la mayor de las gracias posibles para una mera criatura, que es a la vez una especie de adelanto del don de la perseverancia final al momento de la encarnación por ella aceptada[36], y, finalmente, la asoció activamente a la obra de la salvación, de modo especial a los merecimientos redentores de la cruz. Al ofrecer María en sacrificio la vida de su Hijo, que era el nexo corporal que la unía de modo único con Dios, fue convertida en Madre de todos los hombres, y, como consecuencia de este sacrificio, el resto de sus días sobre la tierra tuvo como sentido continuar amparando maternalmente al nuevo Cuerpo místico nacido en el Calvario.

 

Se puede decir, pues, que, en virtud de la redención obrada por su Hijo en ella, María reunió la justicia original del primer hombre con la justicia de la gracia misericordiosa del Hijo del hombre, de ahí la perfección absoluta de su redención.

 

En lo que se refiere al tercer momento del desarrollo como criatura elevada de María Santísima, es decir, a la sanción divina de su vida, habiendo recibido tales dones en los dos primeros estadios de su existencia, ¿qué le quedaba a ella por recibir? Con esta cuestión queda planteado el tema preciso de la investigación, del cual ha sido introducción y preparación todo lo anterior, y a cuya consideración paso seguidamente.

 

 

           IV. EL ACTO FINAL DE LA REDENCIÓN DE MARÍA

 

 

Aunque directamente se refiere al último de sus privilegios, el dogma de la asunción de María permite a la vez, indirectamente, conocer el modo de su redención por Cristo. Para procurar entenderlo procederé en dos pasos, primero describiré el privilegio tal como es recogido en su declaración dogmática (i), y luego procederé a inferir teológicamente algunas posibles consecuencias que atañen a la redención de María y le son congruentes (ii).

 

IV. 1. Descripción del privilegio en el plano dogmático

 

Dogmáticamente, la asunción de María fue declarada con estas sucintas palabras:

 

"La inmaculada Madre de Dios siempre virgen María, una vez acabado el curso de su vida terrestre, fue asumida en cuerpo y alma a la gloria celeste" (Munuficentissimus Deus, DS 3903).

 

En esta escueta fórmula se recogen los cuatro grandes privilegios de María, poniendo el acento en el último. Si se tiene en cuenta que es normal que los espíritus de los santos vayan al cielo, lo nuclear de la definición dogmática es la asunción corpórea de María al cielo[37] o, lo que es igual, la glorificación celeste de su cuerpo virginal[38]. Sin embargo, el documento se encarga de explicitar más ese contenido, y nos dice que por un privilegio del todo singular ella venció el pecado con su concepción inmaculada; y por eso no fue sometida a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni hubo de esperar la resurrección de su cuerpo al final del mundo[39]. Por tanto, el sentido de la definición dogmática es que María, (i) a diferencia de lo que ocurre a los demás hombres, (ii) venció a la muerte, en virtud de la muerte de su hijo, (iii) fue conservada inmune de la corrupción del sepulcro, (iv) una vez acabado el curso de su vida terrestre, fue llevada a los cielos en cuerpo y alma, y (v) sin que hubiera de esperar al final de la historia. El documento pontificio es escrupulosamente cuidadoso en no afirmar ni negar que la Virgen muriera e igualmente en no afirmar ni negar que resucitara, porque al respecto no hay unanimidad en la tradición histórica de la fe eclesial[40]. Ni lo uno ni lo otro queda definido, sólo se especifica que, acabado el curso de su vida terrestre, ella, lo mismo que venció al pecado con su inmaculada concepción, venció también a la muerte, siendo librada de la corrupción y llevada toda ella, en cuerpo y alma, a la gloria celeste.

 

Sólo es, pues, objeto de fe definida que María Santísima desde el momento en que abandonó su vida terrestre, por privilegio singular, está en cuerpo y alma en los cielos sin haber conocido la corrupción del sepulcro.

 

IV. 2. Consideraciones teológicas sobre la asunción de María

 

Sin embargo, la riqueza de motivos en que se basa y los propios términos de la definición dogmática dan un ancho margen a la especulación teológica para ampliar el conocimiento de este privilegio de María. Las definiciones dogmáticas, aunque restringen cuidadosamente el campo de lo definido, no son restrictivas respecto de la fe, sino que la amplifican, abriendo caminos para la investigación de quienes la meditan buscando creer y entender más y mejor lo revelado. Por eso, voy a demorarme gozosamente en este punto, que es lo que atañe a la labor propia del teólogo.

 

Teológicamente, la Asunción corresponde a las postrimerías de nuestra Madre, María. Las postrimerías de los hombres, tal como suelen enunciarse, son muerte, juicio, gloria (o infierno), segunda venida de Cristo-fin del mundo-resurrección, juicio final y vida eterna. Las postrimerías corresponden en su mayor parte al tercer estadio de toda persona creada (la sanción divina), sin embargo, el acontecimiento que les da entrada es la muerte, que es –por conquista de Cristo– el último y decisivo instante del segundo estadio, el de la aceptación de los dones de Dios. Pues bien, aunque el privilegio dogmáticamente definido sólo nos informa de que María pasó de esta vida a la vida eterna, y, por tanto, de que no ha tenido que esperar como los demás santos al juicio final para entrar en cuerpo y alma en los cielos, en realidad el razonamiento teológico en que se funda este misterio es susceptible de mayores y más esclarecidas consecuencias, que, sin estar contenidas expresamente en el magisterio, y estándolo sólo limitadamente en la tradición, son congruentes con lo que tanto el uno como la otra nos enseñan.

 

Es de notar que en el documento pontificio aludido se refieren las razones básicas de conveniencia que acompañan a la declaración dogmática: la victoria completa de su Hijo sobre el pecado y sobre la muerte, la concepción inmaculada, la maternidad divina, y la virginidad perpetua. Precisamente como consecuencia teológica directa de la concepción inmaculada cabe deducir, por congruencia, que, si fue redimida por adelantado del pecado original, debió ser eximida no sólo de la culpa, sino también de las penas del mismo, entre las cuales la principal es la muerte. Parece que habría sido injusto castigar con la pena con que se castiga a los generados con el pecado de origen (la muerte) a aquella a la que se ha liberado de dicho pecado: castigar el pecado es justo, pero no lo parece castigar la santidad y la plenitud de la gracia. Si, por gracia excepcional, María no incurrió en el pecado de origen, por esa misma gracia no tenía que morir. Ésa es una conclusión teológica que concuerda plenamente tanto con el dogma de la Inmaculada como, según veremos, con los de la Maternidad divina, la Virginidad y la Asunción.

 

Téngase en cuenta que después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción no cabe admitir en modo alguno que María sufriera la insubordinación de su carne (fomes peccati o concupiscencia), que es efecto del pecado de origen y que es llamado peccatum, o imperfección moral, por cuanto que nace del pecado (original) e inclina al pecado (actual)[41], aunque ella misma no sea pecado[42]. De igual modo, estimo que ha de afirmarse que el cuerpo de María por gracia de su Hijo era impasible y no morituro, pues el dolor, el esfuerzo y la muerte son castigos del pecado original, del que ella ha sido preservada. Naturalmente, esto último lo propongo con total sumisión al dictamen de la Iglesia y a sabiendas de que la mayoría de los teólogos no están de acuerdo[43]. Pero se trata de una simple deducción: si la muerte y la pasibilidad corporales son castigos del pecado original, y así consta en Gen 2, 17, y 3, 16-19, entonces hacerlas recaer sobre quien ha sido preservada de él no parece justo ni equitativo. Por otro lado, decidir que la exención del pecado original la liberó de algunos de sus castigos pero no de otros, en particular de la muerte, parece, además de injusto, arbitrario, sobre todo si se tiene en cuenta que, como dice s. Pablo, la muerte es el salario del pecado (Rom 6, 23): quien no tuvo el pecado, ¿por qué habría de recibir su salario?

 

Se suele sostener, en contra de lo que propongo, que la impasibilidad y la inmorituridad son dones preternaturales, no naturales, y que María, aun eximida del pecado original, no tendría por qué haber sido eximida ni del dolor ni de la muerte, los cuales serían naturales al hombre. Sin embargo, este razonamiento olvida que ambos dones entran en el plan y en la obra de Dios creador y elevador del hombre, de manera que tanto el dolor como la muerte son contrarias a la voluntad de Dios[44] y también al espíritu del hombre, por lo que, aunque no sufrirlos fuera un don preternatural, el dolor y la muerte nunca pueden ser considerados sin más como naturales para el hombre[45]. Otros han razonado también en contra de lo que propongo basándose en el carácter excepcional del privilegio, que, como todo lo excepcional, sólo se ha de aplicar estrictamente a lo exceptuado. Así, el privilegio de la concepción inmaculada sólo liberaría a nuestra Madre del pecado original y de aquellas penas que expresamente se digan, pero no de todas. Ahora bien, la muerte no está excluida expresamente por el privilegio, luego María debía morir. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que el privilegio se le otorga en razón de la carne que de ella tomaría su Hijo, y la carne de Cristo no tenía el débito de morir, sino que murió por decisión libre Suya, cabe entonces inducir que la carne de su Madre tampoco tendría ese débito, ya que no se lo trasmitió. Además, está expresamente condenado por la autoridad de la Iglesia que María muriera a causa del pecado contraído a partir de Adán[46], por lo tanto parece ha de entenderse que la exención del pecado original afectó tanto a la culpa como a todas sus penas. A María se le había restituido, pues, la condición original íntegra de nuestros primeros padres, y se le otorgaron gracias mucho mayores, en congruencia con la incomparable misericordia salvadora de Dios (encarnación del Verbo). Pero consideremos el asunto más de cerca.

 

Los dones preternaturales de no padecer dolor y de no morir eran dones corporales –o sea, otorgados a nuestros primeros padres en la medida en que tenían cuerpo–, y estaban estrechamente vinculados entre sí. En efecto, el dolor corporal tiene una clara función orgánica, que es la de informar de un mal funcionamiento o de un daño sufrido por el organismo y que amenaza de un modo u otro su vida. Si la amenaza de la muerte desapareciera, entonces la información que proporciona el dolor sería innecesaria. En consecuencia, cuando se dice que Adán tuvo el don de la impasibilidad no se está hablando de la impasibilidad de su espíritu, sino de la de su cuerpo, ni se le está atribuyendo uno de los dones de los cuerpos espirituales resucitados, sino tan sólo se está diciendo que su cuerpo humano, por don de Dios, estaba tan unido y penetrado por su espíritu que la sabiduría original con que éste lo gobernaba hacía innecesaria y superflua la información orgánica del dolor. Del mismo modo, cuando se habla del don preternatural de no morir no se está hablando de la inmortalidad que corresponde al espíritu ni tampoco del don de la inmortalidad que corresponde a los cuerpos resucitados, el cual es incompatible con la condición de mortal, sino de un don por el que, aun siendo mortal, no moriría nunca de hecho[47], o sea, su cuerpo y su alma no se separarían nunca, en virtud de la unión y obediencia del cuerpo al espíritu donadas por Dios.

 

En resumen, para no confundir el don preternatural de la impasibilidad y el don final de la impasibilidad (como premio) propongo calificar al primero de impasibilidad (sólo) corporal, y al segundo como impasibilidad integral (de cuerpo y alma). Asimismo, para no confundir la inmortalidad final (como premio) con el privilegio de no morir de hecho, propongo, siguiendo a s. Agustín[48], llamar a este último inmorituridad. Con estas precisiones, cabe ahora entender mejor la concesión de tales dones a nuestra Madre: María, al ser preservada del pecado de origen, debió ser preservada también de los dolores que derivan del cuerpo (dolores en el parto, cansancio en los trabajos corporales, vanidad de los afanes), pero no de los dolores que tienen su origen en el espíritu, que son todos los que sabemos que padeció, y que ciertamente, por razón de la unión perfecta que tenían su espíritu y su cuerpo, afectaron también a su cuerpo de modo más intenso que al de ninguna otra persona humana. La impasibilidad de María no le evitó todo sufrimiento, sino sólo invirtió el sentido de su origen respecto de los nuestros: ningún dolor provino de su cuerpo, pero todos y los más intensos sufrimientos nacieron de su amor a Cristo y a nosotros, y le afectaron incluso en su cuerpo[49]. De modo paralelo, en virtud de la gracia de su concepción inmaculada, María no era inmortal, sino no moritura, de manera que tampoco hubo de morir ni tan siquiera de envejecer, sino que, siendo mortal, ni enfermó ni envejeció, manteniéndose su cuerpo vivo, sano y joven hasta que fue asunta a los cielos.

 

Pues bien, aunque el texto de la Munuficentissimus elude dictaminar en esta cuestión, en él se contienen sugerencias de las que pueden deducirse que la victoria de María sobre la muerte aconteció, en parte, al mismo tiempo que su victoria sobre el pecado, es decir, cuando recibió el don que la libró del pecado original. En efecto, así lo sugiere el párrafo final, citado más arriba, de la Introducción a la Munuficentissimus: “por un privilegio del todo singular ella venció el pecado con su concepción inmaculada”. Este «vencer el pecado» es un vencer donal, sin lucha y también sin mérito propio, y se refiere al pecado de origen con todas sus secuelas, puesto que se hace en virtud de los méritos de su Hijo, el cual venció al pecado con todas sus consecuencias[50]. Por tanto, si la victoria de María sobre el pecado en su concepción se funda en la victoria de su Hijo, debió ser, como la de éste, también una victoria plena y que la preservara de todas las consecuencias del mismo, concretamente de la muerte.

 

Sin embargo, esta propuesta parece tropezar con la letra de esa misma Constitución Apostólica en el texto con que abría yo este escrito y en el que se decía: “y, como antes su Hijo, vencida la muerte, [alcanzó] el ser llevada en cuerpo y alma a la más alta gloria del cielo”. Parece que María hubo de vencer la muerte antes de ser elevada a los cielos. Dejo para más adelante desvelar la entera compatibilidad de mi propuesta con estas palabras, e insisto en que lo que no parece tener sentido es que fuera liberada del pecado de origen (culpa) y no lo fuera de la necesidad de morir corporalmente (pena).

 

Pero veamos algunas dificultades de fondo. Es cierto que puede parecer que, al negar que María muriera, contravenimos ciertos principios teológicos básicos: (i) s. Pablo nos enseña que la muerte entró por uno y pasó a todos los hombres[51], por tanto María, como todos los hijos de Adán y Eva, tenía que morir; (ii) si Cristo nos ha redimido a todos muriendo por nosotros, y su muerte salva a los que mueran con Él[52], entonces quien no muera no quedará redimido, como dice s. Pablo “¡Necio! Lo que tú siembras no se llena de vida, si no muere antes” (1 Co 15, 36), o también “si morimos con Él, viviremos con Él” (2 Tim 2, 11[53]), es decir, la resurrección es fruto de la muerte de Cristo, pero requiere que antes muramos con Él. Si María, pues, no hubiera muerto, no podría resucitar, y si no muere ni resucita, la redención de Cristo parece haberle sido indiferente. Además, (iii) si Cristo murió y María no, parece que hacemos a la Madre (criatura) mayor que al Hijo (creador).

 

Empezando por esta última dificultad, cabe decir, ante todo, que las cosas no son así, puesto que, si María no hubiese muerto, habría sido en virtud de la gracia creada por la encarnación y muerte de su Hijo, por tanto no sería mayor la Madre que el Hijo. Pero no sólo no son así las cosas, sino que, además, precisamente para que la Madre no fuera igual que el Hijo, no parece conveniente que María muriera corporalmente, pues si hubiese muerto, lo tendría que haber hecho de modo libre, no por necesidad del pecado, del que fue eximida por la gracia de la concepción inmaculada, y, por tanto, lo habría tenido que hacer como su Hijo, no como nosotros (la generación mala y perversa), pero entonces tendríamos dos redentores, uno divino-humano y otro meramente humano. En efecto, para morir, María tendría que haber entregado libremente su vida corporal, haber renunciado a su inmorituridad, pues ella no tenía que morir de suyo, es decir, como consecuencia de una naturaleza caída que no tuvo. Y así resultaría que, si María hubiera aceptado libremente morir, lo tendría que haber hecho por otros, no para pagar por una culpa propia ni heredada; su muerte habría sido como la de Cristo, ella habría tomado sobre sí la culpa de los demás; y como no hay mayor amor que el de Aquel que da (libremente) la vida por sus amigos[54], entonces, si ella hubiera dado su vida libremente, el amor de María sería el mayor posible y se igualaría con el de su Hijo[55], salva la divinidad. Mas de eso sí que podemos estar ciertos: no existe más que un Salvador[56];  y un Mediador[57], el Hijo de Dios e hijo de María, al que María misma llama su salvador: “Et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo” (Lc 1, 47). Así como por el pecado de uno entró la muerte en el mundo, así por la muerte de uno solo entró la gracia en el mundo[58]. María no es autora ni coautora de la gracia[59], sino su más plena y rendida aceptadora. Se puede incluso decir de ella que es genitrix gratiae en cuanto que aceptó engendrar a Cristo, pero no porque muriera corporalmente. Sólo la muerte de Cristo es la fuente de la gracia que llega a nosotros y a toda la creación. Además, téngase en cuenta que Cristo permitió que le mataran, es decir, la muerte voluntaria de Cristo hubo de ser violentamente producida por otros. Y de igual modo hubiera debido ser en el caso de María: ella no podía morir por sí misma, ni por enfermedad ni por vejez, como tampoco Adán habría muerto, de no haber pecado. Pero en tal caso la tradición no podría haber callado la muerte violenta de María a manos de los hombres[60]. Por el contrario, sucede que sabemos por la tradición que su tránsito fue suave, sin lucha, feliz, pues eso es lo que nos sugiere el dogma de la Asunción[61].

 

Sabemos con certeza que María padeció libremente, en el sentido de que aceptó libremente la causa de todos sus dolores, la divina maternidad, pero no que libremente renunciara a los dones que le habían sido concedidos, como en cambio hizo Cristo respecto de los dones connaturales a su asumición, al hacerse en todo como nosotros, menos en el pecado. Cristo lo pudo hacer porque era Dios, pero María no parece que debiera hacerlo, pues tales dones le habían sido dados por Dios[62]. Téngase en cuenta, sobre todo, que si la corredención se entendiera de ese modo, es decir, como libre renuncia a los dones de la impasibilidad corporal e inmorituridad, parece difícil de evitar la idea de que María, si quiera parcialmente, se habría corredimido a sí misma[63], cosa por completo inaceptable. María fue redimida enteramente por su Hijo; si es llamada con verdad corredentora, es por otra razón que se explica más adelante. La muerte de Cristo fue ciertamente gratuita o innecesaria para Él, pero necesaria para nosotros[64]; la de María, en cambio, parece que habría sido gratuita e innecesaria tanto para ella como para nosotros, que somos enteramente redimidos por Cristo[65].

 

Por tanto, con toda la tradición oral y escrita de la Iglesia ha de entenderse que la muerte de Cristo, la muerte del Hijo de Dios encarnado, realizó ella sola la salvación de todos los que en Él crean plenamente, y no se necesita más que la aceptación personal[66] de la muerte con Cristo, por nuestra parte, para que nos salve; ella basta y sobra para cambiar el universo, así como para redimir a todo pecador, y también para eximir a su Madre del pecado y de los castigos y penas del pecado. En consecuencia, salvo parecer distinto de la Santa Madre Iglesia[67], entiendo que María no murió corporalmente, porque no era de justicia ni hacía falta ni convenía.

 

Además, con eso tampoco se niega que María no muriera en ningún sentido. María murió de otra manera, de una manera sutil y dolorosísima, ella murió espiritualmente al pie de la cruz, adelantándose a todos los místicos. Ya se lo predijo el anciano Simeón: “una espada te traspasará el alma” (Lc 2, 35). La palabra de Dios nos indica, pues, expresamente de qué muerte murió nuestra Madre: de una muerte espiritual, de una muerte en vida. María es corredentora, socia del redentor, como la llama la Exhortación apostólica, no porque muriera corporalmente, sino porque realizó el sacrificio de su Hijo al pie de la cruz, completando lo que no llegó a terminar Abrahán[68] y haciendo corporalmente sensible el sacrificio del Padre al entregar a su Hijo para la salvación de todos, incluida ella misma. María es corredentora por la gracia de su Hijo, porque Él la asoció a su muerte en la cruz, pero no porque ella muriera corporalmente como su Hijo, sino porque le acompañó en la muerte, firme en su fe, esperanza y amor doloroso.

 

Meditemos un momento la muerte de María al pie de la cruz. La riqueza de los padres son los hijos[69], siendo uno de los dolores más grandes y antinaturales, según dicen los que lo han sufrido, ver morir a los propios hijos, pero especialmente en el caso de las viudas que son madres de hijos únicos, tal como nos indica la Sagrada Escritura[70]. María era ya viuda cuando su unigénito moría en la cruz, por lo que toda la riqueza de María, su único tesoro, pendía de la cruz. Su Hijo era la plenitud de los tesoros de la Sabiduría de Dios, ¿quién puede perder más que ella?, ¿quién quedará más sola y desvalida, que aquella cuya vida entera está puesta en su Hijo? Todas estas consideraciones, aun siendo tan singulares, son tangenciales, porque la unión que existe entre María y su Hijo no tiene parangón con la de ninguna otra madre. Para empezar, ella es su única generadora: todo lo que es la carne de Cristo lo ha tomado de María, siendo total la semejanza corporal entre ambos, pues toda la información genética la extrajo de ella. Para continuar, María es Madre de su Hijo previa aceptación expresa de esa maternidad única, por un acto de fe y de obediencia llenos del mayor amor que madre alguna haya tenido a su hijo. Para seguir, a quien aceptó María como hijo es al Hijo del Altísimo; y si David llamó «Señor» suyo a Cristo, el descendiente que Dios le había prometido[71], ¿con cuánta mayor razón no le diría María a su Hijo «mi Señor», ella que lo recibió en su seno tras su fiat al anuncio del ángel? Esta relación de unión en la que una criatura se da toda a Dios, pero recibe a cambio a su Señor y creador no la podremos entender hasta que no estemos cara a cara con Dios. Ninguna persona creada ha dado más a Dios ni ha recibido más de Él. En María se funden el amor de madre con el amor a Dios. María sacrificó, pues, mucho más que a un hijo único, sacrificó todos los amores de su vida por nosotros, calladamente, con el fiat implícito de su inmenso dolor contenido al pie de la cruz. Es sabido que muchos padres que ven morir a sus hijos preferirían morir en vez de ellos; María sufrió al no morir por su Hijo y con su Hijo. Ella habría preferido, como madre, no ser redimida con tanto sacrificio por parte de Jesús[72], y habría ofrecido todo su dolor y su vida misma por disminuir siquiera un ápice de Su dolor, pero amó más a su Hijo como Dios que como suyo[73], y lo entregó queriendo morir con Él, pero aceptando quedarse con nosotros. Porque a esto ha de añadirse que María no sufrió sólo por lo que su Hijo sufría, ni por dejar de verlo, sino sobre todo al ver el rechazo de Su amor divino por parte de nuestros duros corazones. El corazón de María quedó roto por tanto desamor. Dice la Sagrada Escritura que la palabra de Dios es penetrante como espada de dos filos[74], alcanzando hasta la división entre el alma y el espíritu[75]; y como allí donde está tu tesoro, allí estará tu corazón[76], fue al pie de la cruz, de la que pendía su tesoro, donde quedó atravesado el corazón de María por el dolor que Simeón le había profetizado.

 

Los dolores de María constituyen un misterio, el misterio del Corazón de María. María recibió la Palabra de Dios en su seno corporal, y esta Palabra dividió su corazón entre el amor que recibía de su Hijo en la cruz y el amor que ella le tenía, entre el amor a su Hijo y el amor a los que lo hemos matado, pero Él amaba. Ella querría consolar a su Hijo, pero el dolor de Cristo no admitía consuelos, por el despecho que nuestros pecados suponen para el amor del Padre, antes bien Él la consolaba y la mantenía en pie. Hay una interna y dolorosísima conjunción de amores y dolores en María. Ella, que ama a Dios como nadie más lo ha amado entre las meras criaturas, sabe que su Hijo está sufriendo y muriendo para que ella pueda amarlo como lo ama y nosotros de manera semejante a ella. De tal modo que cuanto más lo ve sufrir tanto más se sabe amada, pero cuanto más se sabe amada, más lo ama, y cuanto más lo ama más sufre con su dolor. Es ésta una espiral creciente. Y, así, sufría con alegría su dolor por recibir el amor de su Hijo, pero su amor de Madre la desgarraba al ver el desamor nuestro[77]. Fuera de Cristo, nadie ha sufrido más que María por nuestra causa ni ha ofrecido con más alegría su dolor. Sufre como madre al ver sufrir y morir a su hijo, sufre como sierva de Dios al ver sufrir y morir a su Dios, sufre como madre al ver ofendido a su hijo, sufre como sierva al ver ofendido a su Dios, sufre por nosotros, condenados a morir y ofensores de Dios. La cruz traspasó el corazón de María con un dolor muy superior al de la muerte[78], pero sin que pudiera morir.

 

Cuando se considera el dolor de María al pie de la cruz, se puede concluir que, si no murió corporalmente a la vez que su Hijo, es que debía estar dotada del don de la inmorituridad, o sea, que nada podía hacerla morir. Ninguna enfermedad ni dolor corporal pudo tener más fuerza mortífera que el dolor que atravesó su corazón al pie de la cruz; y, sin embargo, su muerte espiritual no produjo la muerte de su cuerpo. El cuerpo de María, verdadera tienda de la reunión, quedó tan santificado en su concepción, y más aún en la encarnación, que resultó ser cuerpo sagrado, tabernáculo de Dios, cuerpo cubierto por la sombra divina, y, según parece congruente, no vulnerable por la muerte.

 

Los méritos (y dones) de María a partir de la encarnación, sus gozos y dolores, pero especialmente sus méritos junto a la cruz, no fueron méritos que ella «necesitara», puesto que su maternidad divina no admite el incremento de dones mayores, sino que fueron méritos a favor nuestro, corredentores con los de su Hijo[79]; y no porque su Hijo los necesitara para nuestra redención, sino porque Él libremente ha querido asociarla a su plan redentor, como nos asocia a todos los que creamos en Él, para que completemos en nuestro cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo[80]. Pero ¿qué es lo que falta a los sufrimientos y méritos de Cristo? Pues sólo nuestra apropiación, es decir, la aceptación por y con Él de sus dones y de nuestros sufrimientos, mas esa apropiación es convertida por Cristo en méritos y dones para la edificación del Cuerpo místico. No cabe duda de que Cristo es el que ha ganado para nosotros la gracia extraordinaria de la aceptación del reino de Dios, pero esta gracia ha sido creada por Cristo incluyendo la asociación de los otros hombres a ella: al aceptarla nosotros y al unirnos a los dolores de Cristo, Su gracia llega a cumplimiento y hace que nuestro ejemplo tenga eficacia para que también otros crean y se asocien a Él[81]. Los merecimientos propios sirven para otros, haciendo (por gracia de Cristo) eficaz el ejemplo dado. María es la primera y más perfecta colaboradora de Cristo en la expansión del reino de Dios, el más perfecto ejemplo de aceptación a su venida y la persona que más ha merecido, desde y con Cristo, la salvación de los hombres: María es, por gracia de su Hijo y por la aceptación de Su muerte, corredentora de todos los hombres[82]. Y siendo la aceptación de la muerte de su Hijo el sufrimiento y el merecimiento más alto por nosotros de la vida de María, no parece que hiciera falta otra muerte para ella que la espiritual, vivida al pie de cruz.

 

Con todo, cabría seguir objetando: si María venció la muerte en su misma concepción, entonces debió vivir su vida terrestre con un cuerpo inmortal, lo cual, por un lado, no lo quiso hacer su Hijo –el cual se hizo voluntariamente mortal–, y, por otro, habría dejado a su cuerpo sin posibilidad de sanción futura, puesto que la inmortalidad corporal es el premio que recibirán los que hayan creído en Cristo; o, dicho con otras palabras, la asunción de María quedaría evacuada como don, puesto que su cuerpo tendría por adelantado una condición celeste, con lo que igualmente quedarían evacuados sus méritos. Además, si María hubiera vencido completamente a la muerte en su concepción, quedaría conculcada la enseñanza del Espíritu Santo a través de s. Pablo sobre la muerte: “el último enemigo a destruir será la muerte” (1 Co 15, 26).

 

Conviene, pues, aclarar que, aun si hubiera sido librada de la muerte de hecho por el don de la inmaculada concepción, no por eso habría obtenido María la victoria total sobre la muerte hasta el momento de su asunción a los cielos. A ese fin, es imprescindible distinguir, como ya he indicado antes, entre la inmorituridad y la inmortalidad corporales, cosa que, por lo demás, la tradición de la Iglesia ha sabido deducir del Génesis: Dios amenazó a nuestros primeros padres con la muerte, si le desobedecían; por tanto, ellos no habrían muerto de no haber pecado; pero como su pecado era posible –y se cometió de hecho–, la muerte era también posible para ellos; por donde se infiere que eran mortales por naturaleza, pero inmorituros por don preternatural, a no ser que al pecar perdiesen ese don[83]. Pues bien, María fue eximida del pecado original y debió recibir ya en su concepción el don de la inmorituridad, pero todavía no recibió el de la inmortalidad final, que le fue reservado para su asunción. Nótese que s. Pablo dice expresamente algo más adelante del pasaje antes citado: “cuando esto mortal fuere revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fue escrita: la muerte ha sido absorbida en la victoria” (1 Co 15, 54). La trasformación de (la derrota que es) la muerte en victoria se consumará, por tanto, cuando lo mortal sea revestido de inmortalidad, lo cual –como se explica más abajo– se realiza de dos maneras: una para los ya muertos (la resurrección) y otra para los que no mueran (la trasformación). Ésta es la sobreabundancia de la victoria de Cristo: no nos devuelve sólo la inmorituridad del cuerpo de Adán, sino que nos dona la propia inmortalidad corporal que le corresponde a Él una vez resucitado. Si se aplica todo esto a nuestra Madre, se entiende que siendo mortal por naturaleza, el don de la inmaculada concepción la pudiera hacer no moritura, y que, correspondientemente la justicia o santidad que ella obtuvo sobre la tierra fuera una justicia plena, pero ex fide[84] y meritoria, no en visión o gloria –como corresponde a los cuerpos espirituales–, hasta tanto no fue asunta al cielo, momento en el que se le concedió la plenitud de la redención: la inmortalidad o espiritualización de su cuerpo. En este sentido, también para ella la muerte fue el último enemigo a vencer por su Hijo, pero de acuerdo con el modo que a ella le habría correspondido en el plan salvífico: sólo como victoria sobre la mortalidad de su cuerpo.

 

Ahora me parece que estamos en mejores condiciones para hacer frente a la primera y segunda dificultades, las cuales subrayan una doble concatenación: la que existe entre el pecado de Adán y la muerte, y la que existe entre la muerte-resurrección de Cristo y la salvación: “pues ya que por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos” (1 Co 15, 21). La primera concatenación no obra sobre María, en la medida en que fue preservada del pecado original, o sea, de algo que inexorablemente le habría afectado de no mediar la gracia de su Hijo. Para que pudiera ser ésta una verdadera dificultad, habría de considerarse que la muerte no es un castigo del pecado –rompiendo la concatenación pecado original-muerte–, sino la condición natural del hombre, cosa que ya hemos visto está condenada por la Iglesia[85]. María es, pues, una excepción a la ley de transmisión del pecado original por vía genealógica, y, por congruencia, también debería serlo a la ley según la cual todo hombre nacido de Adán ha de morir. En cuanto a la segunda concatenación, María no es excepción alguna, sino la obra más perfecta de la redención cristiana.

 

Debe tenerse en cuenta, al respecto, que la concatenación entre el pecado original y la muerte, por un lado, así como entre la muerte-resurrección de Cristo y la salvación, por otro, admiten modos especiales de cumplimiento. En efecto, todo hijo de Adán según la carne nace con el pecado original, salvo quien, como María, ha sido excepcionalmente preservada de él por don de Cristo, porque la gracia sobreabundó sobre el pecado, y buena muestra de esa sobreabundancia es que, en virtud de su inmaculada concepción, María no hubo de ser manchada por el pecado antes de ser liberada de él. De modo paralelo sucede con la concatenación pecado original-muerte, todo el que nace con pecado original muere por castigo divino, menos aquellos a los que la sobreabundancia de la gracia de Cristo preserva de morir. Y así como la primera excepción toma pie en la tradición oral de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, la segunda excepción tiene su asiento principal en la tradición escrita, pues el propio s. Pablo, que es quien nos enseña la necesidad de aquellas concatenaciones, dice expresamente: “Mirad, os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos trasformados. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar de la última trompeta, pues sonarán las trompetas, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados”  (1 Co 15, 51-52). De manera que no todos morirán ni todos resucitarán, pero los que no mueran serán transformados, “puesto que es necesario que esto corruptible se revista de incorruptibilidad, y que esto mortal se revista de inmortalidad” (v.53). Conocemos, pues, una amplia excepción a la susodicha concatenación, al mismo tiempo que la limitación natural del cuerpo humano viador: “La carne y la sangre no pueden poseer el reino de los cielos, ni la corrupción poseerá la incorrupción” (v. 50). Lo que no puede ocurrir es que el cuerpo mortal entre en el reino de los cielos, pues el reino de los cielos es el recinto íntimo de Dios y todo el que entre en ese recinto ha de ser, como Dios, athanatos (inmortal). Y no se trata de un texto suelto de s. Pablo, puesto que Cristo ha sido constituido por Dios juez de vivos y de muertos[86]. Pero ¿cómo se puede juzgar a los vivos, si el juicio viene después de la muerte? Pues parece que sólo si los que son juzgados en el juicio final no murieron en el momento de su segunda venida.

 

A la vista de tales modos especiales de cumplimiento, cabe afirmar que si María no hubo de ser manchada por el pecado original antes de ser librada de él, tampoco tendría que haber muerto antes de ser librada de la muerte. Pero ¿cómo habría sido esto? El modo del tránsito de María pudo ser, según lo anterior, como el que describe s. Pablo para los últimos hombres:

 

No queremos que ignoréis, hermanos, acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Cristo murió y resucitó, así también Dios llevará consigo a los que durmieron por Cristo. Porque esto os decimos de acuerdo con la palabra del Señor: que nosotros los que vivimos, los que somos reservados hasta la venida del Señor no llegaremos antes que los que durmieron; pues el propio Señor al mando, a la voz del arcángel y al sonar la trompeta de Dios descenderá del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán primero, después nosotros los que vivimos, los reservados, seremos arrebatados con ellos sobre las nubes al encuentro del Señor” (1 Tes 4, 13-17).

 

En el texto se repite de nuevo la enseñanza de que los que mueren con Cristo resucitarán con Él, pero, a la vez que la doctrina común, se nos repite la excepción, el misterio: los reservados, los que estén vivos en el momento final de la venida del Señor, no morirán ni resucitarán sino que, transformados por la gracia de Cristo, serán arrebatados a los cielos junto con los ya resucitados. ¿Acaso estos últimos creyentes serán más que Cristo, por no morir? En modo alguno. ¿Por qué, entonces, si unos hombres, los últimos, nacidos con pecado original, no morirán, la que no contrajo la mancha original, habría de morir? Según el texto recién citado, la concatenación resurrección de Cristo-salvación se cumple de dos maneras: resucitando o siendo arrebatado sin morir. Por tanto, aunque existe una necesaria concatenación «pecado de Adán-muerte» y «resurrección de Cristo-vida eterna», “pues como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos son vivificados” (1Co 15, 22), tanto la una como la otra admiten cumplimientos diversificados. Todos los nacidos de Adán tienen que morir[87], a no ser que sean librados de la muerte por gracia de Cristo, e igualmente todos resucitarán, excepto los que no hayan muerto, pero todos sin excepción han de ser redimidos por Cristo. Nótese que en la última cita no se dice «en Cristo todos resucitan», sino «todos son vivificados». El efecto último de la redención es la vivificación por Cristo[88]. Pero cabe ser vivificado desde la muerte, mediante la resurrección[89], o desde la vida mortal, por medio de la transformación del cuerpo terreno en cuerpo celeste e inmortal. Tanto los redimidos de una manera como los redimidos de la otra son vivificados por Cristo para la vida eterna.

 

Pero todavía se podría insistir en que s. Pablo dice que la muerte reinó incluso para los que no pecaron como Adán. En efecto, en Rom 5, 14 se afirma:pero reinó la muerte desde Adán a Moisés incluso para aquellos que no pecaron a semejanza de la prevaricación de Adán, que es figura del futuro”. Los que vivieron entre Adán y Moisés fueron todos aquellos que no conocieron la Ley. Ahora bien, la Ley introdujo formalmente el pecado[90], pues el que comete pecado sin saberlo no es reo de culpa[91], pero quien lo comete conociendo la Ley sí es reo de culpa[92]. Por consiguiente, debe concluirse que ha habido quienes no pecaron como Adán, o sea, con conocimiento del mal que hacían, y sin embargo también murieron, de manera que incluso aquellos a los que no se les imputa el pecado mueren. De igual modo –podría razonarse–, María, que no pecó como Adán y Eva, también debió morir. 

 

Es fácil detectar el fallo de ese razonamiento, puesto que s. Pablo no dice que los que vivieron antes de la Ley no cometieran pecados, sino que sus pecados no les eran imputables, mientras que María no cometió pecado alguno, ni tan siquiera tuvo defectos, por haber sido librada íntegramente del pecado original y haber sido colmada en gracia, en virtud del don de su Hijo. No existe, por tanto, paridad entre los hijos de Adán que no conocieron la Ley y nuestra Madre, María, como no existe paridad entre no ser imputado un pecado y no tenerlo en absoluto. Por otra parte, mucho más taxativo es s. Pablo respecto de la universalidad del pecado, causa de la muerte, que –según se ha visto– respecto de la universalidad de la muerte, la cual admite la excepción de los creyentes que vivan al final de los tiempos, quienes, como hemos visto, no morirán, aunque sí hayan incurrido en pecado (original y personal): “pues todos pecaron y todos carecen de la gloria de Dios” (Rom 3, 23; 11, 32). Con todo y eso, sabemos, sin embargo, que María fue eximida de la necesidad del pecado y de la carencia de la gloria de Dios, ¿con cuánta mayor razón no podría haber sido eximida también de la necesidad de la muerte?

 

Repito, el Espíritu Santo, a través del mismo s. Pablo que afirma que, si morimos con Él, viviremos con Él, se encarga de enseñarnos este gran misterio acerca del final de los tiempos, acerca de los novísimos, que constituye justo el privilegio aplicable a María, sólo que a ella le fue dado antes del final de los tiempos: ella no habría tenido que morir, sino que, llegado el momento, su cuerpo habría sido inmediatamente transformado en inmortal por la gracia de la muerte y resurrección de su Hijo, a la vez que arrebatado a los cielos. No existe, pues, dificultad alguna para sostener que María no murió corporalmente, sino, como veremos, razones de conveniencia a favor de que no fuera afectada por la muerte estrictamente dicha.

 

Ahora podemos entender la compatibilidad de mi propuesta con el «vencida la muerte» que la Munuficentissimus Deus antepone a la asunción de María. María habría vencido la muerte doblemente: una con el don de la inmorituridad desde su concepción, y otra con el don de la inmortalidad al ser asunta a los cielos, siendo esta última la referible al texto pontificio. A diferencia del pecado original, del que la preservó de una vez por todas, la gracia de Cristo habría liberado a María de la muerte en dos pasos: primero, en su propia concepción, restituyéndole la condición de Adán antes del pecado, o sea, la inmorituridad, y, luego, al final de su estancia terrestre, transformando su cuerpo mortal, santo y purísimo, en cuerpo inmortal. Esa diferencia en la recepción de los dones es lo que le permitió a nuestra Madre vivir la justicia de la fe[93] durante su vida terrestre con perfección absoluta, pues –como he dicho antes– la inmortalidad del cuerpo es imprescindible sólo para la justicia de la visión cara a cara[94].

 

Y, naturalmente, si María no hubiera muerto, tampoco habría podido resucitar, sino que su cuerpo habría sido simplemente transformado. No todos moriremos, pero todos seremos inmutados. Hay gran coherencia en ello, porque si Adán antes del pecado no tenía que morir[95], María, eximida del pecado de origen, tampoco tendría que morir, de modo que su cuerpo, que fue el habitáculo de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad al entrar en el mundo, habría sido un cuerpo santísimo, ciertamente mortal, pero no morituro. La transformación que le correspondía a ella era cambiar el estado de su cuerpo de mortal a inmortal, pero sin morir ni resucitar. ¿Qué dificultad habría en ello, si los últimos hombres, los que asistan a la segunda venida del Verbo encarnado, teniendo el pecado original y siendo mortales y condenados a la muerte, no morirán, sino que por la gracia de Cristo serán transmutados? ¿Acaso la única que dio entrada y asistió a la primera venida de Cristo, habiendo sido liberada de todo pecado, no tendrá una transmutación más sencilla e inmediata que los que asistan a su segunda venida? En efecto, la carne que ella acogió en su carne mortal, pero inmaculada, y a la que dio asilo y alimento, fue la que, a la inversa, la acogió a ella en el seno de la Trinidad, trocándole su mismo cuerpo en inmortal. ¿El que es capaz de resucitar a los muertos no podrá dar la inmortalidad al más santo de los cuerpos naturalmente mortales[96], sin que hubiera pasado por la muerte?

 

María, nuestra Madre, no habría tenido que morir ni que resucitar, sino que, inmutado su cuerpo, habría sido arrebatada a los cielos, por tanto tampoco habría sido sometida a juicio particular alguno, que siguiera a la muerte. Dice el Espíritu Santo por s. Juan que el que cree en Cristo no es juzgado[97], sino que pasa de la muerte a la vida[98], y, desde luego, nadie creyó en Cristo como María, de manera que ella no hubo en modo alguno de ser sometida a juicio. Si el juicio consiste en que la luz vino al mundo y los suyos no la recibieron, sino que prefirieron las tinieblas a la luz[99], de aquella que fue la que recibió y dio entrada a la Luz en el mundo se ha de decir con toda propiedad que no fue juzgada, sino socia de la Luz. No había en María nada que hubiera de ser juzgado, porque no hubo en ella mancha ni defecto que impidiera el paso a la Luz. A nosotros se nos juzgará en la medida en que no hayamos creído lo suficiente en Cristo y en la medida en que la fe no haya empapado nuestras obras, pero la fe de María no ofreció la menor resistencia a la Luz y a la Palabra, más aún, su vida entera estuvo totalmente ocupada interior y exteriormente en acoger la Palabra, que es su Hijo. Siendo la Palabra la que juzgará a cada uno en el último día[100] –justo en la medida en que no hayamos apreciado a Cristo y no hayamos recibido su palabra–, María, que la acogió en su seno, la guardó y meditó en su corazón, y la llevó a su vida sin el menor desfallecimiento, no tenía de qué ser juzgada.

 

Ahora bien, si María no hubo de ser juzgada, sino que fue premiada de inmediato y sin morir, queda entonces de manifiesto la perfección de la redención obrada en ella por Cristo. Paso revista, a continuación, a los hitos de esta redención maravillosa, tal como la entiendo. 1.- Respecto del estadio inicial: redención preventiva del pecado original y de sus consecuencias (del fomes peccati, de la ignorancia de Dios, del dolor físico y de la muerte), junto con la concesión no sólo de la elevación y de la inocencia original (restitución del estado original), sino de la plenitud de la gracia santificante y auxiliante (dones y frutos del Espíritu Santo). 2.- Respecto del estadio de aceptación: aumento del don de la gracia elevante con el ofrecimiento de la Maternidad divina, que la sobreeleva por encima de toda criatura; consumación en la gracia tras el fiat, consumación de la fidelidad a Dios en su cuerpo (virginidad perpetua), y consumación de la fidelidad a Dios en su espíritu (fe indefectible). 3.-Respecto del estadio definitivo: plenificación de todo su ser, cuerpo y espíritu, mediante el otorgamiento de la justicia de la visión de modo inmediato, es decir, sin pasar por la muerte ni el juicio ni la resurrección, sin dilación temporal alguna, por la sola transmutación de su cuerpo mortal en inmortal, de manera que en María el último enemigo a vencer no habría sido la muerte de hecho, sino sólo la condición de mortal.

 

A la cuestión con que cerraba yo el apartado precedente, a saber, ¿qué le faltaba por recibir a María, que tales dones había recibido ya en vida?, la respuesta es sencilla: le faltaba volver a reunirse en cuerpo y alma con su Hijo ascendido a los cielos. De ese modo se cumpliría en ella lo que el salmista había predicho para los tiempos mesiánicos: “la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan" (Sal 84, 11). La misericordia, descendiendo, la había precedido desde su concepción hasta la anunciación con sus inmensos dones, y se encontró con la fidelidad del fiat que se alzaba desde el corazón santo de María; la justicia y la paz se abrazaron en unidad, cuando cumplido el tiempo de su existencia terrena ella, la consumada en gracia, fue transformada en su carne y arrebatada al cielo, a la derecha de su Hijo, sin dilación ni tormento algunos.

 

La Asunción no sería, pues, sino el acto final de la redención de María, la sanción de Cristo a la vida entera de su Madre mediante la elevación de su cuerpo y alma al cielo, sin que mediara ni la muerte, ni el juicio particular ni la resurrección; dicho brevemente: la concesión directa del premio al fiat que fue su vida.

 

 

V.                  LA CONGRUENCIA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA EN EL PLAN DE LA REDENCIÓN

 

 

Las razones en que se apoyan todas mis anteriores propuestas son razones de congruencia, no de necesidad racional, es decir, son razones donales basadas en la armonía de la revelación. Es ahora el momento de detenerse a considerar la congruencia interna de la redención perfecta de María y, más en concreto, la congruencia de su asunción. Primero examinaré brevemente la congruencia de la perfecta redención de María en los planes salvíficos de Dios (i), y luego consideraré la congruencia de su asunción en dos pasos: la congruencia de la asunción con el modo de su redención (ii), y la congruencia de la asunción con los detalles de mi propuesta (iii).

 

V. 1. La congruencia de la perfecta redención de María en los planes salvíficos de Dios

 

Cristo, Dios y hombre, es la congruencia pura, el verbo del Verbo, el conciliador de cielos y tierra, el ofrecimiento vivo de la gracia a los pecadores y de la Vida divina a todas las criaturas; y María, su Madre, es un factor decisivo de esa congruencia, a saber: es la perfección de la acogida del plan divino por el lado de las criaturas. Si Dios quería entrar en el mundo con el consentimiento de sus criaturas, había de obtener un consentimiento perfecto, congruente con la perfección de su plan redentor. De manera que si Cristo es la perfección de la obra redentora, María es la perfección de su aceptación. De no haber aceptado y vivido nadie perfectamente la redención de Cristo, podríamos estar tentados de pensar que el cristianismo es tan elevado y sublime que no está al alcance de los hombres. Pero eso significaría implícitamente que no viene de Dios: si la revelación cristiana no fuera una revelación asequible al hombre, o bien sería porque Dios no puede revelarse al hombre, o bien sería porque el hombre no es capaz de recibir la revelación[101], pero esto último de nuevo se volvería contra su origen divino, pues la sabiduría de Dios no hace una revelación a quien no dota de la capacidad para recibirla[102]. El testimonio viviente de María es el de que Dios puede y quiere hacer maravillas en los que escuchan su palabra, y ella es el adelanto acabado de esa perfección que Él quiere y obra en nosotros. La figura de María es esencial en el cristianismo, no por necesidad metafísica alguna, sino por libre decisión de los planes divinos, que muestran su carácter divino precisamente en razón de su congruencia, tanto interna como con el hombre y la creación entera. María es la muestra del exceso de la misericordia sobre la justicia, pero, como se dijo antes, sin anular a esta última. Dios no quiere (por justicia) salvar (misericordiosamente) al hombre sin su consentimiento, y quiso que ese consentimiento al inicio de sus planes fuera como convenía, a saber, pleno y perfecto, para lo cual su misericordia se volcó en María y encontró en ella el acogimiento más libre y amante.

 

Por razón de su cercanía íntimamente máxima al Verbo (maternidad), María es la persona creada y elevada que más directamente ha contactado con la divinidad –por iniciativa divina, no suya, desde luego–, pero de tal manera que ella ha recibido en directo la plenitud de la redención y de la santidad de Aquel a quien ella aceptó como su Hijo. Por tanto, es congruente que todas las gracias que de Cristo reciban las demás criaturas las haya recibido antes ella, al recibirlo a Él, pero no para quedárselas, sino para compartirlas, de lo que se infiere que ella es la Medianera de todas las gracias[103].

 

Tal plenitud y exceso de gracia, que recibió en los dos estadios primeros de su desarrollo personal, no eliminó, sin embargo, la índole del estadio de aceptación, o sea, la condición de viadora de nuestra Madre. El contacto directo con la divinidad, en la medida en que tuvo como mediador al cuerpo de Cristo, que se hizo velo de su persona para crear nuestra fe[104], no suprimió la condición de la justitia ex fide[105] ni el mérito de la vida terrena de María, como tampoco redujo sus proyectos de vida, sino que se los amplió, llenando su tiempo de tareas repletas de misterio y dotándola de una función materna para con todos los hombres. María sufrió en su alma, y sufrió en su cuerpo, pero no fue su cuerpo el causante de sus dolores, pues –según induzco– era impasible respecto de los otros cuerpos, sino su espíritu, en la medida en que muchos hombres, engañados y sometidos por Satanás, no aceptan a su Hijo, sino que lo persiguen, lo rechazan, y lo matan; así como en la medida en que incluso sus discípulos dudan o pierden su fe al ver que murió, y también en la medida en que sus nuevos hijos, los recibidos al pie de la cruz, son rechazados, perseguidos y martirizados por ser cristianos. Existen devociones en la Iglesia que recuerdan y meditan los dolores de María, pero todos ellos fueron dolores nacidos de su condición de Madre de Dios y Madre nuestra. María, llena y consumada en gracia, prestó oídos e hizo en todo momento la voluntad de Dios, y en todos los gozos y dolores de su vida manifestó que la perfección que trae consigo su Hijo es asequible para nosotros. Ella misma es la prueba de que Dios, a pesar de todas nuestras debilidades, es capaz de hacernos perfectos no sólo en la vida futura, sino en esta vida[106] y de que está deseando hacerlo así, hasta el punto de que nos da una Madre de nuestra carne y de nuestros huesos para que se lo pidamos.

 

Tras decir esto, sale al paso inmediatamente una objeción: cuantos más privilegios tenga María, más se aleja de nosotros, y por tanto menos en condiciones está de servirnos de ejemplo. Sin embargo, esta objeción olvida que todos nosotros somos también unos privilegiados: privilegiados por vivir, por haber sido llamados a la vida sobrenatural y transnatural, privilegiados por haber recibido el anuncio del Evangelio, privilegiados por el cuidado con que la providencia divina nos ha tratado en nuestra familia, sociedad y patria, privilegiados por las gracias incalculables que recibimos a diario. Todo cuanto Dios ha dado a su Madre nos lo ha dado también a nosotros. María ha recibido los privilegios más altos, pero para comunicárnoslos, y así lo hace ella con los que la veneran e imitan como Madre de Dios. Los dones concedidos a María no son sino la preparación para que todos pudiéramos recibir y acoger el don de los dones: a Cristo mismo. El sí de María es el sí previo al de todos los hijos de Dios. Ella es la condición del superprivilegio de la redención: que el hombre acepte el plan de Dios entero. El plan de Dios la precede, pero no se lleva a cabo más que con su fiat. Por eso, María es la pedagoga universal de la perfección traída por el evangelio para todos los hombres, pero es necesario que nosotros nos dejemos enseñar por ella. Su magisterio está contenido en estas breves sentencias puestas por obra: “hágase en mí según tu palabra” y “haced cuanto Él os diga” (Jn 2, 5). En este sentido, tal como afirmaba en la declaración de Puebla la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, avalada por el Papa Juan Pablo II, “María debe ser cada vez más la pedagoga del evangelio para los hombres de hoy”, y así lo recordaba nuestro Papa, Benedicto XVI, cuando aún era cardenal Ratzinger, a la vez que la proponía como un factor de equilibrio y plenificación para la fe católica[107]. Como confirmación de esa función de armonía en la sobreabundancia del plan divino, conviene ver ahora el papel de su asunción.

 

V. 2. La congruencia de la asunción de María con la perfección de su redención

 

La Asunción es el premio o sanción a la santidad perfecta de María, o sea, el final que corona la obra de su redención, tal como sugiere el conocido adagio medieval «finis coronat opus». Esta sentencia, que suele ser entendida de modo tautológico, como si dijera «el final termina la obra», tiene un origen profundamente cristiano que sugiere, al contrario de lo que se suele pensar, la diferencia entre el término de la obra y el premio, al cual alude la noción de corona. El final no es la lucha ni la victoria, sino el premio que Dios concede y que está muy por encima de nuestros méritos. El premio, pues, corona la obra, la obra conjunta del hombre y de Dios, razón por la cual, como ya se dijo, el premio corona los dones recibidos.

 

La Asunción es, así, el premio que corona la obra de la redención perfecta de María. Por razón de su función en el plan divino, ésta se inició con la concepción inmaculada y la infusión de la plenitud de la gracia santificante, sin contar con su consentimiento, y se incrementó hasta el límite con el don de la maternidad divina, acompañado por el de la virginidad perpetua y por la consumación en gracia, tras su fiat, de manera que puede decirse con toda verdad que María fue salvada por adelantado, en su concepción y durante su vida sobre la tierra, antes de acabar su estadio de viadora. Era, por tanto, congruente que, si fue salvada por adelantado, fuera premiada por adelantado, coronando su consumación en gracia con la consumación en gloria[108], pero bien sabido que ese «por adelantado» lo es siempre respecto de los demás redimidos. Como ella dio entrada por adelantado al reino de Dios en el mundo, a ella se le dio entrada por adelantado en el reino de los cielos, pues es congruente que quien no retrasó un instante el inicio de la redención no tuviera que sufrir retraso alguno en la consumación de su redención.

 

Naturalmente, este adelanto de la consumación gloriosa de María no significa que para ella ya haya acontecido el fin del mundo ni la segunda venida de su Hijo, sino que ella no será afectada por el fin del mundo ni por la resurrección de los muertos, porque ha sido asociada corporalmente a la carne resucitada de su Hijo de tal modo que lo acompañará en su segunda venida. Y, entretanto, en el interregno entre su asunción y el final del mundo, ella tiene asignada por su Hijo resucitado una misión para con nosotros: ella es Madre de la Iglesia o Cuerpo místico, a la que prepara, con su oración, sus apariciones y la mediación de sus gracias, para el final de los tiempos. Esta misión, que le fue asignada al pie de la cruz, la convierte en Madre de todos los hombres, y ella la cumple ahora en cuerpo y alma desde los cielos.

 

V. 3. La congruencia del modo propuesto de la Asunción con la coronación de los privilegios de María

 

El privilegio de la asunción no consiste en que María no muriera ni fuera juzgada ni resucitara, sino en que recibió sin dilación[109], tras acabar el curso de su vida, la gloria eterna que le correspondía en su cuerpo y en su alma. Sin embargo, parece congruente no sólo con su concepción inmaculada, sino también con la virginidad y la asunción el que no muriera ni fuera juzgada ni resucitara.

 

No parece congruente que la Madre virgen hubiera de morir. La muerte corporal es, ante todo, el castigo del pecado de origen, pero María fue preservada de él, por tanto lo debió ser también de su castigo. Además, la muerte corporal es, tras la redención, el medio por el que los pecadores recibimos la consumación en la gracia de Cristo (don de la perseverancia final), pero María había recibido un don mayor inmediatamente tras la encarnación del Verbo, al ser consagrada como su Madre, por tanto no parece tener sentido salvífico alguno para ella el morir corporalmente. En cambio, sí tenía y tuvo sentido el sufrimiento espiritual de acompañar a su Hijo en la cruz: eso la convirtió en socia del redentor y en Madre nuestra. No cabían méritos más altos que su fiat y su entrega espiritual al pie de la cruz, por tanto el morir corporalmente no parece que hubiera tenido sentido ni de conversión, ni de expiación, ni de merecimiento para sí.

 

Además, por la unión única que el cuerpo de María tiene con la divinidad tanto en razón de su divina maternidad como por su virginidad no parece conveniente que la muerte le afectara. En efecto, la muerte es una separación del cuerpo respecto del alma, tal que el cuerpo deja de existir y, en consecuencia, queda también separado, como tal cuerpo, respecto de Dios[110]. No convenía, pues, que, siendo el nexo de unión con Dios de la maternidad divina, su cuerpo muriera, pues entonces esa maternidad divina de María habría quedado suspendida en lo específico de sus dones. En cuanto a la virginidad perpetua, es éste un don, que habiendo brotado (por inspiración del Espíritu) libremente del corazón de María, sin precedente alguno en el Primer Testamento, fue convertido en excepcional por su maternidad divina y consagrado por ésta para siempre. Él nos recuerda el carácter corporal y sexuado de la condición de madre, a la vez que la consagración del cuerpo de María a la Trinidad Santa. Esto significa que María, preservada de toda mancha y dotada de toda gracia en su cuerpo y en su alma, hecha Madre de Dios por iniciativa divina y aceptación suya, mantiene una vinculación corporal con Dios tal que, siendo la más altamente fecunda de las mujeres, dejó su cuerpo sellado, ratificado y consumado por la acción divina (y por voluntad propia) con una mutua fidelidad perpetua cuya índole es corporal. No parece conveniente que esa fidelidad, cuasi-esponsal, entre la divinidad y el cuerpo de María, fuera rota por la muerte, que Dios abomina en los justos[111] y, por consiguiente, también en el cuerpo de su Madre, al que –entiendo– había liberado de tal débito. No parece congruente, pues, que Quien no le quitó la virginidad corporal al hacerla Madre, le exigiera perder la vida corporal antes de hacerla inmortal.

 

Por el contrario, sí es congruente que ella no muriera, puesto que así quedaría ilustrada la gracia especial que hará nuestro Señor a los que estuvieren vivos en su segunda venida. Era conveniente que María fuera la primera de los últimos, del «resto» de los que no mueren corporalmente, sino que reciben la redención de Cristo por transmutación del cuerpo mortal en inmortal. En virtud de la muerte de Cristo no le habría sido necesario a ella, ni les será exigido a los últimos hombres, el morir corporalmente, sino que habría recibido y recibirán de la humanidad resucitada del Señor, respectivamente, el don de la transformación de lo mortal en inmortal sin intermediación de la muerte. Si María ha recibido todas las gracias de su Hijo, convenía que recibiera esta que recibirán los últimos cristianos, cuyas pruebas y padecimientos[112] serán semejantes, aunque no iguales, a los que pasó ella junto a la cruz, y les serán reputados como una muerte con Cristo. De este modo, la exención de la muerte tanto de María como de los últimos creyentes sirviría de contraste para resaltar el exceso o locura del amor de Cristo al morir, y arrojaría luz sobre la oración del huerto: Cristo dio incomparablemente más de lo necesario y de lo que Él mismo pide a los que libera de morir. Los planes de Dios son infinitamente misericordiosos y justos, pero no son homogéneos o unívocos, sino que se diversifican según las personas, las funciones, y los momentos[113].

 

 Más aún, si María no murió, entonces la congruencia de la Asunción con la Inmaculada y con su divina y virginal Maternidad resplandece como positiva coronación de esos dones: a la Inmaculada la coronaría como una sobreelevación de la inmorituridad, recibida en su concepción, mediante la sola transformación de lo mortal en inmortal; a la divina Maternidad la coronaría en la forma de una intensificación de las consecuencias del nexo corporal con la divinidad, adquirido mediante ella y nunca ni por nada interrumpido.

 

Tampoco era congruente que fuera juzgada. Antes he hecho mención de la sentencia «finis coronat opus» respecto de María, nuestra Madre, pero existe una señalada diferencia entre la coronación de nuestros méritos y los de María. Es cierto que también en ella Dios corona sus dones, pero ¡qué perfección la de los dones y méritos de María! Lo mismo que no existe un título o nombre más alto que el de Madre de Dios, así tampoco existe una criatura que haya hecho suyos los dones divinos con mayor perfección. Aunque para preparar el don de la maternidad divina, le fueron adelantados los extraordinarios dones iniciales de la inmaculada concepción y de la plenitud de gracia, en el fiat de María se contiene su libre consagración virginal a Dios y su obediencia íntegra al más incomprensible de los misterios, que sin embargo acepta sin reservas porque viene de Dios: nadie ha confiado más en Dios, nadie ha creído más en su Hijo, nadie ha obedecido con mayor fidelidad a su creador, elevador y redentor. Todo en María fue sí, y sólo sí, al plan salvífico de Dios. María no tuvo nunca, por don que ella acepta y agradece a su Hijo y salvador, de qué arrepentirse ni de qué ser juzgada.

 

Y, finalmente, tampoco sería congruente la resurrección de María. El «espíritu» de la definición dogmática de la Asunción es, como he dicho antes, el de señalar que Cristo no quiso diferir la plenitud del premio respecto de su Madre[114]. No debía haber dilación entre el último momento de su vida terrestre y la coronación de sus méritos, porque el cuerpo de María había quedado convertido en templo vivo de Dios al decir fiat, o sea, al ser hecha Madre de Dios. Ahora bien, la muerte y resurrección implican retraso entre la redención del alma y la del cuerpo, así como en la recepción de la plenitud del premio. Si, por el contrario, hubo una indudable dilación en la resurrección y ascensión de Cristo fue, única y exclusivamente, porque Él quiso hacerse en todo como nosotros, hasta morir incluso, y para, una vez vencida la muerte con su resurrección, cimentar nuestra fe en ésta. Pero María no tenía que hacerse como nosotros, pues era como nosotros, más bien tenía que ser distinguida de nosotros en su función de adelantada, de modelo y de mediadora ante el Mediador. La perfección de su fiat, prolongado a lo largo de toda su vida, incluida su demora en la tierra desde la muerte de su Hijo, o sea, desde su propia muerte espiritual, merecía que el premio que se le otorgara fuera el más conforme con la justicia de Dios sancionador: el adelanto de la consumación espiritual y corporal en gloria, como adelanto de lo que recibirán los últimos creyentes, la gracia de la transmutación del cuerpo mortal en inmortal.

 

Pero si no fue con la muerte, ¿cuándo y cómo acabaron, entonces, los días de María? De Enoc y de Elías se dice en la Sagrada Escritura que fueron arrebatados, el primero como ejemplo de conversión, y el segundo en un carro de fuego[115], o sea, por el Espíritu Santo. De los últimos creyentes cuando venga Cristo por segunda vez, se nos dice también que serán arrebatados a los cielos a su encuentro. No sería mucho aventurar que nuestra Madre hubiera sido arrebatada en cuerpo y alma a los cielos por su Hijo como adelanto de su segunda venida. El texto del Último Testamento que más directamente lo sugiere es el del Apocalipsis 12, 1 ss. El apóstol s. Juan, que la había recibido de Cristo como Madre, tuvo que ser testigo de ese excepcional momento, y nos lo da a entender en ese libro, lleno de revelaciones envueltas en el misterio para hacer crecer nuestra fe.

 

Aunque la visión allí referida reúne varios planos históricos, es posible entender que el pasaje alude al protoevangelio del Génesis, al hablar de la mujer que dio a luz a un Hijo varón[116], el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro[117], y que, por tanto, nos habla de María, al mismo tiempo que de Israel y de la Iglesia, pues el punto de unión del Primer y Segundo Testamento es precisamente ella, la Madre virgen[118]. Pues bien, según el texto, la Madre del Hijo de Dios fue perseguida dos veces por las insidias de la serpiente: una, nada más nacer su Hijo, otra, ya después de derrotado el demonio por su Hijo en la cruz. Si la primera persecución corresponde a la persecución de Herodes el Grande y a la huida a Egipto[119], y a la vez coincide simbólicamente con la muerte de Cristo[120], la segunda persecución puede referirse a la persecución de la Iglesia de Jerusalén[121], en la que estaba María, y a su traslado a Éfeso, según la tradición, junto con s. Juan. De ambas insidias fue protegida la Madre del salvador temporalmente por un privilegio único que la mantenía en vida, y que puede ser entendido como la inmorituridad, don que la preservaba de la muerte de hecho. Pero tras la segunda persecución, lanzó de su boca la serpiente agua, como un río, para hacer que fuera arrastrada por él, o sea, para que muriera como los demás hombres, pero la tierra engulló el río que el dragón había lanzado. Si por el río se entiende la muerte, que arrastra a los hombres, o sea, el poder del enemigo[122], la tierra que lo absorbe puede ser entendida como el don divino de la inmortalidad final, que transformó su cuerpo en inmortal, de manera que las insidias de la serpiente ya no pudieran insidiar más contra su calcañar[123]. A partir de entonces el demonio, irritado contra la Mujer, se ensañó con los otros hijos de María[124]. Esa irritación diabólica puede ser entendida como una confirmación de la Asunción, cuando María quedó fuera del alcance de sus acechanzas para siempre. Nótese que la Mujer ya no se refugió más en el desierto ni se dice que le fueran dados más tiempos, sino que, acabados los últimos tres tiempos y medio, y cuando el demonio quiso ejercer sobre ella su poder mortífero, ella fue preservada para siempre de la muerte, sin que nunca hubiera sido sometida ni dañada por la serpiente, cosa que la diferencia de nosotros.

 

La frase «acabado el curso de su vida» no significa, entonces, necesariamente «cuando murió», como en nuestro caso, sino sólo «cuando Dios lo decidió». El curso de la vida terrestre de María finalizó cuando los planes de Dios lo tenían previsto, y que, de una parte, tuvo lugar cuando la Trinidad Santa juzgó conveniente no prolongar más la separación corporal de la Madre respecto de su Hijo, sino premiar su fe insuperable con la visión del rostro de Dios en Cristo resucitado; y, de otra, y a juzgar por su misión de Madre de la Iglesia, debió coincidir con el momento en que, por la expansión territorial de ésta, resultaba más natural o congruente asistirla maternalmente desde el cielo que desde la tierra. Los planes de Dios parecen, pues, haberla retenido sobre la tierra como factor de unidad y fidelidad para los momentos difíciles y cruciales de la formación de la Iglesia tras la muerte de Cristo, no sólo antes de la resurrección y de Pentecostés, sino también durante la formación de la tradición escrita a la que, además de aportar datos esenciales, como los recogidos en los evangelios de s. Mateo y s. Lucas (evangelio de la infancia), sirvió de garantía externa de autenticidad. Pero cuando las persecuciones dispersaron a la Iglesia, María fue elevada por Dios en cuerpo y alma a los cielos, para unir y atender mejor a sus otros hijos, ya esparcidos por todo el mundo entonces accesible. Con ello la tarea de María, lo mismo que su vida corporal, no se disolvió, sólo se transformó: lo que hacía en la tierra pasó a hacerlo desde el cielo.

 

De este modo, es decir, si no murió ni fue juzgada ni resucitó, queda más patente el privilegio final de María, pues así coincidirían en ella el acto último de su redención y el premio[125], a diferencia de la inmensa mayoría de los demás hombres, cuyo acto último es la muerte, el cual, seguido por el juicio (particular) y el premio (o castigo) para el alma, está separado de la sanción final por la dilación que introducen nuestros defectos y pecados veniales (purgatorio), y especialmente por la dilación de la segunda venida de Cristo, que retrasa nuestra resurrección. La razón de esta última, aparte de la natural e insondable profundidad de los designios divinos, es también la de dar ocasión a la fe de las siguientes generaciones, pues la segunda venida de Cristo cierra la historia. María no incurrió en la primera dilación (la de los pecados) y fue eximida de la segunda, porque su exención no sólo no perturba la posibilidad de la fe de las generaciones venideras, sino que la estimula, al mostrar la congruencia entre la santidad terrena de la Madre de Dios y la de su premio, entre la misericordia divina adelantada y la justicia no retrasada. Eso nos confirma que el retraso de la resurrección no es un retraso de la justicia divina, la cual acoge a nuestras almas en la visión beatífica inmediatamente tras la muerte, sino una ampliación de la misericordia, para que otros muchos puedan entrar en el reino de Dios. La misericordia envuelve a la justicia, la antecede y la subsigue, pero no la anula.

 

María es el más alto ejemplo de equilibrio entre la misericordia y la justicia divinas, y, por tanto, una garantía de que nuestra esperanza tanto en la misericordia divina como en su justicia no es vana. Ella es la única, junto con su Hijo, cuyo nombre definitivo le fue dado ya sobre la tierra. Mientras que a los demás hombres nos es todavía desconocido nuestro propio nombre, es decir, el que Dios nos impondrá en el juicio[126], el nombre verdadero de María le fue impuesto ya sobre la tierra, ella es la Madre de Jesús, el Cristo, la Madre de Dios encarnado. Y eso es posible, porque para ella no existe dilación alguna entre el mérito y el premio, con lo cual concuerda armoniosamente que no fuera sometida ni a la muerte ni al juicio ni a la resurrección.

 

María es, pues, la última de los primeros y la primera de los últimos: la última de los primeros que esperaron la venida del Mesías, pues lo acogió en su seno, la primera de los últimos que esperarán la segunda venida de su Hijo, pues ha sido ya arrebatada, como lo serán ellos, al encuentro de Cristo en cuerpo y alma. Ella, que une el Primero y el Segundo Testamento, une también la primera y segunda venida de su Hijo.

 

Asimismo, la Asunción, como premio, coincide con la coronación de María como reina junto a su Hijo. Sin diferir ni un solo instante el premio final, su Hijo la ha sentado a su derecha. Justo el lugar que le pidió a Jesús para sus hijos la madre de los hijos del Zebedeo, y Él dijo que estaba reservado desde toda la eternidad[127], ése es el puesto otorgado por el Padre a María. Dada la dignidad incomparable de su título de Madre de Dios y la santidad que le es inherente, podemos tener la certeza de que, en su reino, a la derecha de Cristo está sentada María. De este modo resplandece el respeto donal del Padre por la naturaleza humana y por la familia, pues siendo la generación carnal materna la vía que Él eligió para la entrada en el mundo de su reino, ha colmado a su Madre de los dones más altos y la ha sentado a la derecha de su Hijo, con el que ella vendrá a juzgar a vivos y a muertos en Su segunda venida. 

 

En definitiva, el sentido de la Asunción en el conjunto del plan salvífico de Dios parece ser el de preparar y adelantar la segunda venida de Cristo. Si María fue preparada por adelantado y fue socia anticipada e indispensable de la primera venida de Cristo, convenía que fuera también preparada de modo anticipado para acompañar su segunda venida, a la que ha sido asociada donalmente. La preparación congruente de María para la segunda venida de Cristo consistió, según deduzco, en adelantar en su respecto el modo de salvación de los últimos: al igual que lo serán los últimos creyentes, su cuerpo fue transformado de mortal en inmortal y ella fue arrebatada por el poder de su Hijo en cuerpo y alma al cielo, sin mediar muerte, juicio ni resurrección, siendo introducida en la «justicia de la visión» sin retraso alguno ni la concesión de otra gracia que la transformación referida y la contemplación corporal y espiritual directa de su Hijo resucitado y ascendido a los cielos. En cuanto a la asociación anticipada de María a la segunda venida de Cristo, ella, en cuerpo y alma gloriosos, prepara a los viadores con sus apariciones, oraciones y mediación de dones para la consumación de la historia, sale al encuentro de todos los que mueren, y acompañará a su Hijo en el momento final de la historia, así como en el juicio universal.

 

 

VI.               CONCLUSIÓN

 

 

No está definido por la Santa Madre Iglesia que María muriera ni que fuera juzgada ni que resucitara, sino tan sólo que, acabado el curso de su vida terrestre, fue llevada en cuerpo y alma a los cielos. Tampoco está definido lo contrario. Sin embargo, he procurado mostrar cuán congruente es que María tuviera unos novísimos diferentes a los de los demás hombres, partiendo tanto del dogma de la Inmaculada Concepción cuanto del de su Maternidad divina y virginal, así como del de su Asunción gloriosa.

 

María, la criatura perfecta, la Madre de Dios, fue redimida por su Hijo ya en su concepción, que la libró del pecado de origen; fue elegida por la Trinidad Santa como Madre del Verbo encarnado, puerta del reino de Dios y del Cuerpo de Cristo, plan divino que ella aceptó libre e íntegramente; fue elegida por su Hijo como aquel resto de Israel que mantuvo firme la fe al pie de la cruz, y ella sufrió el mayor de los dolores al lado de su Hijo; le fue encomendada la Iglesia en la persona del joven s. Juan, y ella vivió en terrible soledad sobre la tierra, aunque acompañada por el Espíritu de su Hijo, mientras Dios lo quiso, en medio de una Iglesia en ciernes, en la que junto a dones extraordinarios también existía una mediocridad de fe tan grande como la nuestra. Cumplió todo cuanto Dios quiso de ella, y vivió la santidad de la vida intratrinitaria sobre la tierra, pero quedaba todavía un paso para terminar su redención: hacer que su cuerpo mortal fuera revestido de inmortalidad. Este paso no le incumbía a ella darlo, sino a su Padre, a su Hijo y a su Esposo, y Dios lo dio en absoluta congruencia tanto con los dones que había otorgado a María, cuanto con la obediencia perfecta que ella había exhibido en todos los momentos de su vida.

 

Por consiguiente, junto a algunos otros que me precedieron, propongo, con plena sumisión a la autoridad de la Iglesia, que: en congruencia con el don de la inmaculada concepción, María fue eximida de todas las penas del pecado original, en particular de la muerte; en congruencia con la fe y obediencia perfectas del «fiat» que fue su vida, ella fue eximida de todo juicio; y en congruencia con el vínculo corporal de Amor que tenía con el Verbo encarnado, su cuerpo mortal fue transformado en inmortal –sin pasar por la muerte, el juicio y la resurrección– por la carne resucitada de su Hijo, quien la llevó consigo a su lado, adelantando así, sólo en su caso, la gracia de Su segunda venida. El final de la vida mortal de María santísima fue, según esto, un adelanto del final de los tiempos, en virtud del cual ella ocupa ya el lugar de honor a la derecha de la humanidad de Cristo y comparte con Él la gloria plena en presencia de la Trinidad Santa, pero sin dejar de atender a sus otros hijos todavía viadores. Es ésta una maravillosa congruencia de los dones de Dios: aquella cuyo sí adelantado dio entrada al Verbo en el mundo es también la que recibió el pleno Sí divino por adelantado, y todo ello según los planes salvíficos de Dios, que sobrepasan cuanto podamos comprender y pensar, aunque coinciden con lo que Él mismo nos ha revelado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

 

Si fue redimida antes de que le afectara el pecado de origen; si fue llena de gracia para que ni tan siquiera pudiera pecar, reuniendo en sí la justicia original y la justicia de la gracia; si fue la última de los primeros, la que dio permiso a Dios para entrar en el mundo; si es virgen y es madre; si es Madre de Dios y de todos los hombres, y si fue llevada al cielo en cuerpo y alma nada más terminar el curso de su vida, ¿qué tendría de extraño que hubiera sido asunta al cielo sin haber muerto, o que sin haber sido resucitada, pero sí vivificada por la inmortalidad corporal de su Hijo, pueda ser la primera de los últimos?

 

En cualquier caso, esta propuesta sólo pretende servir, de un modo u otro, a una intelección más profunda de los privilegios de nuestra Madre, aceptando íntegramente cuanto sabemos por la revelación –entendida de acuerdo con el magisterio de la Iglesia– acerca de los dones que ella recibió y, en especial, acerca de su asunción a los cielos.

 

La asunción de María coronó toda la obra de su redención, porque completó generosa y definitivamente su victoria sobre la muerte, al convertir su cuerpo de mortal en inmortal; porque premió sin dilación alguna la perfecta fidelidad espiritual y corporal de su vida sobre la tierra con el gozo de la reunión integral con su Hijo, Dios y hombre, resucitado y ascendido a los cielos; y porque sancionó con toda justicia la santidad excelsa de su divina maternidad, dolorosamente ampliada a maternidad universal junto a la cruz, sentándola a la derecha del redentor, en el puesto del reino de los cielos de más alta dignidad, tras el de su Hijo, como reina y señora de todo lo creado.

 

 



[1] En §María es la nueva Eva, segundo y último párrafo.

[2] Denzinger-Schönmetzer (DS), Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Verlag Herder KG, Freiburg i.B.,341965, 3902.

[3] (DS 3909): "Etenim si rem funditus diligenterque perspicimus, facile cernimus Christum Dominum perfectisimo quodam modo divinam Matrem suam revera redemisse...".

[4] DS 222; 1511; 1978; 2617.

[5] Gen 3, 15.

[6] "Sine voluntate tua non erit in te justitia Dei. Voluntas quidem non est nisi tua, justitia non est nisi Dei. Esse potest justitia Dei sine voluntate tua, sed in te esse non potest praeter voluntatem tuam….Melius est enim justum esse, quam te hominem esse. Si hominem te fecit Deus, et justum tu te facis; melius aliquid facis quam fecit Deus. Sed sine te fecit te Deus. Non enim adhibuisti aliquem consensum, ut te faceret Deus. Quomodo consentiebas qui non eras? Qui ergo fecit te sine te, non te justificat sine te. Ergo fecit nescientem, justificat volentem". S. Agustín, Sermones de scripturis, Sermo 169, 11, 13, PL 38, 922-923.

[7]Superexultat autem misericordia judicio” (Sant 2, 13).

[8] Naturalmente, Adán y Eva como espíritus no se extinguen, pero la especie humana podía haber sido extinguida a partir de los primeros padres o en cualquier otro momento sin llegar a alcanzar la plenitud de su desarrollo, como castigo por el pecado. Tras la redención, cuando llegue el fin del mundo la especie humana no se habrá extinguido, sino que habrá alcanzado una plenitud insuperable, gracias a Cristo, habrá sido convertida en el Cuerpo Místico.

[9] Rom 11, 29: “sine paenitentia enim sunt dona et vocatio Dei”.

[10] Según veremos, esa muerte con Cristo puede ser como la de María, libre y sólo espiritual, o como la nuestra, necesaria y también corporal.

[11] Fil 2, 6-8.

[12] Heb 2, 17; 4, 15.

[13] Cristo murió ciertamente, sin embargo al cuerpo de Cristo le convenía connaturalmente la inmortalidad, por pertenecer al Verbo eterno e inmortal, sólo que renunció libremente a ella para salvarnos a nosotros.

[14] Dios no tiene esencia, sino sólo y puro ser. Pero Él ha querido dotarse de una esencia creada para hacerse accesible a sus criaturas: la esencia creada de Dios es la humanidad de Cristo. Naturalmente, Dios no gana con eso nada más que nuestro bien. La naturaleza humana de Cristo no le añade nada al Verbo, sino que lo pone a nuestro alcance, sin hacerle perder nada de su divinidad.

[15] Es verdad que en las palabras del arcángel s. Gabriel a María no se advierte indicio alguno de que se le esté pidiendo permiso o consentimiento, sino más bien parece que se trata de una predicción de lo que le va a acontecer de modo inexorable. Sin embargo, no sólo las palabras del ángel son recogidas por la Sagrada Escritura y son Palabra de Dios, también las de María son palabras que nos han sido reveladas, y son precisamente sus palabras las que demuestran que ella interpretó, e interpretó bien, las palabras del ángel como una petición de consentimiento: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. El «hágase en mí» es literalmente la fórmula de acatamiento y aceptación íntegra del plan de Dios, tal como lo ha entendido y enseñado la Iglesia (Cfr. León XIII, Octobri mense, DS 3274, etc.; Pío XII, Mystici corporis, n. 51; Catechismus Catholicae Ecclesiae (CCE), Roma, 1997, nn. 148, 490, 494).

[16] Es importante resaltar la corporalidad del nexo como fuente y guía de la Maternidad divina. No es, desde luego, lo único, pues el nexo se establece a través de la fe y la obediencia espirituales, pero la entidad del nexo es corpórea y es más alta que su mera dignidad humana, a la que catapulta a una órbita superior, al ámbito de la intimidad divina. Así, cuando decimos que María es madre nuestra, no estamos haciendo una metáfora, sino afirmando que, gracias a su cuerpo, el nuestro puede participar del cuerpo de Cristo y, unido con éste en la muerte, ser hijos de Dios

[17] Dios podría haber elegido hacerse ángel para comunicar su vida a toda la creación, pero elige a la humanidad, porque los hombres somos espíritu y cuerpo, siendo así más aptos para mostrar la grandeza de su humillación, porque Dios es espíritu (Jn 4, 24), pero no cuerpo.

[18] No por defecto del creador, sino por culpa del pecado de nuestros primeros padres.

[19] Jn 6, 28-29.

[20] Para la distinción de ambas dimensiones del sexo, cfr. I. Falgueras, La personalización de la sexualidad humana, en AA.VV. Estudios sobre la sexualidad en el pensamiento contemporáneo, Pamplona, 2002, 892-894.

[21] Sólo aquellos que reciben el sacerdocio sacramental llegan por don especial a ser alter Christus en esta vida. Pero incluso ese don ha de ser recibido con un fiat como el de María.

[22] Aunque gramaticalmente distinto, el «génoitó» o «fiat» de María ha de ser puesto en relación con el «génoito kýrie» que aparece en los profetas (Isa 25, 1; Jer 3, 19 y 11, 5), y en contraposición al «non serviam» (ou douleúso) de Jer 2, 20, capítulo en el que se describe la infidelidad de Israel, esposa de Yahvé, y al que sigue el poema de la conversión. La fuerza del «fiat mihi secundum verbum tuum» está cimentada en el «Ecce ancilla Domini», por el que María se prosterna como criatura ante Dios, renunciando a todo saber y querer propios que no tengan su origen en Él. Lo mismo que los siervos no tienen voluntad propia, sino que ponen toda su inteligencia y su querer en hacer lo que sus señores quieren, así María tiene sus ojos puestos en las manos de su Señor para que realice su voluntad misericordiosa (Sal 122, 2).

[23] Cristo es el camino, la verdad y la vida, pero nosotros no podemos imitar lo que su humanidad tiene de excepcional: su asumición. Para empezar a imitar a Cristo hemos, pues, de imitar a María, diciendo “fiat mihi secundum Verbum”, pues es Él quien obra la salvación en nosotros. Por eso se dice “ad Christum per Mariam”. Por expresarlo de otro modo, es Cristo el que obra su imitación en nosotros, pero para ello hemos de hacer lo que hizo María. Eso sí está en nuestra mano: aceptar la iniciativa de Cristo. Cuando hacemos lo que María, entonces Cristo obra su imagen en nosotros. Podría objetarse que la gracia por la que María dijo su sí a Dios le fue otorgada por su Hijo. Es cierto, pero esa gracia requería de la libre colaboración de María, no es como la concepción inmaculada o la virginidad en el parto. La iniciativa siempre es de Dios, pero Dios requiere la nuestra en el momento decisivo. Nosotros no podemos imitar a Cristo en la libertad de su muerte, porque morimos necesariamente, pero podemos morir con él aceptando el don de la perseverancia final. María es el modelo de la actividad subordinada de la criatura.

[24] La otra justicia divina (la que no admite la misericordia), que también es santa, no es la que Dios quiso para ninguna criatura, sino que es la que merecen aquellas que no aman, las que se apartan para siempre del amor divino y quedan relegadas a las tinieblas exteriores, al castigo eterno.

[25] Como sugiere engañosamente Satanás a nuestros primeros padres (Gen 3, 4-5).

[26]Luego te corona a ti, porque corona sus dones, no tus méritos”: S. Agustín, Enarr. In Ps. 102, n. 7, PL 37,1321); cfr. In Joh. Ev. Tract. III, c. I, 10 (PL 35, 1401). Aunque parezca que s. Agustín enfrenta los dones con los méritos, es al revés: nuestros méritos no son más que los dones de Dios (apropiados), y así dice “Nunca te jactes de tus méritos, porque incluso tus propios méritos son dones suyos (“Merita tua nunquam jactes, quia et ipsa tua merita illius dona sunt”, Enarr. In Ps. 144, 11, PL 37, 1876).

[27] Como se explicará más adelante, el sentido de este término es: el don de no tener que morir de hecho.

[28] La culpa original recibida de los primeros padres no es sino la carencia de la gracia santificante debida, y, por tanto, es también una culpa personal, aunque no libremente cometida por quien la recibe. Si bien se suele denominar pecado «personal» a aquel en el que se incurre libremente, sin embargo el pecado original es “unicuique proprium” (DS 1513), por lo tanto afecta también a la persona, y en esa medida deberían distinguirse, dentro de los pecados personales, los de incursión (sean de comisión u omisión) y el original, en el que no incurrimos con nuestra libertad, pero que heredamos personalmente. Así entendido, lo común a todo pecado personal grave sería la pérdida de la gracia santificante, es decir, del don amoroso divino que nos hace gratos y aceptables a Dios, que es Santo. El calificativo de «debida» aplicado a la gracia santificante no implica que Dios tuviera obligación alguna al respecto, sino que, según el don original divino de la elevación, nosotros debemos tenerla como el don de su santidad en nosotros, porque Él nos lo dio inicialmente, aunque nosotros no lleguemos a recibirlo. Puede entenderse, por tanto, que esa gracia, sin la cual no gozamos de su vida, era una gracia que Dios concedía a los hijos por vía de generación, asociada a la procreación matrimonial, y que, tras el pecado de los primeros padres, dejamos de recibir sus descendientes. En ello radicaba la más alta dignidad de la sexualidad y del matrimonio originalmente planificados por el Creador, que creó al hombre varón y mujer, y a imagen suya: era santo y un cuasi-sacramento –valga la analogía– que transmitía la santidad.

[29] Si alguien muriere con el solo pecado original, ciertamente quedaría para siempre bajo el poder del diablo (DS 1521) y, muerto en su alma (DS 1512), sería excluido de la visión de Dios (DS 780) y del reino de los cielos (DS 1347). Sin embargo, he propuesto –con total sumisión a la autoridad de la Iglesia–, que nadie muere con el solo pecado original, cfr. I.Falgueras, El abandono final. Una meditación teológica sobre la muerte cristiana, Universidad de Málaga, Málaga, 1999, 70-80 y 107.

[30] Gen 3, 15.

[31] La salvación de los hombres antes de la aparición de la Iglesia (y asimismo el extra Ecclesiam nulla salus) sólo se puede entender por medio de la victoria de Cristo sobre la muerte, la cual afecta a todos los hombres, salvando todo lo bueno que se haya hecho en vida y destruyendo para siempre lo malo, en la medida en que se muera con Él.

[32] Cfr. I.Falgueras, o.c., 106-107. Lo normal es que Dios empiece limpiándonos de la culpa contraída, pero sin librarnos de las penas del pecado, cosa que hará por completo sólo en su segunda venida, cuando nos resucite. De esta norma se ha de excluir a María.

[33] De este modo expreso en forma positiva lo que suele denominarse la impecabilidad o la ausencia de todo tipo de pecado en su vida (cfr. CCE 411).

[34] Cfr. De Aldama, J.A., Mariologia, c. II, Art. 4, en Sacrae Theologiae Summa III, B.A.C., Madrid, 1950, 322 ss.

[35] Por eso se la llama «siempre virgen» (DS 44; 46; 422; 491, etc., CCE 499)

[36] Existe cierto paralelismo entre el don de la perseverancia final, que Dios otorga a los humanos pecadores, y el de la consumación en la gracia otorgado a María. En efecto, el don de la perseverancia final es consumativo respecto de los dones recibidos anteriormente, y su aceptación por nuestra parte es el mayor de nuestros méritos. Tales extremos se reúnen en el fiat de María, a partir del cual su unión con Dios fue la más intensa e íntima posible para una mera criatura, más aún que la resultante de la plenitud de gracia recibida en su concepción (que la hacía sierva perfecta, pero no Madre de Dios). Sin embargo, ambos dones se diferencian en que María lo recibió en vida, no en el momento de la muerte, y en que su consumación en gracia no impidió el incremento de sus méritos, en cambio la perseverancia final es el último de los méritos para los que mueren.

[37] §Plebiscito unánime, primer párrafo.

[38] §El magisterio de la Iglesia, párrafo segundo (segunda mitad).

[39] Introducción, último párrafo.

[40] La opinión mayoritaria de los teólogos a lo largo de la historia  (cfr. De Aldama, o.c., 397-402) y en nuestros días (como recoge y propone el Papa Juan Pablo II, Audiencias de los miércoles 25/06/97, 02/07/97, 09/07/97), es la de que la Virgen María murió, habiendo sido sólo unos pocos los que han defendido lo contrario. Sin embargo la declaración dogmática de la Asunción no quiso incluir en la definición la muerte de María, y tampoco el Concilio Vaticano II, en la Lumen gentium (n. 59), quiso pronunciarse en un sentido u otro, lo cual, dada la preponderancia de esa opinión, puede ser tomado como indicio de que la opinión contraria (de la que más adelante haré una nueva propuesta) no es descabellada, sino que puede ser considerada seriamente.

[41] S. Agustín: “(Concupiscentia) Peccatum dicitur, quia peccato facta est, appetitque peccare” (Opus Imperfectum contra Julianum I, 71, PL 40, 1096).

[42] Concilio Tridentino, DS 1515.

[43] No me atrevo a tanto porque me crea mejor que ellos o porque no me quiera someter a la tradición, a la que quiero sumarme de modo incondicional, sino porque, siendo aún una materia no definida, veo que esa mayoría se debe históricamente al desconocimiento de las declaraciones dogmáticas de la Inmaculada y de la Asunción, que son relativamente recientes, y, teológicamente, a que no se han considerado todavía todas las sugerencias contenidas en la tradición escrita para profundizar en sus respectivas consecuencias.

[44] Ez 18, 32; Sab 1, 13.

[45] El dolor y la muerte son naturales para los cuerpos orgánicos, pero no para el espíritu, de manera que, siendo un espíritu encarnado, no es natural para el hombre morir, aunque su cuerpo sea mortal. La muerte es piedra de escándalo y confusión para los hombres, que por su causa niegan o dudan de su espiritualidad.

[46] DS 1973 (Errores Michaelis Baii de hominis natura et de gratia): “Nemo, praeter Christum, est absque peccato originali: hinc Beata Virgo mortua est propter peccatum ex Adam contractum, omnesque ejus afflictiones in hac vita sicut et aliorum iustorum fuerunt ultiones peccati actualis et originalis”. Esta sentencia está condenada.

[47] Con la expresión «de hecho» quiero indicar la diferencia entre poder morir (o ser mortal) y morir. Antes del pecado, el hombre era mortal, pero no moría, esa posibilidad no tenía cumplimiento. Sin embargo, después del pecado el hombre no sólo es mortal, sino que tiene el débito de morir, como castigo del pecado. Ruego al lector que, para evitar confusiones, tome dicha expresión en el sentido de «cumplimiento de una posibilidad», y no como opuesta a «de derecho». Sólo así no resulta contradictorio decir que se tiene el débito de morir de hecho.

[48] De peccatorum meritis et remissione I, c. 5, n. 5, PL 44, 111-112. Cfr. Opus Imperfectum contra Julianum I, 71, PL 45, 1096.

[49] La impasibilidad es don que consolida la obediencia debida del cuerpo al espíritu humano, anulando la necesidad del dolor como información de peligro somático, cuando el espíritu se encarna en él congruentemente. En virtud de esa obediencia, los dolores del espíritu, si los hubiere, se somatizan aún más en un cuerpo impasible que en uno pasible. Naturalmente, en los cuerpos espirituales o celestes, cuando ya no caben tampoco los sufrimientos del alma, no queda posibilidad de dolor alguno.

[50]Qui plenum de peccato ejusque consectariis deportavit triumphum” (DS 3902).

[51] Rom 5, 12.

[52] 2 Co 15, 14.

[53] Cfr. Rom 6, 8.

[54] Jn 15, 13.

[55] Los planes de Dios no son estereotipados, sino que tienen una tarea y función distintas para cada criatura. Parece, pues, conveniente que María, siendo corredentora con Cristo, lo fuera de una manera claramente distinta (CCE 970), en especial porque todo cuanto María padeció lo padeció cumpliendo la voluntad de su Hijo y ciertamente por nosotros, no por causa de ella misma, como señalo más adelante. Cuantas más coincidencias existen entre Madre e Hijo en los motivos (por amor a Dios, Padre e Hijo) y en los méritos (por nosotros) de sus sufrimientos, más aconsejable parece entender que se distinguieran en el modo de la corredención. Por eso me parece más congruente que María no muriera corporalmente, pues de ese modo queda más patente la subordinación de la Madre a la redención obrada por su Hijo, como aclaro más adelante.

[56] Hech 13, 23; Tit 1, 4; 1 Jn 4, 14; Jud 1, 25.

[57] 1 Tim 2, 5; Heb 9, 15.

[58] Rom 5, 15-19: “Sed non sicut delictum ita et donum. Si enim unius delicto multi mortui sunt multo magis gratia Dei et donum in gratiam unius hominis Iesu Christi in plures abundavit; et non sicut per unum peccantem ita et donum nam iudicium ex uno in condemnationem gratia autem ex multis delictis in iustificationem. Si enim in unius delicto mors regnavit per unum, multo magis abundantiam gratiae et donationis et iustitiae accipientes in vita regnabunt per unum Iesum Christum. Igitur sicut per unius delictum in omnes homines in condemnationem, sic et per unius iustitiam in omnes homines in iustificationem vitae; sicut enim per inoboedientiam unius hominis peccatores constituti sunt multi ita et per unius oboeditionem multi constituentur justi”. Cfr. 1 Co 15, 21-22.

[59] DS 3370: “Patet itaque abesse profecto plurimum, ut nos Deiparae supernaturales gratiae efficendae vim tribuamus, quae Dei unius est”.

[60] Aunque parece que lo propuso alguien en la antigüedad, lo cierto es que los santos Padres dicen expresamente que no se ha escrito en ninguna parte la pasión de María (s. Paulino de Nola) y que no han leído en ninguna parte que la bienaventurada María hubiera sido matada (s. Agustín, Ep. 121, nn. 17 y 18; PL 33, 468-469). 

[61] La tradición habla de dormición, migración, pausa, reposo, nacimiento, etc.

[62] La renuncia a un don por parte de quien lo recibe equivale a rechazarlo. El renunciar a un don por parte de quien lo da está en su potestad.

[63] Cristo es autor de la verdad, de la gracia (Jn 1, 17) y de la fe (Heb 12, 2) no sólo por ser Dios, sino en cuanto que es Dios encarnado y libremente muerto en la cruz, o sea, por ser nuestro redentor. Ahora bien, la gratuidad de la entrega a la muerte por parte de María, de haberse producido, igualaría de tal modo a la humanidad de Cristo con la de su Madre, que (salva la divinidad) igualaría también sus méritos, pareciendo convertir a María en activa co-merecedora de la salvación, incluida la suya propia. Para evitar tal sugerencia, además de por otras muchas razones, parece conveniente que María no muriera corporalmente.

[64] Los que tenemos que morir somos nosotros; Cristo murió por hacerse como nosotros y librarnos de la muerte. Según el privilegio de la concepción inmaculada, María habría sido librada de la muerte de hecho, y su muerte no nos habría librado a nosotros, sino que habría contrariado la liberación que su Hijo había conquistado para ella.

[65] Téngase en cuenta que, puesto que la muerte forma parte del poder (relativo) del maligno sobre los hijos de Adán en la lucha entre las tinieblas y el reino de Dios, si María hubiera muerto, o bien habría sido sometida al poder del diablo, contra lo que dicen las Escrituras (Gen 3, 15: ella quebrantará su cabeza), o bien ella habría vencido con su muerte a la muerte, cosa que sólo podía hacer su Hijo. La solución más sencilla de tal dilema es que María fuera eximida de la muerte corporal por el privilegio de su inmaculada concepción: así ni habría estado nunca sometida al poder del demonio, ni habría tenido que vencer con su muerte a la muerte.

[66] Al aceptar la muerte con Cristo imitamos la aceptación de la maternidad divina por María, y así hacemos nuestro el don de la perseverancia final que nos deja preparados para la sanción divina. La perseverancia final es un don consumativo que no sólo nos fortalece en el momento decisivo, sino que nos hace capaces de darnos sin reservas, o sea, como Dios da, convirtiéndose así en nuestro mayor mérito.

[67] No se interprete esta condición como una cláusula meramente formal o como una falta de seguridad en lo que entiendo, sino como el reconocimiento reverente de que los planes de Dios, a la vez que nos piden que nos esforcemos por entenderlos en la medida en que se nos revelan, sobrepasan toda comprensión humana, y sólo la inspiración del Espíritu Santo a su Iglesia puede asegurarnos de que los entendemos bien.

[68] Gen 22, 1-14.

[69] Sal 126, 3-5.

[70] Cfr. Am 8, 10; Jer 6, 26; Zac 12, 10; Lc 7, 11-16.

[71] Sal 109, 1.

[72] En realidad, María pudo ser redimida con la sola aceptación de la encarnación del Verbo en sus entrañas. Como fue preservada del pecado y llena de gracia, Cristo no hubiera necesitado morir por ella para redimirla, puesto que ella obedeció de modo perfecto a la voluntad del Padre. Para María, la muerte de su Hijo supone un incremento de su redención, y trajo consigo que fuera convertida por Él en Madre de todos los hombres. Es el exceso de la gracia sobre el pecado: a María le habría bastado con la gracia de la encarnación para ser santísima, pero su Hijo le pidió mucho más por nosotros, precisamente aquello mismo que Él nos daba se lo quitó a ella, Su vida.

[73]El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 10, 37).

[74] Isa 49, 2; Apoc 1, 16.

[75] Heb 4, 12.

[76] Mt 6, 21; Lc 12, 34.

[77] María está incluida entre aquellos por los que muere Cristo, los hijos de Adán y Eva pecadores, pero sin colaborar positivamente con el motivo de su muerte, que es el pecado cometido por aquéllos y la dureza de nuestro corazón pecador. Es redimida, pero sin participar en el pecado y sin tener de qué arrepentirse, antes bien como quien le da permiso a Dios para redimirla y redimirnos, y, por tanto, también para padecer con su Hijo en la cruz sin ser motivo de Su sufrimiento. Como ya he sugerido, si por María hubiera sido, Cristo no habría tenido que morir, habría podido bastar con su encarnación para redimirla. Pero Cristo tuvo que morir por nuestros pecados, no por los de su Madre, que no los tuvo, porque su encarnación evitó que los tuviera. Pero ella se convirtió más que nadie, porque ella perdonó y perdona a todos los que hemos matado a su Hijo y ofendido al Padre. María es la (mera) criatura que más ha perdonado, y a quien más se le ha perdonado: se le ha evitado el pecar, cosa que, siendo hija de Adán y Eva, habría sido imposible sin don extraordinario de su Hijo. Por eso es también la criatura que más ha amado (Lc 7, 43 y 47).

[78] Alguien podría objetarme que si el dolor de María fue superior al de la muerte, entonces debió ser superior al dolor de su Hijo. Pero lo que yo digo es literalmente que el dolor de María al pie de la cruz fue superior al dolor que le habría causado morir corporalmente a ella misma. El dolor de Cristo es inigualable, porque morir para Él significaba perder el amor de su Corazón (corporal) al Padre. Y el dolor de María fue el mayor dolor después del de Cristo, porque ella sentía y amaba con Él.

[79] Eso no significa que no sean méritos suyos, dado que todo mérito repercute sobre quien lo alcanza, sino que tienen una calidad superior a la de los méritos humanos, pues son, como los de su Hijo, méritos a favor de otros, incluso cuando eran enemigos. La maternidad de María sólo puede crecer por la vía abierta por su Hijo, quien no mereció para sí mismo, sino para nosotros, incluida su Madre.

[80] Col 1, 24.

[81] En el fondo esto que digo no es más que un desarrollo del principio evangélico según el cual lo que hagamos por los otros, hasta lo más pequeño y hasta a los más pequeñuelos, a Cristo se lo hacemos (Mt 10, 42; 25, 40 ss.), sólo que al revés: todo lo que hagamos por y con Cristo redunda en bien de los otros, y así también nuestro.

[82] “Socia de nuestro redentor” (Munuficentissimus, §El magisterio de la Iglesia, al final); “socia del divino redentor” (Ibid., §María es la nueva Eva, segundo párrafo). Cfr. DS 3370; De Aldama, o.c., 370-371.

[83] DS 222.

[84] S. Agustín, siguiendo la enseñanza de s. Pablo, distingue entre la justitia ex fide y la justicia de la contemplación eterna, admitiendo por especial don divino la posibilidad de una justitia ex fide omni ex parte perfecta (De Spiritu et littera, c. 26, n.66, PL 44, 246). Aunque s. Agustín, preocupado por defender verdades más fundamentales, no parece haber descubierto la Inmaculada Concepción, de nuevo ofrece –sin los detalles pertinentes, desde luego– un esquema teológico perfecto para encuadrar los privilegios de María como viadora: una justitita ex fide omni ex parte perfecta.

[85] DS 222.

[86] Lo dice s. Pedro en Hech 10, 42, y lo recoge el credo constantinopolitano (DS 150).

[87] «En Adán todos mueren» no significa necesariamente que todos mueran de hecho, cosa que no ocurrirá a los últimos creyentes, sino que todos tienen el débito de morir, si no son librados de él por Cristo.

[88] Rom 8, 11; 4, 17; Jn 5, 21; 3, 16, etc.

[89] 1 Co 15, 42.

[90] Rom 3, 20; 5, 20; 1 Co 15, 56; Gal 3, 19.

[91] Rom 5, 13; 7, 7.

[92] Rom 4, 15.

[93] Rom 10, 6. De la fe de María da testimonio su prima santa Isabel (Lc 1, 45), así como su guarda y meditación de lo que no comprende (Lc 2, 19 y 51).

[94] La cuestión que sale al paso aquí es la siguiente: Cristo tuvo la visión beatífica y la ciencia infusa en esta vida y, sin embargo, era mortal, luego parece que no es imposible ver a Dios cara a cara y, siendo mortal, no morir, lo cual parece contradecir la doctrina expresa del Primer Testamento (Gen 33, 20). Pero debe saberse que Cristo no era connaturalmente mortal, sino que se hizo mortal de modo libre: Propterea me Pater diligit quia ego pono animam meam ut iterum sumam eam. Nemo tollit eam a me, sed ego pono eam a meipso; potestatem habeo ponendi eam et potestatem habeo iterum sumendi eam. Hoc mandatum accepi a Patre meo” (Jn 10, 17-18). Por esa razón, para Él no eran incompatibles la libre mortalidad y la visión beatífica: “al Padre nadie lo conoce sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quisiere revelar” (Mt 11, 27).

[95] DS 222 y 1511.

[96] Digo «naturalmente mortales» para excluir al cuerpo de Cristo, porque, como ya he indicado antes, Éste no era mortal por naturaleza, sino que se hizo mortal por libre decisión.

[97] Jn 3, 18. Por eso, al final del mundo, procederán los buenos a la resurrección de la vida, y los malos a la resurrección del juicio (Jn 5, 29); además, en el juicio universal los apóstoles juzgarán a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28; Lc 22, 30) y los fieles juzgarán incluso a los ángeles (1 Co 6, 2-3).

[98] Jn 5, 24.

[99] Jn 3, 19.

[100] Jn 12, 48.

[101] Ciertos agnósticos, como Kant, lo piensan así (“Denn wenn Gott zum Menschen wirklich spräche, so kann dieser doch niemals wissen”, Der Streit der Fakultäten, Akademie Textausgabe, 7, 63).

[102] Si Cristo nos manda: “nolite dare sanctum canibus neque mittatis margaritas vestras ante porcos ne forte conculcent eas pedibus suis et conversi disrumpant vos” (Mt 7, 6), ¿cuánto menos se revelará Él a los que no sean capaces de recibir su revelación?

[103] DS 3274; 3320; 3321; 3370; 3916; Vaticano II, Lumen gentium, 62; CCE, 969).

[104] Heb 12, 2.

[105] Rom 10, 6.

[106] En esta vida la perfección posible, para los hijos de Adán y Eva, es la que se alcanza con el perdón, siendo perdonados y perdonando, aunque María la cumpla de un modo y nosotros de otro.

[107] Informe sobre la fe, B.A.C., Madrid, 111986, 115 ss.

[108] Distingo, pues, entre (i) la plenitud de la gracia, que le concede el don de agradar en todo a Dios, haciendo su voluntad, (ii) la consumación en gracia, que la integra en la vida íntima divina por su maternidad, haciendo que viviera sobre la tierra la vida intratrinitaria; (iii) los merecimientos, que siendo propios, lo son en favor de nosotros a partir de su fiat, y (iv) la consumación en gloria, que es el premio y la coronación de todos los dones recibidos por María.

[109]Cristo con su muerte ha vencido el pecado y la muerte, y quien ha sido regenerado por el bautismo vence tanto sobre el uno como sobre la otra, en virtud de Cristo. Pero por ley general Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de tal victoria si no es cuando haya llegado el fin de los tiempos…/ Pero de esta ley general quiso Dios que fuera eximida la bienaventurada virgen María. Ella por un privilegio totalmente especial ha vencido el pecado con su inmaculada concepción; por eso no fue sometida a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la resurrección de su cuerpo hasta el fin del mundo” (Munuficentissimus, Introducción, final).

[110] Sólo en la muerte de Cristo, aunque el cuerpo sí quedara separado de la divinidad, la divinidad no se separó de él (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, 50, 2).

[111] Sab 1, 13; Sal 115, 6; Ez 18, 23.

[112] Nuestro Señor los sugiere de muchas maneras en Mt 24, 1-44.

[113] Seguramente que habrá quien piense: mejor sería que Dios nos hubiera redimido a todos como a María, por adelantado. Pero quienes dicen eso no se dan cuenta de que el fiat de María fue libre, y fue el reconocimiento de su condición de sierva de Dios, cosa que no todos hubieran querido hacer, como es palpable en el demonio y los suyos, y también en nuestros primeros padres. Además, no se dan cuenta de que la gracia que recibió María (la maternidad divina) la recibimos todos a su través y a nuestra medida, cosa que no habría sucedido con otras criaturas, que la hubieran querido exclusivamente para sí. Sólo convenía que María fuera redimida y consumada por adelantado, porque sólo ella era la que había de decir sí por adelantado a la redención, y con su sí hacer posible la nuestra y nuestro posterior sí. Por otra parte, no cabe adelanto sin algo que se retrase, y en el caso de la redención, el adelanto debe ser la excepción que facilite el advenimiento del reino, no la regla, que se adapta a la condición del hombre caído.

[114] Ver nota 109.

[115] Cfr. Sir 44, 16, y  2 Re 2, 11, respectivamente.

[116] En efecto, alude (i) a la descendencia de la mujer que dio a luz, (ii) a la enemistad recíproca y a las insidias de Satanás contra ella y su Hijo, pero (iii) confirmando que nada pudo contra el Hijo ni contra la Madre.

[117] Sal 2, 9.

[118] Del pueblo de Israel y de la Iglesia se dice que son esposas de Dios y de Cristo, respectivamente, pero no madres. Sólo se puede de decir con verdad que ellas son madres de Dios y de Cristo en y por María, por tanto el texto alude en primera línea a nuestra Señora. Ella reúne lo característico de los dos testamentos: la paternidad y el celibato por el reino de los cielos.

[119] Mt 2, 13-15.

[120] De hecho los dolores de parto de la Mujer no pueden ser los del nacimiento de Jesús, pues por su virginidad en el parto no los tuvo, por tanto se debe referir metafóricamente a los dolores de María junto a la cruz, en donde nos dio a todos a luz como otros hijos suyos.

[121] Hech 12, 1. El perseguidor era Herodes Agripa.

[122] Aquel que posee la muerte como un poder dominante es el diablo (Heb 2, 14), de cuyo dominio es desposeído por la muerte de Cristo, quien primero convierte la muerte en posibilidad de amor para el hombre, luego la transforma en vida eterna para el alma que ama, y finalmente también para el cuerpo.

[123] El símbolo de la tierra tiene como efecto directo, en la metáfora, el engullir al río, justamente como dice s. Pablo: “cum autem mortale hoc induerit inmortalitatem, tunc fiet sermo qui scriptus est: absorta est mors in victoria” (1 Co 15, 24; cfr. 2 Co 5, 4). La muerte de Cristo es la que engulle a la muerte y otorga a su Madre la transformación de lo mortal en inmortal. La tierra que engulle la muerte es, pues, la tierra nueva, que hasta ese momento sólo estaba contenida en el cuerpo de Cristo resucitado, y, tras la Asunción, también lo está en el de su Madre.

[124] La alusión a los otros hijos se hace por referencia al Hijo de la Mujer, por lo cual el texto contiene una indicación clara de la maternidad universal de María.

[125] El título de este trabajo intenta sugerir precisamente eso: el acto último de la redención de María fue la sanción o premio que sanciona su perfecta aceptación de los dones divinos, o sea, la Asunción como transmutación de su cuerpo y coronación de todos sus dones.

[126] Apoc 2, 17; 3, 5 y 12; 14, 1; 17, 5; 22, 4.

[127] Mt 20, 20-23. Siguiendo la congruencia indicada, o sea, la de la intimidad familiar en la colaboración con la venida del reino de Dios, seguramente la izquierda de Cristo, rey y juez, esté reservada para s. José, el que fue su padre adoptivo in terris.