ACLARACIONES SOBRE Y DESDE EL DAR

 

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

 

Desde hace años he centrado mi propuesta filosófica en torno al hallazgo del «dar», hallazgo que se hizo luz a mi inteligencia por la mediación de dos grandes maestros: S. Agustín y Leonardo Polo. De éste último tomo la inspiración del modo de filosofar, cuya clave última es la congruencia; del primero tomo la inspiración de una temática cristiana: todo cuanto somos y tenemos son dones de Dios[1]. Si bien este trabajo se inscribe dentro del proyecto “Esbozo de una filosofía trascendental”, cuya composición me ocupa desde hace más de una década[2], dada la amplitud y complejidad de ese proyecto, me ha parecido oportuno presentarlo como un adelanto acerca de aquella luz que lo ordena todo en mi filosofar.

 

Y, aunque el primer atisbo del dar lo alcancé por contraste con el ideal espinosiano de la causa sui, precisamente porque ser es abundar y sobrar, es decir, estar por encima de los problemas de autoconservación[3], he de confesar que la noción del dar como actividad trascendental me ha llegado a ser clara sólo a partir de la revelación cristiana, y que, una vez iluminada desde la fe, he podido entenderla y desplegarla de nuevo racionalmente, tal como adelanté, de una manera muy elemental, en el c. II de mi obra Crisis y renovación de la metafísica[4].

 

Procederé en este escrito exponiendo la congruencia del hallazgo del dar en tres pasos: A) la mutua ayuda de razón y fe para el descubrimiento de la altura real del dar; B) los rendimientos del hallazgo del dar para la fe cristiana; C) los rendimientos del hallazgo del dar para la filosofía trascendental. A modo de conclusión, D), resumiré al final mi propuesta filosófica de modo conciso.

 

A) La mutua ayuda de fe y razón para el descubrimiento de la altura real del dar

 

La revelación bíblica asocia al nombre de Dios la actividad de dar, de tal manera que se puede decir que lo propio de Dios, según ella, es el dar. Por iniciativa divina, a Abrahán se le promete y otorga un hijo, una tierra propia y una descendencia que crecerá hasta hacerse innumerable[5] y de la que se felicitarán todas las naciones. E igualmente por iniciativa divina se le entrega a Israel, por mediación de Moisés, una Ley propia[6]. Además, Dios da la inteligencia y la sabiduría[7], la fortaleza[8], los hijos[9], el poder, los bienes de este mundo (la salud, el alimento, la riqueza, la victoria)[10], así como su cercanía y su protección. En cambio, no es propio de las criaturas poder dar nada a Dios: ¿quién le dio (a Dios) antes para que le tenga que devolver?[11], ¿qué le podemos dar que él no tenga?[12].

 

De manera más directa, eso mismo nos lo enseña el Segundo Testamento: Nadie puede recibir nada, si no le hubiere sido dado desde el cielo (Jn 3, 27). Por tanto, todo cuanto tenemos nos ha sido dado por Dios. Y Santiago en su carta nos dice: "toda dádiva buena y todo don perfecto procede de arriba, descendiendo del Padre de las luces, en el que no existe cambio ni sombra de mutación" (1, 17). El texto no puede ser más claro: todo don perfecto procede de Dios. De donde se infiere que los dones de Dios son dones perfectos. Pero, además, el último inciso nos refrenda lo que también nos dice S. Pablo: los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento (Rom 11, 29), es decir, son sin cambio ni sombra de mutación, porque, al dar, Dios no pierde. Dios no presta ni, menos aún, da, para recibir alguna contraprestación, sino que lo que da lo da para siempre. Y lo que es más, Dios da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (Hech 17, 25). Así puede entenderse mejor lo que Cristo, Nuestro Señor, nos dejó dicho: Es más feliz dar que recibir (Hech 20, 35). El dar es divino, por eso es mejor y más alto que el recibir, que es lo propio de las criaturas, aunque en la medida en que debemos imitar la perfección del Padre, también para los hombres es posible y mejor dar que recibir: dad y se os dará (Lc 6, 38). No es, pues, incompatible el dar divino con el dar creado[13], sirviendo nuestro dar como medida de los consiguientes dones futuros divinos[14]. Otra característica del dar es la gratuidad: lo que habéis recibido gratis dadlo gratis (Mt 10, 8). El dar, la gracia y el amor divino van parejos. Dios da con gratuidad y también con generosidad: da a todos abundantemente sin echarlo en cara[15]. En esta sobreabundancia Dios ha llegado a darnos lo máximo que darse puede: Tanto ha amado Dios al mundo que nos ha donado a su Hijo unigénito (Jn 3, 16) y con Él todas las cosas (Rom 8, 32). También nos da, en unión con su Hijo, el Espíritu Santo[16], que es llamado don[17], y, por cierto, sin medida[18]. En pocas palabras, en Cristo, Dios nos ha dado el ser copartícipes de su divina naturaleza[19], más no cabe.

 

Ahora bien, si, de acuerdo con la revelación, dar es la actividad propia de Dios, entonces –bien entendido que Dios es aquello mejor de lo cual nada existe[20]– no puede haber una actividad más alta que ésa ni en los cielos ni en la tierra. Por donde se ha de entender que el dar será también lo más alto en las criaturas. Conviene, en consecuencia, volver la mirada hacia el dar tal como está al alcance de nuestro entender humano, para verlo en toda la profundidad que desde la revelación se vislumbra ha de tener. La fe estimula a la inteligencia, por lo que, al investigar bajo su guía, resulta fácil descubrir que el dar más alto en las criaturas es el que lleva consigo gratuidad y libertad, características éstas de la persona como tal, de manera que se puede colegir que el dar más propiamente dicho es siempre una actividad personal, no en el sentido de que toda persona haya de dar esto o lo otro con necesidad ontológica, sino en el de que sólo las personas pueden dar, y, lo que es más, en el de que ser persona es dar. Desde luego, es algo bastante obvio que la actividad de dar (regalar, obsequiar) es una actividad interpersonal. Y, siguiendo en esta línea, cabe entender que cuanto más intenso es el dar menos pérdida lleva consigo, hasta el punto de que las donaciones personales más profundas (como son la vida, el conocimiento y el amor) no llevan consigo pérdida alguna, ni por parte del que da ni por parte del que recibe ni por parte de lo dado.

 

En este punto, la razón humana puede ayudar a entender el alcance real del dar, pues aunque la mayoría de las donaciones humanas llevan consigo pérdida, existen algunas actividades donales humanas que no la llevan. Por ejemplo, si uno reparte mil euros entre varias personas, el que los da los pierde y, además, los que los reciben no reciben los mil euros, sino una porción de ellos. Algo semejante pasa con casi todos los otros bienes humanos, la comida, la bebida, el vestido, la casa, el tiempo, etc., e incluso el poder: si uno da poder a otro, lo pierde en la misma medida en que lo da (piénsese en las elecciones democráticas). Sin embargo, existen tres actividades que al ser comunicadas o dadas no se pierden: el ser, el entender y el amar. Quien comunica la vida[21] no la pierde por comunicarla, quien comunica sus ideas o pensamientos (como hago en este momento), no los pierde en modo alguno, y, sobre todo, el que ama no sólo no pierde cuando ama, sino que no puede amar más que dándose. Estas tres actividades son intrínsecamente superiores precisamente porque al comunicarlas no se pierden ni disminuyen.

 

Tal ausencia de pérdidas se muestra estrechamente vinculada con el poder innovador de estos dares más altos, y queda manifiesto de modo especial en el amor, el cual, en vez de tomar de lo que ya se tenía, lo hace surgir enteramente nuevo, sin precedente alguno. De manera que, considerado el dar en su grado más alto, puede ser descrito nuclearmente como aquella actividad gratuita, libre y personal que nada presupone y nada excluye, pues nada pierde ni hace perder en su ejercicio, sino que innova lo que da. En este sentido puede ser calificado de actividad perfecta o pura: un don es perfecto cuando al darlo, por lo menos, ni pierde el que da, ni pierde el que lo acepta ni mengua el don[22]. Se comprueba de este modo que el dar es la actividad más alta incluso para la razón, y que, como explico a continuación, el orden de lo trascendental, en la medida en que es el orden realmente supremo, ha de tener como ingrediente intrínseco de su actividad el dar. Lo que, si se aplica a la persona, permite entender, como dije antes, que sea realidad sobrante, aportadora, innovante, sin que reporte necesariamente pérdidas o menguas para nada ni para nadie, que es lo que intentaba indicar cuando afirmé que ser persona es dar. 

 

Pero atendamos al alcance trascendental del dar. En efecto, el dar, por su gratuidad intrínseca, se sitúa por encima de toda necesidad real, sea interior o exterior, y desde luego por encima de la necesidad lógica[23], la cual es requerida por la insuficiencia cognoscitiva del conocimiento objetivo o límite mental, y es aprovechada por la demostración, que explicita la necesidad causal física. En el dar puro, al no tener pérdidas ni generarlas, no existe insuficiencia o limitación algunas que hayan de ser subvenidas por la certeza de la demostración, ni –como ya he dicho– su gratuidad admite ninguna necesidad real que haya de ser explicitada. Por una razón similar, el dar tampoco es contingente: lo contingente es aquello que existe realmente, pero puede no existir, porque, aunque es causado, no está determinado por causas necesarias. El dar es libre, pero no contingente, porque no es causado, pues está integrado de modo indisociable y simultáneo por la iniciativa, la aceptación y el don: no existe el dar sin el don ni sin la aceptación ni, desde luego, sin el donante, sino que los tres integran conjuntamente el dar unitario y simple.  Además, entre el donante, el aceptador y el don tampoco rige la posibilidad, en la medida en que no se da de lo que se tiene previamente, sino que se innova al dar. Si se diera de lo que se tiene previamente (al propio dar) se perdería algo al dar, y no estaríamos ante el dar sin pérdidas. No existe ninguna situación de posibilidad o potencia previa al dar puro, porque el dar puro no se temporaliza, sino que es en bloque y de modo integral. Por último, como es patente, la imposibilidad no puede afectar al dar puro, ante todo porque ella no es un modo real: lo imposible, como tal, no existe ni puede existir, ni puede afectar modalmente a ninguna actividad real[24]. Lo imposible sólo puede tener como correlato real una limitación relativa: caben imposibles en relación con una potencia determinada, por ejemplo, es imposible que una piedra engendre por sí misma, o que el universo entienda. Pero en el dar puro no existe potencia alguna, sino tres actos integrales, por tanto no admite ninguna limitación relativa ni imposibilidad real. El dar puro, en consecuencia, es una actividad de un orden superior al gobernado por los modos lógicos, es decir, propia del plano de lo trascendental. En otras palabras, la libertad intrínseca al dar puro no admite antecedentes ni restricciones ni condicionantes ni oposición.

 

Podría objetarse que si el dar es libre, entonces ha de caber la posibilidad de no dar, y si cabe la posibilidad de no dar, entonces el dar es también una posibilidad. Esta objeción es muy pertinente, pero afecta sólo a la libertad condicional de la persona creada, para la cual es posible no dar. Si, en cambio, se considera el dar puro, ha de decirse que, aun siendo libre, no existe tal dar si no se integran sus tres momentos: la iniciativa, la aceptación y el don. Un dar sin aceptación no llega a serlo, una aceptación sin la iniciativa previa de un donante, es una aceptación de nada, y un dar sin don sería vacuo. Por tanto, el dar pleno o puro es la integración de tres ingredientes personales: la iniciativa donal, la aceptación donal de la iniciativa, y el don.

 

Lo dicho podría crear problemas de intelección, si, por ejemplo, se supusiera que la omnipotencia es una forma de posibilidad. Sin embargo, el modo correcto de entender la omnipotencia es precisamente en términos de donación. Ser omnipotente es dar ad extra puramente, sin pérdidas ni condiciones limitantes. La omnipotencia no es una forma de la posibilidad modal, como pensaba Leibniz. «Todo es posible para Dios»[25] significa que Dios está por encima de toda posibilidad condicionada modalmente. Así nos lo confirma la otra versión revelada de la omnipotencia: «nada es imposible para Dios»[26]. Si nada es imposible para Dios, entonces «todo es posible para Dios» ha de significar también que «nada es necesario para Dios», y que «nada es contingente para Dios»[27], o sea, que el poder de Dios no tiene opuestos, dado que lo imposible es el opuesto puro, o sea, el único de los opuestos que se opone homogéneamente a todos los otros modos lógicos, a los que cierra el camino por igual. Las dos versiones de la omnipotencia no son, pues, meramente equivalentes, sino complementarias entre sí. Cuando se dice que «todo» es posible, se nos indica que estamos más allá del modo «posibilidad», puesto que un modo no puede ser el único, si es que es un modo: «un» modo implica «otros» modos. Cuando se dice que «nada» es imposible, no sólo se revalida que la posibilidad de que se habla no es un modo (dado que elimina la restricción negativa intrínseca a la posibilidad modal), sino que se indica que toda imposibilidad –y con ella toda negación modal– queda excluida, o sea, que la posibilidad a que se alude no tiene opuesto alguno. Ahora bien, la noción de posibilidad implica la posibilidad de lo opuesto: si algo es posible, entonces tanto es posible que llegue a ser como que no llegue a ser, es decir, admite tanto el sí como el no[28]. En cambio, si todo es posible para Dios y nada es imposible para Él, será que el hacer divino no tiene opuesto ni está regido por la posibilidad, pero tampoco por la necesidad ni por la contingencia lógicas. La negación de toda imposibilidad, o sea, la supresión de toda limitación relativa (que acompaña a la acción humana y a toda acción creada) elimina toda oposición para el dar omnipotente. ¿Por qué digo «para el dar»?, pues porque en el dar puro no rige negación ni limitación algunas, si es que, como hemos visto, tal dar no entraña pérdidas ni para el que da, ni para el que recibe ni para lo dado: todo en el dar puro es «sí»[29], todo es positivo.

 

Pero, se podría seguir objetando, la creación es un acto libre por parte de Dios. Sí, sin duda. Mas la libertad de la que se habla ahora no es como la libertad y el dar humanos, una libertad y un dar condicionales, sino una libertad y un dar que hacen surgir de la nada, o sea, sin ningún precedente, lo que ella da (el don). Ni siquiera Dios es antecedente de ninguna criatura como tal, las criaturas son nuevas a radice, precisamente porque son creadas por un dar que nada supone previamente, sino que innova. La criatura no era una posibilidad en Dios antes de ser creada, sino pura nada. Por consiguiente, ser libre para Dios no significa la posibilidad de crear o no crear, ser libre para Dios significa «dar» sin precedentes ni pérdidas. Dios no tiene que elegir entre posibilidades previas, de lo contrario al elegir unas perdería otras: Él hace ser lo que quiere, sin restricción alguna ni en el plano del ser, ni el del entender ni en el del amar. Crear no es una posibilidad para Dios, sino una invención del dar divino sin antecedente alguno.

 

En cambio, si la omnipotencia no se entiende en términos de donación pura, entonces sobreviene el maleficio que introdujo la filosofía de Ockham: el enfrentamiento entre Dios y las criaturas, enfrentamiento que es más propio de la magia y del mito que de la filosofía. Tal enfrentamiento acontece debido a la suplantación de los trascendentales por los modos lógicos, y que acarrea una recaída en los mitos: Ad fabulas autem convertentur[30]. Si en la actividad pura del dar no rigen ni la limitación, ni la negación, ni la oposición, entonces el «todo es posible para Dios» no significa un sometimiento de Dios a la posibilidad, sino, antes bien, significa un estar de Dios por encima de los opuestos lógicos, uno de los cuales es la posibilidad lógica. Dios es omnipotente porque «da» de modo puro: la omnipotencia no es potencia ni posibilidad alguna, sino el acto puro de dar ad extra[31].

 

El dar se sitúa por encima de toda oposición lógica, es la actividad sin supuesto, sin opuesto y sin límite: justamente por eso es trascendental, porque es común a toda otra actividad, no en el sentido de que toda actividad sea dar, sino en el de que toda otra actividad procede del dar, es mantenida en el dar y se comunica gracias al dar.

 

Pero una vez conocida racionalmente la grandeza del dar merced al impulso de la revelación, el dar mismo, tal como se muestra en las donaciones humanas más altas, nos ayuda a entender mejor el orden trascendental. En efecto, en todo dar interpersonal intervienen tres ingredientes, a los que he aludido de pasada: el donante, el aceptador y el don. De manera que el dar se nos muestra como una actividad no monolítica, sino integrada por actos distintos, los cuales guardan un orden entre sí: al donante le corresponde la iniciativa en el dar, al aceptador le corresponde la acogida del dar, y al don el exceso o sobra que colma la mutua donación de los anteriores. Por todo eso, si el dar es intrínseco a lo trascendental, entonces cabe entender de modo fácil tanto la pluralidad de los trascendentales como su orden.

 

Veámoslo. El dar supremo no es una actividad distinta del ser, entender y amar supremos[32], sino lo común a las tres actividades trascendentales, es decir, a aquellas que, como hemos visto, al darse no se pierden. Si fuera distinta, habría de ser una cuarta actividad, pero ella es más bien la intercomunicación de las tres actividades, su congruencia real: el ser da, el entender da, el amar da[33]. La iniciativa donal es la actividad donante, el ser. «Ser es dar» significa, así, que ser es aquella actividad personal que toma la iniciativa del dar. Entender es «conceder el dar» o aceptarlo: la actividad personal que se hace imagen y manifestación del ser que inicia el dar, y sin cuya aceptación el dar no se consumaría. Amar es el acto-don que se da, o sea, la actividad conjunta (en persona) del ser y del entender donales originarios. Al ser el hilo común a las actividades trascendentales, el dar es lo que en ellas designamos como lo trascendental, si es que, de acuerdo con su noción mínima, se entiende por trascendental lo realmente común a todo. Según eso, el dar es lo común a las actividades trascendentales y, en esa medida, lo que las hace trascendentales: lo trascendental de las actividades trascendentales, lo que no se separa de ellas, sino que les es perfecta y activamente común.

 

Ahora bien, como los actos trascendentales no son trascendentales per accidens, es decir, como la trascendentalidad no puede ser algo sobrevenido a las actividades últimas, puesto que ella es la consideración de la ultimidad como tal, el dar trascendental nos ha de indicar la índole de los trascendentales, a lo cual –como ya indiqué– se le ha llamado en filosofía la «naturaleza». Ser, entender y amar como actividades puras tienen como índole o naturaleza la trascendentalidad activa o el dar. Y esta naturaleza común es tal que, por ser la que es (dar), no es incompatible con la irreductibilidad de los actos puros entre sí, o sea, con las personas, ya que sólo las personas dan propiamente. Por una parte, si cada acto da, entonces cada acto es una persona. Y, por otra, como el propio dar, incluso en las criaturas, es trino y ordenado, en la medida en que la actividad de dar está integrada por una iniciativa donal, una aceptación donal y un don –siendo ése su orden interno–, el dar, cuando es puro, admite una trinidad personal interna y ordenada.

 

El estímulo, pues, de la fe ha prestado alas a la inteligencia, la cual, a la vez que ayuda a la intelección de lo revelado, puede corregir y mejorar su propio conocimiento de la índole de lo trascendental. Vista desde nuestro entender, tal índole había sido expresada filosóficamente en términos relativos: «epekeina tes ousias», «hyper ton genon», «hyperphysikos». Tales indicaciones tienen de malo que, sin ser falsas, inducen a pensar que lo trascendental es algo que está situado por encima o más allá respecto de otros «algos»: lo malo es eso de «algo», que es lo que confiere un aparente contenido positivo a la (falsa) relatividad de lo trascendental respecto de lo predicamental. Por ejemplo, entender a Dios como «algo» es objetivarlo o intentar reducirlo a la presencia (límite) mental, dejándolo exento, justo como aquel objeto (in-finito) cuya noción se forma por comparación con todos los otros objetos (finitos), y, en consecuencia, entendiéndolo de modo relativo a ellos. Pero si el «trans» de lo trans-cendentale se entiende como la actividad del dar supremo, la relatividad queda eliminada. Ante todo, porque los objetos no dan, las personas sí. Cualquier normal conocedor del pensamiento filosófico podría objetar que los objetos no dan porque ni tan siquiera causan, como supo observar Aristóteles respecto de las ideas platónicas. Y, ciertamente, yo mismo he propuesto en esa línea entender lo trascendental como acto, no como algo, pero estoy procurando aclarar la índole de ese acto precisamente como el acto de dar supremo. Aristóteles supo entender la divinidad como acto y vida (noesis noeseos noesis), mas para intentar mantener su trascendencia hubo de pensarlo como acto incomunicado e incomunicable (motor inmóvil). No captó el carácter donal del conocimiento, sino que lo entendió como una causa, la final o más alta, la que todo lo mueve por atracción, pero que, como tal, está encerrada en su propia perfección. El acto puro aristotélico influye, pero no da, ni tan siquiera produce. Su trascendencia no es trascendental: está de tal manera fuera de las cosas que las cosas no están en él, las excluye de sí. Por consiguiente, con la sola noción de acto puro se puede caer en otro extremo, a saber, el de separar la trascendencia de la trascendentalidad, o, dicho de modo más sencillo, el de hacer imposible que lo trascendental sea lo común a todo. En cambio, si se entiende el acto divino como supremo dar, nada queda excluido y lo trascendente no queda aislado, pues en la noción de dar está manifiestamente incluida la comunicación. Precisamente por eso, el dar supremo elimina toda confrontación y desborda toda comparación. Y como no se exime ni se separa[34], el dar supremo tampoco oculta implícita relatividad alguna: el «trans» de lo trascendental es la incontaminación del dar supremo, que no pierde ni quita ni presupone ni cierra al dar. El carácter sobreabundante, comunicativo, sin pérdidas ni ganancias, de la naturaleza de Dios, que es lo realmente trascendental, hace a Dios trascendente o último sin ninguna relatividad a las criaturas, pero también sin incomunicación alguna.

 

De esta manera, una vez iluminada la razón por la fe, podemos entrever, a partir de las criaturas y en congruencia con el autotrascendimiento humano[35], el carácter donal de la actividad divina sin incompatibilidad con la trinidad de personas. La Sagrada Escritura abona la intelección de las relaciones personales intratrinitarias como relaciones donales. La relación entre el Padre y el Hijo es expresada en términos de dar (dídomi)[36], e igualmente, el Padre da el Espiritu[37] a petición de Cristo[38], y lo da sin medida[39]. El dar enlaza, pues, la inteligencia con la revelación, lo natural con lo personal in divinis, y aclara a la razón la índole de lo trascendental.

 

Pero el crecimiento de fe y razón no cesa ahí. Estimulada desde esta mejor intelección, la fe vuelve a tomar protagonismo sobre la intelección y la incita a prestar mayor atención a los datos revelados para encontrar nuevas indicaciones acerca del propio dar. La revelación cristiana no acaba en el desnudo dato de que el dar es divino, antes bien muestra a quien lo busca un núcleo del dar aún más profundo y preciso. Ese núcleo es decisivo, tan hondo y distinto que no puede ser entendido ni explicado suficientemente con palabras humanas, pues se trata de un ingrediente del misterio oculto desde los siglos eternos a toda criatura y que sólo se nos ha revelado en la cruz de Cristo. La muerte libremente aceptada y querida por Cristo, como entrega de la vida de su humanidad al Padre[40] hasta el extremo de morir en una cruz, nos ha revelado que el misterio de la divinidad es la entrega o el dar sin reservas[41]: lo que hace que el dar supremo sea de Dios, o sea, inigualable, es que su dar es sin reservas. Que enuncie yo con palabras el misterio divino no quiere decir que lo comprenda, pero sí que se puede llegar a entender desde la revelación cristiana.

 

El «sin reservas» divino no puede ser descubierto por la inteligencia creada, ni angélica ni humana, debido a la índole misma de la creación y a la consiguiente diferencia trascendental entre los trascendentales condicionales y los incondicionales. Las criaturas no pueden dar sin reservas, de ahí que, por ejemplo, muchos crean –erróneamente– que el amor a sí mismo es imprescindible y haya de ser puesto en Dios[42]. Sin embargo, el «sin reservas» es la anulación en Dios del amor a sí mismo. Es, ciertamente, un misterio oculto, pero su revelación por la palabra silente de la cruz arroja una iluminación inesperada para la inteligencia humana en su investigación de los trascendentales.

 

Si el dar sin pérdidas nos permite entender su alcance supremo o trascendental sin incompatibilidad con las personas, el dar «sin reservas» nos ilumina acerca de la conversión en identidad de los trascendentales, a la vez que enriquece nuestra intelección sobre la positiva congruencia de la Trinidad. Esta iluminación tiene una doble fecundidad: una fecundidad para la fe (teología cristiana) y otra para la razón (filosofía trascendental y cristiana). Aunque en las dos actúan conjuntamente la razón y la fe, en la una se favorece el crecimiento de la fe, en la otra el de la razón.

 

Antes de empezar ese doble desarrollo, conviene resolver una dificultad que sale al paso nada más proponer la noción de donación «sin reservas». En efecto, no parece claro que, si el dar supremo no tiene pérdidas, pueda ser, en cambio, «sin reservas», pues el que no se reserva nada al dar lo pierde todo. ¿Cómo entender de modo unitario un dar que sea sin pérdidas ni reservas? Si, cuando se da, no se reserva uno nada, parece que se pierde lo dado. Por un lado, el dar supremo no ha de admitir pérdidas; por otro, el «sin reservas» podría indicar traspaso o entrega con pérdida. En la muerte de Nuestro Señor así lo fue: entregó su vida humana y la perdió al entregarla. Ésta es la verdadera dificultad. Pero no juzguemos según las apariencias. Como el que entregaba su vida humana era el Verbo, o sea, Aquel que da-el-dar supremamente o sin pérdidas, la pérdida (verdadera) de la vida humana fue convertida en don con ganancias: precisamente en una forma de actividad o vida superior a toda posible medida para cualquier criatura. La pérdida debida a la entrega «sin reservas» de la vida humana fue convertida en ganancia «sin reservas»[43]. Si se centra bien la atención en su núcleo, el problema señalado lo introduce, pues, el dar creado, que puede acarrear pérdidas, y consecuentemente reservas que las eviten. Al convertir la pérdida en ganancia, Cristo nos enseña que Dios da sin reservas ni pérdidas[44]. En realidad, respecto de Dios, el problema descrito es sólo aparente, puesto que, si al dar no pierde, puede darlo todo sin perder nada. El «sin pérdidas» y el «sin reservas» son no sólo compatibles, sino connaturales al dar supremo puro, que lo es por ese doble motivo: porque –como explicaré más adelante– todo en él es dar, y nada (del dar) al dar se pierde. En las criaturas el dar sin reservas lleva consigo pérdida, aunque esa pérdida se pueda convertir en ganancia, si es un dar desde y con Dios[45].

 

B) Los rendimientos del hallazgo teológico-filosófico del dar puro para la fe cristiana

 

Habida cuenta de lo anterior, el «sin reservas» aclara, a la consideración teológico-cristiana, la unidad de las tres divinas personas. Ya que nada se reservan, el Padre no es (o da) más de lo que entiende o acepta el Hijo, ni el Padre y el Hijo son y entienden más de lo que ama el Espíritu Santo. Todo cuanto es el Padre, entiende el Hijo y ama el Espíritu lo comunican sin reservas, de manera que no existe ningún «momento» en que no se comuniquen plenamente entre sí. Esto hace imposible el adelanto y el retraso entre las Personas. El Padre no es anterior al Hijo, y el Espíritu Santo no es posterior al Padre y al Hijo, más aún, la tríada personal no es anterior ni posterior a su unidad. El «sin reservas» impide que exista algo en el Padre al margen de lo que comunica al Hijo, y también que exista algo en el Padre y el Hijo al margen de lo que comunican al Espíritu, así como que el Espíritu sea algo más o algo menos de lo que procede del Padre y del Hijo. El Hijo no está pre-contenido en el Padre, porque para eso haría falta que el Padre existiera al margen del Hijo. Y el Espíritu Santo no queda relegado respecto del Padre y del Hijo, porque para eso se requeriría que el Padre y el Hijo se reservaran algo entre ellos, esto es, cada uno para sí, pero el Espíritu es justamente persona porque es la no reserva de nada en la mutua comunicación entre Padre e Hijo[46]: es la implosión irrestricta de la intercomunicación personal sin reservas. El Padre, el Hijo y el Espíritu son igualmente originarios, como tres dares que se intercomunican tan plenamente que son uno solo, el dar originario, la divinidad.

 

Sin embargo, Padre implica Hijo, e Hijo implica Padre –cabría objetar–, luego el Padre supone al Hijo y el Hijo supone al Padre. No. Es cierto que no existe padre sin hijo, ni hijo sin padre, pero ni siquiera en las criaturas padre presupone a hijo ni hijo presupone a padre, sino que padre e hijo lo llegan a ser simultáneamente y lo son de modo solidario[47]. El «sin reservas» hace que el Padre sea plenamente Padre y el Hijo sea plenamente Hijo, de manera que en ellos no haya nada que no sea Padre ni Hijo, respectivamente. En cambio, los padres humanos no son sólo padres ni los hijos son sólo hijos, porque el padre humano no comunica todo cuanto es y tiene, ni el hijo humano es sólo lo que recibe y acepta de sus padres, mientras que, por el contrario, el Padre comunica íntegramente y sin reservas todo cuanto es al Hijo, y el Hijo acepta sin reservas todo cuanto procede del Padre, e igualmente el Espíritu Santo es el don que se da sin reservas a sus donantes plenos. El dar sin reservas no admite ni el adelanto ni el retraso parcial o total: tan integralmente donante es la iniciativa, como la aceptación y el don, por lo que el dar divino es la plena comunicación de iniciativa, aceptación y don.

 

El dar sin reservas ayuda también a ilustrar algo más por qué las Personas divinas no se suman entre sí, o sea, permite entender cómo la Trinidad no es un conjunto de tres, sino la identidad de tres[48]. Si fuera un conjunto, habría de totalizarse[49], pero la totalización implica una reserva, un «nada más que»[50]. Las restricciones o reservas implican ceses en el dar, haciendo precipitar el dar al margen de los donantes, y lo dado al margen del dar. El «sin reservas», en cambio, hace que el dar no precipite al margen de las Personas. Para que el dar pudiera precipitar por separado, haría falta que las Personas se comunicaran entre sí parcialmente. Y de modo semejante a como la parcialización supone una reserva respecto del todo, así o bien una Persona precipitaría como el Todo, convirtiendo a las demás en participaciones suyas, o bien el todo del dar precipitaría como una cuarta persona, del que las tres serían partes reservadas. El «sin reservas» evita toda parcialización, y, con ello, que ninguna Persona sea entendida como superior, anterior o posterior a otra, así como también evita que las tres sean partes de un todo resultante ulterior. En consecuencia, no existe actividad alguna superior, ni anterior ni ulterior al dar sin reservas, el cual es eternidad activa[51].

 

El «sin reservas» puede ayudar, asimismo, a entender el carácter personal de Espíritu Santo. En el dar creado el don no suele ser persona, pues los dones no suelen dar, salvo de modo metafórico, como cuando los padres al engendrar «se dan» mutuamente un hijo[52], el cual como persona también puede dar. Sin embargo, el Espíritu Santo no es un hijo ni una metáfora, sino el exceso mismo de la mutua donación entre Padre e Hijo[53]. El exceso es lo que procede del dar «sin reservas», cuando el dar es supremo, o no pierde al dar. A su vez, lo que procede del dar sin reservas ni pérdidas no es posterior al dar ni se pierde, pero tampoco se suma, pues no totaliza, sino que mantiene la índole del dar «sin reservas», y esto ha de significar que da. El Padre y el Hijo no se reservan el dar, sino que lo comunican al don. El don puro sin reservas da, o sea, es Persona. Pero ¿cómo puede dar un don? Pues precisamente no reservándose su donalidad, sino gozándose en los donantes[54]. Se trata de un misterio, pero no carece de sentido: los dones de las criaturas no dan, porque el dar o dares que los dona(n) no es sin reservas, pero cuando los donantes se donan sin reservas, el don es también donante o persona.

 

En resumen, las Personas son distintas y cada una dona de una manera distinta, pero como cada una da «sin reservas», son un solo dar en plenitud. El Padre está en el Hijo, y el Hijo está en el Padre, porque nada se reservan (todo lo que tiene el Padre lo tiene el Hijo y viceversa[55], de manera que ambos son uno[56]), el Espíritu está en el Padre y en el Hijo porque es su Don conjunto, o sea, el exceso y la sobra de la entrega sin reservas entre ellos, y como el exceso tampoco se pierde, entonces el Don da, y lo que da es su no reservarse el exceso.

 

C) Los rendimientos del hallazgo del dar puro para la filosofía trascendental y cristiana

 

C.1. Para la filosofía cristiana, por su parte, el «sin reservas» permite aclarar, ante todo, qué significa el dar puro. En las páginas precedentes averigüé por la razón que el dar supremo no tiene pérdidas ni lleva consigo menguas, tomando como indicación los dares más altos en las criaturas (ser, entender y amar), pero no pude precisar en qué reside la pureza del dar. La congruencia exige que, si los actos supremos son actos puros, y yo propongo que la actividad suprema es la de dar, entonces la actividad de dar haya de ser también pura, o de lo contrario no será suprema. Con todo, hasta el momento se ha precisado cómo ha de ser el dar supremo, pero no cómo ha de ser un dar puro. Ahora lo podemos entender: un dar sólo es puro si es dar sin reservas, o sea, si en él todo es dar, si él nada deja por dar.

 

Es cierto que sólo por la revelación podemos saber que los tres ingredientes del dar creado (donante, aceptador y don) sean en el dar supremo personas distintas, pero ahora la razón, iluminada por la fe desde el «sin reservas», puede atisbar que lo que tienen en común, o sea, la naturaleza divina, es positivamente congruente con esa trinidad de Personas. En efecto, cuando se trata precisamente del dar puro, es congruente que los (que en las criaturas son) ingredientes del dar den, pues en el dar puro todo es dar y sólo dar[57]. Es inteligible que, en el dar en el que todo es dar y sólo dar, los ingredientes del dar hayan de dar y dar puramente. En la divinidad los ingredientes del dar son los activos del dar. Luego, la iniciativa, la aceptación y el don no son actividades atribuibles a personas que vivan aparte cada una por su lado, sino que son ellos mismos los dares personales del dar puro. El dar puro es, congruentemente, el dar de dares, el dar por excelencia.

 

La iniciativa, la aceptación y el don supremos pueden ser distintos, porque su dar es «sin pérdidas»: la iniciativa no se pierde en la aceptación ni ambas en el don; pero lo que los hace un solo dar es que cada uno da «sin reservas». No intento separar el «sin pérdidas» del «sin reservas», sino sugerir cómo la congruencia entre ambos permite entender la congruencia entre las personas y la naturaleza in divinis. Obviamente, si su dar tuviera pérdidas, los dares del dar no podrían dar sin reservas, pues se extinguirían (o sea, no se distinguirían), pero si el dar se hiciera con reservas, entonces necesariamente tendría menguas o pérdidas (a saber, lo que se sustrajera del dar), por lo que ni ese dar ni sus ingredientes serían supremos. Por tanto, si el dar tuviera pérdidas –si no fuera el supremo–, no serían distinguibles los dares, pero si se hiciera con reservas, entonces esos actos no tendrían una naturaleza idéntica, el dar puro.

 

Ahora bien, si el dar supremo es puro, es decir, si, en cuanto que en él no existen reservas, todo en el dar supremo es dar, entonces lo supremo ha de ser simple, incompuesto, sin mezcla: el dar en todas sus dimensiones e incontaminado. Pero, de acuerdo con eso, en lo supremo o trascendental el calificativo de «puro» no puede connotar nada abstracto, sino actividad simple, identidad activa, que es lo que se sugiere con la expresión «dar de dares», un dar cuya iniciativa, aceptación y don son ellos mismos puro dar.

 

El dar puro, por consiguiente, no está sometido a la lógica del axioma «el todo es mayor que las partes». Desde luego, los ingredientes del dar no son parte suyas, pero algunos podrían confundirse en ese sentido, llevados del pensamiento objetivante. Sin embargo, si se atiende debidamente a cuanto se ha dicho, se hace patente que el «dar de dares» no es la suma de los dares, ni se posee a sí mismo, pues no es una persona, sino que es poseído por el donante, por el aceptador y por la persona-don, de tal manera que cada persona integrante del dar posee todo el dar. Por eso, en vez de que el dar sea mayor que los integrantes del dar, queda claro que cada uno de ellos es perfectamente equivalente a los otros y a todo el dar.

 

C. 2. Según esto, el «sin reservas» permite aclarar, además, cómo el dar supremo puede ser la identidad de los tres actos puros, lo común a ellos que no se convierte en un resultado suyo, que no precipita al margen. El ser da sin reservas, el entender da el dar (o acepta) sin reservas, el amar se da sin reservas, de manera que los tres son un idéntico dar. El dar supremo sin reservas «hace» idénticos al donante, al aceptador y al don sin añadirles ni quitarles nada. Su identidad se puede entender como el «sin reservas» de su dar supremo, de tal manera que la identidad cobra sentido como actividad cuando se la entiende como dar, y como un dar sin reservas[58].

 

Esto necesita de ciertas aclaraciones. Puesto que cada ingrediente del dar supremo es puro o da «sin reservas», ni la iniciativa ni la aceptación ni el don fraguan o se decantan por separado. Pero para que no fragüen ni se decanten por separado es preciso que no se extingan en la donación, sino que se distingan en ella. En efecto, el «sin reservas» podría interpretarse como un traspaso total de la iniciativa a la aceptación, y de ésta al don, por lo que el ser se extinguiría en el entender y éste en el amar. En tal caso, la iniciativa y la aceptación serían sólo momentos del dar sin reservas, y el don la síntesis del dar, lo que equivaldría a la extinción del dar, pues además de que se haría con pérdida, la síntesis sería terminal: el dar terminaría no dando, o sea, reservándose. Por tanto, en estas hipótesis lo que quedaría anulado es el dar puro. Por el contrario, lo característico del dar supremo y puro es que en él nada se pierde ni nada se guarda, por tanto la iniciativa no puede perderse en la aceptación ni ésta en el don, el cual no puede guardarse para sí. Ahora bien, si el donante, el aceptante y el don no extinguen el dar porque no lo guardan o reservan, es congruente que los tres se distingan en el dar puro, o sea, que ellos tampoco se extingan en el dar. Eso de «en el dar» indica, por su parte, que su distinción no precipita al margen del dar, sino al dar. No digo que esto se vea de modo intuitivo ni natural, sino que, gracias a la iluminación de la razón por la fe, cabe entenderlo de modo congruente. Ninguno de los actos que integran el dar se extingue –y menos aún cesa o es seguido– en el otro, sino que los tres están co-dando en el dar idéntico. Y aunque procedan algunos de otro u otros, ese proceder es intrínseco a la actividad pura de dar, por lo que no implica ni adelanto ni retraso ni pérdida o extinción alguna, ni por parte de los dares ni tampoco por parte del dar. Por consiguiente en la Trinidad Santa ni la unidad es anterior a las personas, ni las personas a la unidad, sino de una sola vez (simplokós) e incompuestamente unidad idéntica de tres[59].

 

Es un problema en la doctrina tradicional sobre los trascendentales entender cómo, siendo el esse el trascendental propiamente dicho, y la verdad y el bien propiedades suyas, puedan el entendimiento (al que corresponde la verdad) y el amor (al que corresponde el bien) identificarse en Dios consigo mismo, que es el ipsum esse subsistens. ¿Cómo podrían las propiedades del ser identificarse con el ser? Este problema puede resolverse en tres pasos: 1) distinguiendo la verdad y el bien (como propiedades trascendentales del esse) respecto del entender y del amar trascendentales, que no son propiedades, sino actividades donales puras; 2) entendiendo que el ipsum esse subsistens es también actividad donal y no un mero «estar siendo»; 3) dándose cuenta de que en el único dar puro se integran tres dares (personales) distintos (iniciativa, aceptación, don).

 

De este modo, el orden trascendental originario está integrado por un triple acto cada uno de índole donal, a la par que esa índole donal los identifica. El dar puro es la congruencia pura: sus ingredientes son dares, los dares son un idéntico dar, o sea, un dar de dares: todo en el dar puro es dar. Por eso, cada uno de los actos que integran el dar es también de índole donal, o sea, internamente trino (es, conoce y ama), pero no son nueve actos, sino tres que dan íntegramente, y, al revés, el dar íntegro es un solo dar, no tres dares inidénticos. Pero tampoco por integrar un único dar las personas son meras dimensiones del dar, sino que cada una es un dar íntegro. Como enseña la doctrina cristiana, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, pero no son tres dioses, sino un único Dios verdadero; y no por ser un único Dios verdadero dejan de ser tres personas distintas el Padre, el Hijo y el Espíritu. Ni los tres son más que uno, ni cada uno es menos que los tres. Dicho de otro modo: cada una de las tres divinas personas es trina, pero no en el sentido de que cada una sea tres personas, sino en el de que el dar entero es trino y cada dar personal es congruente con esa trinidad. El dar de las personas divinas es la congruencia real máxima: tan congruente son los tres dares que integran un dar común, y tan congruente es el dar común que cada uno de los tres dares tiene las tres dimensiones del dar[60].

 

C. 3. Otros rendimientos filosóficos indirectos

 

a) Ganancias en la intelección de lo trascendental.

 

Gracias a la intelección de la ultimidad como dar se hace más fácil también evitar el peligro de una interpretación meramente lógica de lo trascendental. Cuando se dice que lo trascendental es lo común a todas las cosas casi siempre se entiende que es un concepto común a todas las cosas, en cuyo caso se está apuntando a un género o clase que reúne homogéneamente a todos los miembros que la detentan. Otras veces se ha entendido que es un predicado que pertenece a todas la cosas en común, y que, por pertenecer a todas, no es de alguna de ellas sola, o sea, no es propiedad exclusiva de ninguna de ellas, sino cierta universalidad como propiedad común. Pero los trascendentales no son géneros ni predicables. Ambas consideraciones de lo trascendental son de índole lógica, no directamente real.

 

Por una razón en parte semejante, Heidegger rechaza la consideración de lo trascendente como lo común: el ser es lo transcendens por excelencia, pero transcendens –a pesar de toda su resonancia metafísica– no a la manera escolástica ni grecoplatónica del koinon[61]. El ser, dice, no es un género, no es el ser para el ente en general, sino kath'olou, o sea, en el total de: el ser del ente, en lo cual se contiene el sentido de la diferencia ontológica[62]. La noción de ente es común a todos los entes, pero el ser no es, según Heidegger, lo común a todos los entes, sino lo diferente, lo universal que los recubre y permite considerarlos como mundo; es el ámbito previo a todos los entes, entendido en referencia a la articulación del tiempo extático, y cuya apertura universal es, con todo, un horizonte. Lo trascendente está por encima de lo general y, sin embargo, es limitante. Heidegger abandona la reflexión lógica e incluso la predicación judicativa, pero cae en la predicación abstractiva, no sólo enigmática, sino inconducente para el conocimiento de lo trascendental, porque lo supone, en vez de conocerlo[63].

 

En cambio, si se entiende lo trascendental como la actividad de dar sin pérdidas y sin reservas ni hay peligro de generalización reflexiva ni de predicación judicativa ni tampoco –como en Heidegger– de ningún recorte de la intelección humana. El dar, cuando es sin pérdidas ni reservas, no recae sobre sí mismo (reflexión), ni separa para unir o une para separar (juicio), ni articula o es articulado temporalmente (abstracción). Dar es actividad real interpersonal, no inmanente ni transitiva, no objetiva ni subjetiva, no clausurante ni limitadamente aperiente. Pero veamos esto más de cerca.

 

El dar no es una nota, sino una actividad que, cuando es suprema y pura, es tan radical que no se nota, puesto que no pierde nada ni se reserva nada. No se trata de que se oculte ni de que quede eclipsada por ninguna otra, sino de que nada puede servirle de contraste para destacarla. El dar no puede ser presentado, para presentarlo se requeriría que el presentar no fuera una (mala) forma de dar, o que el entender no fuera integrante del dar. Y, supuesto que se pudiera presentar, haría falta para ello desintegrar el dar, pues lo presentable del dar es el don, pero, presentado, el don no da, se escinde del dar. Siendo el dar lo común a las actividades puras (ser, entender y amar), con ellas se ejerce y en ellas se resuelve: el dar no les añade nada ni les quita nada, sino que es su estricta identidad, por lo que no puede darse a conocer por separado ni ser un cuarto, como ya se ha dicho. Esta característica del dar es lo que hace que su actividad sea imperceptible para cualquier criatura, porque haciéndolas ser y sobrar, más aún sustentándolas enteramente, no se separa de ellas en nada. De ahí que, si el dar es la actividad propia de la naturaleza divina, Dios sea un Dios escondido (Isa 45, 15), pero que todo se mueva, viva y exista en Él (Hech 17, 28).

 

El dar tampoco es un predicado de ningún sujeto, sino la actividad que hace persona a la persona. Para que algo sea predicable o admita predicados ha de ser separable, abstraíble, pero el dar supremo y puro no es abstraíble del donante, del aceptador y del don. Por supuesto, nosotros podemos predicar el dar, pero para ello lo hemos de componer, para lo cual lo hemos de separar o abstraer, o sea, de desbaratar como dar supremo y puro, pues predicar no es dar, sino distribuir judicativamente causas o datos. De ahí la dificultad para entender lo que se dice del dar. Cuando digo «ser es dar», por ejemplo, no predico el dar respecto del ser, ni al revés, ni tan siquiera establezco una mismidad inerte entre ser y dar, sino que pretendo sugerir que la actividad de ser no es una actividad clausurada ni clausurante, que se haya de retroalimentar, o que por ser última sea terminal, sino que es sobrante y comunicativa; y, al mismo tiempo, pretendo sugerir que el dar no es una actividad secundaria o derivada, sino primera y originaria, dotada de iniciativa propia o comunicante.

 

Tampoco es el dar la conclusión de un raciocinio o el término de una demostración, ni tan siquiera es la base o el fundamento desde el que se desplieguen razonamientos. El dar no es el fundamento ni la condición de posibilidad del entender o del amar. Para Heidegger, por ejemplo, lo trascendental es el ser, siendo entendida su trascendentalidad como condición de posibilidad. La condición de posibilidad sería trascendental no por ser común al Dasein y a los entes, sino por ser la anterioridad condicionante de sentido respecto de la apertura mundanal, propia del Dasein, en la que aparecen los entes y en la que pueden cobrar sentido. Sin embargo, ni el dar (puro y supremo) es la condición de posibilidad de los actos de ser, entender y amar, ni es anterioridad alguna, ni introduce en su actividad la anticipación y la posposición (la temporalidad). Aunque en la trama del dar puro existan el donante, el aceptador y el don, la iniciativa del donante no se anticipa a los otros dos: el donante sólo lo es en la medida en que se da la aceptación y el don. Y lo mismo debe decirse de la aceptación con respecto al don: el don se consuma en la aceptación de la iniciativa donal, conjuntamente. El dar supremo y puro no articula ni se articula, sino que es integral e integrante: es de una vez. Esto implica que el dar de que hablo no admite condiciones de posibilidad ni es condición de posibilidad de nada. La posibilidad es intrínsecamente temporal, de manera que la condición de posibilidad es una especie de pasado que no pasa, un antes anterior a la posibilidad, y al que, en cuanto anterior, no le afecta la temporalidad de la posibilidad, por eso cabe decir de ella que no pasa. Al no ser temporal, sino integral, el dar no admite un antes que lo condicione, y él mismo no funciona respecto de nada como un antes condicionante. Lo malo de la noción de condición es que excluye la comunicación: la condición no se comunica, sino que permanece inalterablemente separada de lo condicionado[64]. La condición no da, no es integral ni integrante. La integridad del dar se ha de entender como la confluencia del donante, del aceptador y del don en la unidad del dar. Esa integridad es incompatible con toda fundamentación, que ni es requerida por el que da, ni es requerida por el que acepta, ni por el don dador que de ambos procede. Aunque la fundamentación puede sugerir a algunos un tránsito (causal), que podría parecerles una comunicación, entendido así implicaría una debilidad o falta en lo fundamentado, y por tanto una necesidad previa, lo que es contrario a la gratuidad de la actividad donal, además de que el fundamento no es ninguna actividad personal. Por todo ello el fundamento no se comunica[65].

 

En definitiva, si lo trascendental ha de ser entendido como acto, y lo ha de ser[66], entonces lo común a que lo trascendental alude habrá de ser entendido como comunicación. No ha de ser eliminado lo común, sino corregido, entendiéndolo como real, como actividad, no como nota, predicado ni fundamento. Ahora bien, precisamente el dar es la actividad comunicante, o sea, aquella actividad que por no perder nada ni reservarse nada es (activamente) común a toda actividad. Mas no en el sentido de que el dar supremo y puro se predique de todas las cosas, de manera que todas las cosas den suprema y puramente, ni en el sentido de que el dar sea un factor común que pertenezca a todas las cosas, de manera que constituya una clase general que las abarque a todas. La comunidad que establecen los trascendentales es de otra índole: ad intra es la identidad de las actividades supremas y puras, ad extra es la actividad que hace activa a toda otra actividad. Trascendental significa, pues, lo común, pero no en sentido general ni en sentido universal (unum in multis), sino en sentido comun-icativo: trascendental es lo que comunica todo y se comunica a todo sin totalizarse ni totalizar nada. Como actividad, el dar supremo y puro es la actividad que no se consume ni agota, pues en ella no hay pérdidas, pero al mismo tiempo es la actividad que a todo alcanza, pues no tiene restricciones o reservas. No toda actividad es actividad de dar trascendental, pero toda otra actividad es sustentada por el dar supremo y puro, y de modo que no se nota, porque ella no pierde ni hace perder ni se reserva o mantiene al margen.

 

b) Malentendidos que se evitan

 

b) -α. Un problema que podría surgir en esta línea de investigación sería el de sobreentender que los actos donales puedan ser modalizaciones del dar, o sea, que ser, entender y amar sean modos del dar; o bien al revés: que el dar sea una modalización de dichos actos. No se trata ahora de la consideración modal lógica, de la que ya he tratado antes, sino de las siguientes cuestiones: los dares intrínsecos al dar ¿son modos del dar?, ¿o más bien, el dar es una modalización de los actos? La primera cuestión podría significar que o bien los dares son variaciones del mismo dar único, o bien que son divisiones del dar al que componen. Pero nótese que, en el primer caso, unas variaciones son, por definición, temporalmente excluyentes de las otras variantes (por eso son variaciones), y que el dar estaría totalizado (sería uno y el mismo) en cada una de las variantes. Y en el segundo caso, los dares serían modos parciales, y el dar sería su conjunto o totalidad. Pero todo eso es repelido por el dar. El dar puro admite ingredientes activos tales que éstos no excluyan nada ni totalicen nada, pues es sin pérdidas ni reservas, de manera que no admite variantes (que excluyan variantes) ni composición que lo totalice.

 

La segunda cuestión sugiere más bien que los actos, siendo independientes del dar, se constituirían, en una de sus posibles modalidades, como idénticos en el caso del dar puro. Pero ni el entender puede ser independiente del ser ni el amar puede ser independiente del ser y del entender, por lo que esa cuestión sólo tendría algún sentido en relación con el ser, que es el único que podría pensarse como independiente del dar. Pero en ese caso, el dar sólo podría constituir una modalidad del ser, y sólo en cuanto tal podría pasar al entender y al amar. Ahora bien, las modalizaciones son temporales y excluyen la plenitud, que nunca puede ser un modo. Por consiguiente, el ser trascendental puro no admite ninguna modalidad, no admite posibilidades, sino que es el ser plenario, eterno e inmutable. Sin duda que la iniciativa del dar es tomada por el ser y que el ser trascendental es libre, en el sentido más amplio del término, pero la libertad plena no estriba en la variabilidad (temporal), sino en la irrestricción del ser.  En consecuencia, ni el dar es una modalidad de los actos que lo integran, ni los ingredientes del dar son una modalidad de la actividad del dar.

 

b) -β. Otro problema que cabe resolver es el generado por la noción de identidad. Los equívocos con que, por lo común, se tropieza al hablar de identidad son dos, a saber: que a veces se entiende la identidad como igualdad, o sea, como una inerte sustituibilidad absoluta, y que en otras ocasiones se confunde con la identificación, que, en vez de actividad ontológica, es el distintivo mediante el cual se conoce la diferencia de algo respecto de todo lo demás. Pero ninguna de estas dos acepciones está a la altura de la consideración trascendental de la identidad, pues lo realmente trascendental ni es substituible ni tampoco es confundible.

 

La substituibilidad se corresponde con el caso particular, o sea, con la determinación segunda de la idea general, y sólo tiene sentido pragmático, pero, cuando se pretende que tenga valor teórico, queda oculto que bajo ella se produce una elevación de la inestabilidad temporal a mismidad por el pensamiento humano. Por eso, cuando propongo que la naturaleza divina es la identidad de los ingredientes del dar, no debe pensarse en una mismidad, igualdad u homogeneización inertes, sino en una actividad u operatividad común, la de dar, que admite la distinción interna (gracias al «sin pérdidas») y opera en identidad (gracias al «sin reservas»). Ser, entender y amar no son lo mismo, pero sí son unos en identidad activa. Sin duda, entre la iniciativa, la aceptación y el don, aunque exista orden, no existe distinción de jerarquía, y eso queda indicado por la identidad de naturaleza, pero ésta sería mal entendida, si se interpretara como una igualdad tautológica: la unidad de la actividad de dar no homogeneiza ni totaliza a los donantes, por lo que no suprime ni reduce su distinción ni su orden reales.

 

Por su parte, la identificación[67] es la búsqueda de aquellas propiedades o predicados de algo que sean suficientes como para diferenciarlo y reconocerlo entre todo lo demás. En este segundo caso, el vínculo que sirve a la identificación no es el «=», sino el «es» predicativo[68]. La identificación en el modo de la predicación es la definición. El problema de la definición es el de encontrar aquellos predicados de un sujeto que lo hacen inconfundible, en cuanto que enuncian las causas que lo exponen, las cuales son vinculadas al sujeto mediante un «es» copulativo. Sin embargo, la predicación, aunque sea intrínseca, no es la forma trascendental en que se encuentra la realidad suprema[69], pues la causalidad o es predicamental (concausas parciales), o es posterior al ser trascendental (tetracausalidad). Los trascendentales no son conceptos que se identifican en el juicio –y, menos aún, que sean interdefinibles[70]–, sino dares puros que dan en la identidad realmente activa del dar supremo y puro. En definitiva, la identificación implica composición, pero la composición es inadmisible en la identidad.

 

A diferencia de todo lo anterior, la identidad de la que se habla aquí es la simplicidad del dar puro. De la simplicidad no podemos predicar nada, pues al hablar de ella, o al pensarla, la desdoblamos o la complicamos. Podemos entenderla, pues por referencia a ella entendemos cuanto entendemos, pero no podemos pensarla o comprenderla. Lo único que cabe decir con sentido de ella es que es el principio supremo[71], o sea, lo único que nos cabe hacer es indicar la relación de lo compuesto en su respecto: lo compuesto (sea complejo o sencillo) depende de ella por entero. Al aclarar la identidad desde la simplicidad, se traspasan a la identidad la idiosincrasia y las dificultades (para las criaturas) de esta última, pero con eso sale beneficiada la intelección de la identidad, que resulta rescatada de la predicación, de la composición y del problema del reconocimiento: lo simple es inconfundible. Y, en segundo lugar, al entenderla como puro dar, se la libera del problema de la mismidad e igualdad[72], ya que no se la entiende de modo inerte, sino como actividad sin mezcla de pasividad alguna. Si la identidad es real, entonces ha de ser no la inactividad de un signo igual ni de una mismidad (o presencia objetiva ante la mente), ni el predicado o el sujeto de ninguna otra realidad, sino la actividad pura y simple. No se trata, pues, de una identidad tautológica, sino de una actividad incompuesta. El dar de dares no es una composición, sino la originalidad del dar puro, cuya simplicidad no es quebrada, sino integrada, por la triplicidad de donantes.

 

Sin duda que lo que digo pertenece al misterio más alto de todos, pero no por eso queda fuera del alcance de cierta intelección. Si en el dar de dares, como actividad pura y simple, ni el donante ni el aceptador ni el don se adelantan ni retrasan ni fraguan por separado, según se ha ido explicando, entonces el dar de dares da eterna e idénticamente. El ser puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no ser, y por ello no comienza ni termina, es eterno. El entender puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no entender y por ello no comienza ni termina, es eterno. El amor puro es tan perfecto e inmenso que no «puede» no amar y por ello no comienza ni termina, es eterno. Ser, entender y amar son tan perfectos e inmensos que se convierten entre sí donalmente sin dar lugar a amontonamiento alguno, sino en pura simplicidad o identidad. Esta identidad simple es tan perfecta e inmensamente activa que nada le queda por ser, por entender ni por amar.

 

C.5. La coronación de los rendimientos

 

Por último, la conjunción del dar sin pérdidas y sin reservas sirve para llenar de sentido, aunque misterioso, a la identidad o naturaleza divina. Un dar sin pérdidas ni reservas entre tres (donante, aceptador y don) se caracteriza obviamente por su plenitud, siendo ésta la mera positivación de los dos «sin» del dar supremo y puro. Cuando un donante da sin pérdidas y sin reservas, un aceptador acoge la donación sin pérdidas y sin reservas, y el don de ambos se da a los donantes sin pérdidas y sin reservas, entonces la sobreabundancia es sin medida o plena, tan plena que tampoco admite ganancias. El dar sin pérdidas ni reservas es un dar pleno que no admite incrementos ni disminuciones[73].

 

Mas la noción de plenitud o pleroma ha de ser también cuidadosamente establecida para que no desdiga del dar supremo puro y simple. El defecto con que la imaginación empaña esta noción consiste en que generalmente «lleno» es pensado implicando una capacidad previa, o sea, como un vacío colmado. La plenitud a que aquí me refiero es aquella plenitud que no es medida ni limitada por ningún vacío ni previo ni simultáneo ni posterior. Es difícil deshacerse de esas adherencias imaginativas, pero para alcanzar la noción pura de plenitud ha de proseguirse otra sugerencia del término, a saber, la de abundancia («lleno» y «plenitud» pueden sugerir tener mucho), y que es la que se expresa con el término, originalmente sinónimo, de plétora. El dar sin pérdidas ni reservas es una actividad tan plena y desbordante que se puede denominar pletórico. Es ésta una forma de hablar con la que intento sugerir la insuperable grandeza de lo divino sin caer en las limitaciones propias del hombre. La noción de plenitud «pletórica» es congruente con la simplicidad como actividad, que expresada, en cambio, con otros términos lleva a frecuentes confusiones.

 

Por ejemplo, decir «la divinidad lo es todo», puede ser también un modo de señalarla, pero la noción de «todo» es limitada y cerrada, o sea, es objetivo-reflexiva, por lo que es excluyente. «Todo» implica (hacia fuera) exclusión, y (hacia dentro) homogeneización inerte. Espinosa piensa que Dios es todo, la substancia que es causa sui y de sus accidentes o modos: natura naturans y natura naturata. Parece que, si se piensa que Dios es todo, en él nada queda excluido, y, sin embargo, esa noción excluye por completo la finitud y, sobre todo, lo inobjetivo. El sub specie aeternitatis espinosiano es la presencia mental: Dios es, para Espinosa, todo y sólo lo presente, hasta el punto de que él se presenta objetivamente en y por sí mismo. En otro sentido, también Kant habla de Dios como de la totalidad de la realidad, o sea, la suma de lo conocido sensiblemente más lo conocido no sensiblemente (lo inteligible). Pero, como bien es sabido, esa omnitudo realitatis es, para él, una mera idea, un principio regulador del conocimiento, cuya última raíz es una tendencia de la voluntad a la totalización. Así pone de manifiesto el aspecto subjetivo de la formación de la noción de todo: si no existiera una urgencia práctica previa, no nos veríamos inclinados a totalizar, o sea, a cortar la consideración intelectual y cerrar lo conocido y con él el conocer. Ambos extremos incurren, entre otros muchos, en un neto error: tanto el objetivismo como el subjetivismo eliminan la simplicidad o identidad, pues ni el objeto ni el sujeto pueden ser simples, dado que son pensados de modo relativo y opuesto el uno respecto al otro[74].

 

Bueno –podría objetarse–, pero si por «la divinidad es todo» se entendiera que «fuera de Dios no existe nada» o que «Dios y nada más», ¿no sería aceptable esa expresión? Por supuesto que la plenitud pletórica divina no requiere de nada y lo es intensivamente «todo» en un solo acto de donación integrado por tres actos personales, pero para que esa expresión diga lo que se ha de decir de la identidad, debería precaverse uno de entender la trascendentalidad como excluyente, o sea, debería evitarse entender que: (i) «todo» contenga negación alguna, (ii) que el «fuera de Dios» sea un límite, (iii) que el «nada» ejerza alguna función, y, asimismo, (iv) que la inclusión que sugiere «todo» implique homogeneidad y reclusión dentro de unos límites. Por esas razones parece mejor evitar la noción de «todo», aunque a veces usemos la palabra, por la escasez de éstas.

 

¿Podrían evitarse quizás tales problemas, si pensáramos con los clásicos que «la divinidad es toda la perfección», en vez de «todo»? Al acotar la totalización al ámbito de lo perfecto, ¿no quedan modificadas las restricciones de la noción de «todo»? Pero la noción de perfección tiene también sus escollos peculiares. A la simplicidad no le puede faltar nada, desde luego, pero ella tampoco admite ser adquirida ni alcanzada: la perfección trascendental está exenta del devenir. Dios no es hecho ni es término de acción alguna. La noción de perfección (o acabamiento) tampoco serviría en la medida en que implicara que la simplicidad está «acabada»: primero porque acabado sólo puede estarlo lo que comienza y deviene; segundo, porque acabado está lo que no puede proseguir o mantenerse. Pero, en tales circunstancias, totalizar la perfección equivaldría a reforzar el acabamiento posiblemente implícito en ella. Por esa razón, la noción de perfección o acabamiento ha sido tradicionalmente corregida con la noción de acto puro, es decir, sin comienzo, devenir ni término. La actividad pura, que es sólo actividad sin mezcla de potencia alguna, es perfecta sin que haya de devenir ni de terminar en ningún sentido.

 

Como he dicho más arriba, la totalización implica una doble limitación, una limitación excluyente hacia fuera y una limitación homogeneizante hacia dentro. Decir que Dios es todo excluye cualquier otra cosa, a la par que hace de Dios un todo. Al negar que quede algo fuera, el todo queda delimitado negativamente, y al delimitarlo negativamente se lo homogeneiza. Por eso, cuando se dice y piensa «nada más que Dios» o «sólo Dios», quizás se quiera indicar algo verdadero, pero se hace de modo tosco y que suele inducir a engaño, pues se totaliza a Dios. Y la totalización de Dios tiene el nefasto doble efecto señalado. Por una parte, implica que todo es Dios, de manera que se induce al panteísmo, esto es, a la (falsa) percepción de que la omniperfección divina es absorbente: si Dios existe, y es verdaderamente Dios, entonces sólo Él es y lo es todo. Tal concepción absorbente deriva de la pretensión de poner a Dios en presencia[75], de someter la naturaleza divina al lecho de Procusto de la presencia mental humana: entonces Dios es pensado como el objeto infinito, el cual resulta absorbente respecto de todos los demás objetos. Por otra parte, lo pensado como Dios resulta homogeneizado: el ser, el entender y el amar serían lo mismo, o, como máximo, modulaciones de una misma substancia  (objeto o sujeto).

 

En cambio, el dar supremo y puro no es homogéneo ni homogeneizante, y de ninguna manera totaliza ni se totaliza, por lo que todos esos inconvenientes quedan obviados, si, en vez intentar pensar a Dios como un objeto o un sujeto, se entiende que él es la actividad de dar suprema y pura. La noción de actividad pura queda enaltecida si se la entiende como actividad de dar, pues entonces la separación de lo trascendental no queda convertida en incomunicación, antes bien la actividad pura es entendida como el más intenso de los intercambios, aquel que por ser sin pérdidas ni reservas da lugar a la sobreabundancia pura. Así, en vez de encerrarse en una noción absorbente, clausurante o incomunicante, nuestra inteligencia se abre a la perfección como plenitud pletórica, a la identidad como actividad, a la simplicidad como intercomunicación donal.

 

De lo dicho se desprende que con la noción de plenitud pletórica, la cual no implica ningún «sólo y nada más que», es decir, no excluye ni homogeneiza y tampoco se autoexcluye, intento recoger aquella confluencia del ser, entender y amar puros en la que nada queda fuera, precisamente porque esa confluencia es el dar sin pérdidas ni reservas. La naturaleza divina es la plenitud pletórica por razón de la inagotabilidad e incomensurabilidad de las entregas puras que en ella se vuelcan.

 

Naturalmente, siempre se pueden hacer observaciones miopes, basadas en una lógica verbalista: son sólo tres Personas, ni más ni menos; fuera de ellas no existe nada, por tanto ellas son «todo». No nos dejemos engañar por el lenguaje[76]. El «sólo» y el «todo» no tienen sentido negativo alguno cuando se hace referencia al ser, entender y amar, los dares puros y plenos. Ni el ser está solo o excluye nada, ni el entender puede estar solo o excluir nada, ni el amar puede estar al margen del ser y del entender excluyendo algo. El dar supremo y puro es una actividad integral, sin ser un todo, es actividad una, pero no única. «Nada más que Dios» o «sólo Dios» debe ser corregido con «¡Quién como Dios!» (Miqael), una manera de indicar la incomparabilidad de Dios y su trascendentalidad o carácter de supremo: id quo melius nihil[77], «nadie por encima de Dios». La noción correcta de lo trascendental no es la de «todo» o «infinito», ni tampoco la de la generalidad máxima, o sea, la de aquella última nota común contenida en todas las cosas, sino la de la actividad plena de dar, que es la comunicación personal pura, que a todo se comunica sin confundirse ni mezclarse, y en la que todo vive, se mueve y existe[78].

 

En definitiva, con la noción de plenitud pletórica[79], que deriva del dar sin pérdidas ni reservas, he intentado hacer inteligible cómo la trascendentalidad o naturaleza divina lo es todo sin totalizarse, es perfecta sin haber comenzado ni acabado, está en todo sin confundirse con nada, se comunica a todo sin que se le añada ni le falte nada.

 

No podían cerrarse estas consideraciones sin aclarar que el dar puro, aunque permite acceder a cierto conocimiento congruente de la divinidad trina y una, no «disuelve» el misterio. En efecto, ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu Santo son tres momentos, partes integrantes o modos de la actividad una de dar, como acontece en el dar creado, sino que el Padre da, el Hijo da y el Espíritu da, cada uno íntegra e indivisamente, y, con todo, los tres son un solo dar. Una cosa es que nuestra inteligencia se acerque al misterio con ayuda de la fe, otra que lo comprenda.

 

D. Mi propuesta filosófica

 

Aunque el proceso seguido hasta ahora derive de una mutua ayuda de fe cristiana y razón, y acabe en el misterio, eso en nada disminuye la posibilidad de ofrecer desde él una propuesta estrictamente filosófica, es decir, que no requiera otra contribución ulterior que la de la búsqueda filosófica para ser entendida.

 

Lo que yo propongo es que la actividad suprema y pura, o trascendental, es la de dar. La actividad de la realidad suprema y pura, o realidad por antonomasia, origen y fuente de toda otra realidad, es el dar. Ser real es dar. Lo radicalmente real no es causar, ni pensar, ni ser efectivo, sino algo más alto y más pleno: el dar, en el que se integran el dar dante, el dar aceptante, y el don en identidad.

 

Lo realmente común a todo es el dar puro, pero no es común porque yo lo piense, sino porque se comunica a todo sin perderse, sin hacer perder y sin reservarse. El dar puro es la actividad que sustenta a todas las otras actividades sin suprimirlas ni reducirlas, sino integrándolas en su distinción y aunándolas a todas en su fecundidad. La índole de lo trascendental es la actividad de dar.

 

Pero el dar implica una pluralidad trina de ingredientes reales (donante, aceptador, don), a la vez que la unidad de ellos o su simplicidad activa (un solo dar), con lo cual permite entender que lo trascendental sea plural, es decir, que la actividad suprema no sea única, sino que, siendo una la índole de lo trascendental, sean tres los trascendentales supremos, por lo que cabe ampliar el “to on pollajós legetai” de Aristóteles al acto: los actos se dicen de muchas maneras, es decir, las actividades últimas o actos supremos son plurales, y, sin embargo, esa pluralidad no implica una pura dispersión disléxica, ni una unidad extrínseca, sino la unidad real congruente y simple, una idéntica naturaleza activa. Por eso, en la medida en que el dar es entendido como una actividad suprema, cabe confirmar con verdad el descubrimiento de que se dan varios actos supremos y prístinos, porque el dar no es excluyente ni único, sino plural e integrador.

 

El dar confiere a las nociones trascendentales esa inapelable e incontestable fuerza real que es la actividad. Las nociones trascendentales supremas no pueden ser meros conceptos o entidades ideales, sino que tienen el peso de lo realmente activo, pero nada más activo que el dar, en cuyo seno se integran el ser, el entender y el amar. Y con ello el dar aporta, además, a los trascendentales supremos la dignidad de lo personal.

 

En efecto, el dar es interpersonal: sólo dan las personas, y sólo aceptan las personas. De manera que gracias a él se puede entender que el ser trascendental sea un ser personal: que ser sea dar. Igualmente, si el entender se incluye en el dar, como otro activo suyo, entonces entender es dar, la verdad es una persona, y distinta del ser que da. Y, finalmente, el amar es dar, una persona distinta del dador y del aceptante. En conclusión, ser es dar, entender es dar, amar es dar. Los trascendentales, las dignidades sumas, son personas. De ahí la imposibilidad de agotarlos, y también la de que nuestra búsqueda los encuentre positivamente si ellos mismos no se hacen los encontradizos, o sea, sin ayuda de la revelación.

 

Y todas estas ganancias se alcanzan sin perder las ventajas de las nociones trascendentales clásicas, a saber, su carácter último, su irrestricta comunidad (entendida como actividad comunicativa), su conversión, y su orden: porque, además, el dar puro es compatible con el orden. Al no ser (el dar) homogeneizante, los tres activos personales del dar, aunque integran un dar idéntico, incluyen referencias de orden: la iniciativa del donante es lo primero, la aceptación de esa iniciativa, es lo segundo, y el don como comunión de iniciativa y aceptación, es lo tercero. Pero «primero», «segundo» y «tercero» no son ni indicaciones de tiempo ni de jerarquía, sino pura indicaciones de origen o procedencia: el dar puro se integra desde la iniciativa, por la aceptación y en el don.

 

Por último, merced a la intelección del dar puro, a la tesis filosófica clásica de que no existe más realidad que intelección ni más intelección que realidad, que es la versión del realismo, cabe añadirle que, a su vez, no existe más realidad ni más intelección que donación amorosa, o sea, que los trascendentales no son conceptos co-extensos, sino que son actividades co-intensas, y su conversión no es de índole lógica, sino que es la plenitud real.

 

Aunque, ciertamente, a partir de esta mejora en la intelección de lo primero se abren otros innumerables problemas para la filosofía, desde ella también se abre un nuevo camino para una renovada intelección de los trascendentales condicionales (o creados) y de su relación con la realidad no trascendental.

 

 

 

Málaga, 22 de mayo de 2006



[1]Et ipsa tua merita dona illius sunt” (“Incluso tus propios méritos son dones suyos”), Enarrat. In Ps. 144, n.11,  PL 37, 1876. Cfr. Confessiones IX, 13, 34, et passim.

[2] Esbozo de una filosofía trascendental (EFT), Cuadernos de Anuario Filosófico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, nº 36, 1996.

[3] La 'res cogitans' en Espinosa, Eunsa, Pamplona, 1974, 193. Quizás este apunte sea demasiado rápido, por lo que pueda parecer falso a algunos. En efecto, podría decirse que, por ejemplo, en la vida orgánica los problemas de autoconservación son centrales, y que la vida es el ser de los vivientes, por lo que, en consecuencia, ser para el viviente es autoconservarse. De este modo, no sería verdad que ser sea sobrar y abundar. Algo de eso es lo que debió entrever Espinosa que entendió la causa sui como vida, es decir, que entendió la inmanencia de la vida como autoconservación (Ibid. 138-139). En una línea muy parecida se encuentra también la teoría de la evolución (lucha por la supervivencia). Sin embargo, la vida orgánica es sobre todo crecimiento y plenificación del universo físico, de manera que la autoconservación, que sin duda existe en ella, está al servicio del crecimiento y de la multiplicación, que la rebasan ampliamente. Vivir orgánicamente es crecer, multiplicarse y llenar la tierra.

[4] Servicio de Publicaciones Universidad de Málaga, 1997. Cfr. “Realismo trscendental”, en AA.VV. Futurizar el presente, Estudios sobre el pensamiento de Leonardo Polo, Servicio de Publicaciones, Universidad de Málaga, Málaga, 2003, pp. 35-92.

[5] Gen, passim, por ejemplo: 12, 7; 13, 15; 15, 18; 17, 8 y 16; 24, 7; 26, 3-4; 28, 13-14; 35, 12; 48, 4.

[6] Ex 24, 12.

[7] Ex 36, 1-2; Sal 118, 130; Pro 2, 6; Job 32, 8; Dan 2, 21.

[8] Isa 40, 29.

[9] Gen 48, 9.

[10] Job 1, 21; Sir 34, 19-20; cfr. 2 Cr 25, 9; Sal 103, 28.

[11] Job 41, 2; Rom 11, 35.

[12] Job 35, 7; Isa 66, 1-2; Hech 7, 49.

[13] Mt 7, 11; Lc 11, 13.

[14] Cfr. Lc 6, 38.

[15] Sant 1, 5. Cfr. Lc  6, 38.

[16] Rom 5, 5.

[17] Hech 2, 38; Heb 6, 4.

[18] Jn 3, 34.

[19] 2 Pe 1, 4. Como se dirá más adelante, la naturaleza de Dios es el dar. Ser copartícipes de ella es ser copartícipes del dar.

[20] S. Agustín, De doctrina christiana, I, 7, 7, PL 34, 22; De civitate Dei, XXII, 30, 1, PL 41, 801. S. Anselmo cambió el «mejor» por el «mayor». Por el lado del «mayor» se llega a la idea de la deidad, y a la experiencia del ser supremo, como dice Polo (Nietzsche como pensador de dualidades, Eunsa, Pamplona, 2005, 226; Antropología Trascendental II, Eunsa, Pamplona, 2003, 221). Pero la indicación del «mejor» tiene que ver con el bien y con la voluntad, de manera que remite a Dios como destino del hombre, como lo más perfecto y amable, como la plenitud integral de la que hablaré al final.

[21]Vivere viventibus est esse” (ST I, 18, 2 c; Cfr. Aristóteles, De anima, II, 4, 415b13;). Naturalmente, la vida que es esse en sentido estricto es la vida divina, y también la vida espiritual-trascendental de las criaturas elevadas. La vida orgánica no es el ser del viviente, sino su esencia (cfr. Genara Castillo, La actividad vital humana temporal, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 139, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2001). Sólo el esse divino es capaz de dar la vida como ser (Jn 5, 26). Los hombres colaboramos con el dar divino al comunicar (sólo formalmente) la vida del cuerpo, que forma parte de nuestra esencia humana.

[22] Aunque en el Segundo Testamento no se dice expresamente que el dar supremo no pierde al dar, esa verdad está contenida, y es implícitamente sugerida, por ejemplo, en la multiplicación de los panes. Nuestro Señor se lo hace notar a los apóstoles para que dejen de preocuparse por la comida y los bienes de este mundo (cfr. Mc 8, 14-21): con cinco panes dio de comer a cinco mil personas y sobraron doce cestas de pan, y con siete peces dio de comer a cuatro mil y sobraron siete cestas, o sea, mucho más de lo que había al principio. Lo que Dios da no sólo no se pierde, sino que se multiplica. Por tanto, si bien se puede atisbar (con dificultades) esa verdad por la razón, la revelación lo sugiere, confirma y amplía.

[23] Me refiero a continuación a los modos lógicos, los cuales no son sino el correlato de la demostración causal. Lo necesario es aquello que se demuestra que existe a partir de sus causas; lo imposible es aquello que se demuestra que no puede existir según sus propias causas; lo posible es aquello que, no existiendo, no se puede demostrar que no haya de existir a partir de sus causas, y lo contingente lo que, existiendo, no se puede demostrar que no deje de existir a partir de sus causas. Sin embargo, cuando por urgencias unificadoras del logos se quiere convertir a estos modos en categorías supremas de los seres, se les aplican procedimientos generalizadores (o negaciones) tales que con ellos cubran el universo de discurso.

[24] La imposibilidad a secas, o absoluta, es el modo exclusivamente lógico (que existe en el pensamiento sólo por vía de negación): es el modo que se opone de modo excluyente a todos los otros modos y en cierto sentido el responsable de la totalización modal. Me explico. Lo necesario y lo contingente no se oponen excluyentemente entre sí fuera de la mente, dado que la causalidad final los conjuga. Y lo mismo pasa con la potencia, o posibilidad física, respecto de lo necesario y lo contingente. En la realidad caben potencias o posibilidades necesarias (es decir que llegarán a ser necesariamente) y posibilidades contingentes, que quizás llegue a ser o quizás no, por mero desarrollo de la causalidades físicas, o de la libertad humana. Sin embargo, el intento de unificar propio del logos lleva a entender los modos lógicos como excluyentes entre sí por generalización totalizadora. Si todo es necesario, entonces es imposible que algo sea contingente ni meramente posible (Espinosa); si todo es posible, entonces es imposible que algo sea meramente contingente (Leibniz); si todo es contingente, entonces es imposible que algo sea necesario ni posible por sí mismo (Ockham).

[25] Mt 19, 26; Mc 10, 27; 14, 36.

[26] Lc 1, 37; Gen 18, 14; Jer 32, 27.

[27] Estas negaciones deben ser entendidas debidamente. No se trata de que no existan ni lo necesario ni lo contingente, o de que Dios no pueda crear esencias necesarias y seres libres, sino de que el dar divino no está sometido a la necesidad ni a la contingencia ni a la posibilidad, pues todas ellas pertenecen al orden creado. El orden trascendental es el orden de la comunicación, del dar puro, y en el dar puro no existe ni la necesidad ni la imposibilidad, y, por consiguiente, tampoco la posibilidad ni la contingencia. El dar está por encima de los modos lógicos.

[28] Lo modal y lógicamente posible es posible que sí y posible que no. Este «posible que no» es opuesto al «posible que sí». El «nada es imposible» elimina indirectamente el «posible que no», en cuanto que elimina todo opuesto al poder divino, de manera que «todo es posible» implica que para Dios no existe más que el «posible que sí». Y por eso desaparece el carácter modal de la posibilidad, la cual pasa a significar otra cosa: el dar divino ad extra.

[29] 2 Co 1, 19; cfr. Mt 5, 37.

[30] 2 Tim 4, 4.

[31] Ése es el contenido del misterio revelado por Cristo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). La encarnación es la revelación de lo más profundo del misterio de la creación: Dios creó por amor. Si, según el Primer Testamento, la omnipotencia es el poder creador de Dios, entonces el cristianismo revela que el secreto de la omnipotencia es entregar o dar puramente.

[32] Todo dar personal (o en sentido estricto) está integrado por tres ingredientes donales (donante, aceptador y don), pero el dar puro o supremo lo ha de estar por las actividades supremas, aquellas precisamente que cuando se comunican no se pierden, y que ya se ha visto que son el ser, el entender y el amar.

[33] Es cierto que podría parecer que el tercer momento acapara el dar, y que yo mismo abono esa tesis al decir que comunicar y dar son equivalentes o que el dar es otro nombre del amar, o sea, que amar se identifica con dar. Ante todo, esto es posible hacerlo porque en verdad amar es dar, pero no debe entenderse en sentido excluyente, porque ser y entender son también dares. Pero, en realidad, lo que acontece es que para nosotros, las criaturas personales, el amar tiene una fuerza aclaratoria especial respecto del dar puro. Ese poder aclaratorio está recogido en la propia revelación, la cual nos dice expresamente que es el Espíritu Santo (la persona-don, o el amor en persona) el que terminará de enseñarnos por dentro lo que Cristo ha oído al Padre y nos ha revelado (Jn 14, 26). El amar nos hace inteligible a las criaturas el misterio de la Trinidad y todos los misterios, los de la encarnación, la redención e incluso la creación, porque marca la diferencia con el dar creado. Que el amar sea una persona integra la trinidad del dar como actividad personal. Ningún hombre pudo jamás imaginar que el amor pudiera ser una persona o que el don diera, pero sólo si el don da, el dar es una actividad plenamente personal. La consideración del dar puro se abre camino para nosotros desde el amor. Ahora bien, una cosa es el modo como nosotros llegamos a conocerlo, y otra es el dar puro en sí mismo: como aclararé algo más adelante, todo en el dar puro es dar.

[34] Dios no se separa de nada, son las criaturas las que separan y distinguen de Dios.

[35] Autotrascenderse no es causarse ni destruirse, sino una forma de dar. Concretamente, el autotrascendimiento es buscar más allá del encontrar, o sea, un buscar puro que no busca encontrar, sino sumirse lúcidamente en la trascendencia, dándose a ella.

[36] Jn 5, 36; 6, 39; 10, 29; 12, 49; 13, 3; 18, 11.

[37] Lc 11, 13; Hech 5, 32.

[38] Jn.14, 16.

[39] Jn 3, 34. Este «sin medida» sugiere el «sin reservas» que a continuación se comenta.

[40] Jn 10, 17-18.

[41] El «sin reservas» es el significado de la kénosis o exinanitio y de la tapeinosis o humiliatio (Fil 2, 7-8).

[42] Nótese que el Padre no se complace en sí mismo, ni tampoco el Hijo, sino el Padre en el Hijo (Mt 3, 17) y el Hijo (Jn 15, 11; 17, 13) en el Padre (Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38); y el Espíritu Santo, que es el amor, no se ama a sí mismo, sino que es el gozo que se goza en el Padre y en el Hijo, de los que procede. El dar es interpersonal.

[43] Esa ganancia en el caso de Cristo es su resurrección gloriosa, gloria a la que había renunciado temporalmente al encarnarse y hacerse semejante a nosotros, pero que era la gloria que le correspondía de modo connatural por su unión con el Verbo, de manera que Cristo no ganó propiamente para sí, sino para nosotros.

[44] "El que quisiere salvar su vida, la perderá y el que la pierde la ganará" (Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25) son palabras dirigidas a nosotros, los hombres, y expresan la ganancia de la muerte de Cristo para nosotros, pero no son aplicable a Dios, sino más bien ha de entenderse que Dios es el que da sin guardar y sin perder, pues sólo Dios puede hacer que nuestra pérdida «sin reservas» se convierta en ganancia «sin reservas».

[45] La aparente pérdida que lleva consigo toda prohibición, a saber, dejar de hacer algo, es sólo aparente, porque lo que se omite es precisamente una pérdida del dar, una mala acción, y está ampliamente superada por el bien de la obediencia y de la unión con Dios, gracias a la cual lo relativamente positivo del hacer que se omite queda incluido y suprarrealizado en la acción conjunta con la divinidad. Obedecer a Dios es siempre ganancia, gracias a Aquel a quien se obedece. Sólo el pecado introduce la pérdida pura y sin ganancia. 

[46] El Padre y el Hijo no se reservan sus personas, de tal modo que de su comunicación sin reservas procede una persona distinta, la persona-don.

[47] Sólo si se confunde la filiación con el nacimiento, como ocurre con frecuencia, puede creerse que el padre sea anterior al hijo, pero el padre lo es en cuanto el hijo es concebido, no antes ni más tarde. Y lo mismo se ha de decir del hijo, por lo que los padres que abortan son parricidas.

[48] La identidad no es un inerte «=».

[49] La Trinidad no es 1+1+1=3. En esa operación cada paso siguiente supone la totalización del anterior, de lo contrario no puede funcionar ni el «+» ni el «=». La homogeneización que implican la suma y la igualación requiere la totalización exacta de los elementos numéricos con que se opera, o sea, su consideración cardinal o como conjunto acabado. En cambio, designar a las Personas como 1ª, 2ª y 3ª es posible y conveniente para expresar su orden y procesiones –sin implicar jerarquía–, pues la consideración ordinal de los números no es, de suyo, homogeneizante ni totalizadora. Cuando, por exigencias prácticas del lenguaje, hablamos de «tres» personas divinas, ha de entenderse, por tanto, que nos referimos a una Persona, a otra Persona y a otra Persona, que ni se suman ni forman un conjunto ni son iguales, sino irrepetiblemente idénticas.

[50] Decir «todo» lleva consigo decir «sólo» o «nada más que». Si «x es todo», entonces «x y sólo x». Es verdad que ese «nada más que» parece compensado por un lógico «ni menos que», pero tal compensación muestra la verdadera índole de la totalización: la totalización es inerte, carece de vida y de comunicación. Al «ni más ni menos», o sea, a lo exacto, le es imposible dar, porque nace de una doble restricción, no de un sobrar. Si no hubiera pérdidas, no harían falta restricciones, la exactitud no supone ninguna ganancia, sino un límite. La sobreabundancia que acompaña al dar supremo es la cara positiva de la ausencia de pérdidas y restricciones: no es una sobra respecto de una medida, sino que es el exceso sin medida del dar sin pérdidas ni reservas.

[51] Como explicaré más adelante, las personas divinas no son partes, pero tampoco modos, y no me refiero ahora a los modos lógicos, de los que ya he hablado, sino a modos del dar, porque las modalizaciones son alternativas, y el dar es pleno, sin variaciones ni variedades: es eterno.

[52] Digo «metafóricamente», porque ni los padres dan el alma al hijo ni tan siquiera son causas eficientes del hijo, únicamente proporcionan las concausas formales y materiales para la nueva vida que es suscitada por Dios y la naturaleza. Quizás así se entienda mejor el pecado de querer «producir» seres humanos. Los hijos no debemos a los padres más que su colaboración con Dios y con la naturaleza, por lo que no deben su dignidad humana a sus padres, sino que la comparten con ellos, debiéndola a Dios y a la naturaleza. Un ser humano que, aunque sólo parcialmente, sea «producido» de modo objetivo sería producto parcial del hombre, un «objeto» sin dignidad para quien lo produce, y debería esa mengua de dignidad a su productor.

[53] Leonardo Polo, El Ser I, c. El origen en la teología de la fe,  Universidad de Navarra, 11965, 309-333.

[54] El Espíritu Santo está vinculado con el gozo (Lc 10, 21; Hech 13, 52; Rom 14, 17; Gal 5, 22; 1 Tes 1, 6; 1 Pe 4, 13), la glorificación (Jn 7, 39) y el consuelo (Jn 14, 16 y 26; 14, 26; 16, 7; Hech 9, 31).

[55] Jn 16, 15; 17, 10.

[56] Jn 17,21-22.

[57] El lector atento podrá objetar que la expresiones «todo y sólo» totalizan el dar, y por tanto que el dar puro es un dar totalizado, contra lo que he propuesto. Literalmente tiene razón esa objeción. Pero la letra mata y el espíritu vivifica: lo que aquí se quiere decir con «todo y sólo» es «sin mezcla» de otro tipo de actividad ni «decaimiento» en otro tipo de actividad. La totalización es inerte, pero el dar supremo es actividad de dar, que al no tener pérdidas ni reservas no deja resquicio alguno para la inercia. Es el lenguaje humano el que introduce la dificultad.

[58] Cuando la identidad no es entendida como actividad es confundida con la mismidad, o sea, con la inercia o límite del pensar.

[59] Se alcanza así la conciliación entre las tradiciones cristianas oriental y occidental: la oriental hace preponderantes a las personas sobre la unidad, mientras que la occidental hace preponderante la unidad sobre las personas. No existen preponderancias, ni necesidad de ella, en una actividad donal plena entre los dares y el dar, pues unos y otro son igualmente originarios.

[60] Así, se puede entender que Cristo, no obstante ser la Palabra (Jn 1. 1; 8, 25), diga de sí mismo “Yo soy”(Jn 8, 58; 13, 19), que es el nombre del Padre (el cual es el ser o iniciativa en el dar), y, viceversa, que la Palabra (que Él es) pertenece a Padre (“Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envióJn 14, 24) y que el Espíritu, que envía el Padre en el nombre de Cristo, nos enseñará y recordará todo lo que Él ha dicho (Jn 14, 26), tomando de lo suyo y anunciándonoslo (Jn 16, 14). De ahí  que también diga que quien lo ha visto a Él ha visto al Padre, lo que concuerda con que el Padre y Él son uno.

[61] Ser y Tiempo, traducción de J.-E. Rivera, Santiago de Chile, 1997, 61, en texto y anotación manual a); cfr. Sein un Zeit (SZ) XVIIIª edición, M. Niemeyer, Tübingen, 2001, p. 38 y anotación manual a «schlechthin» recogida en p. 440.

[62] J.-E. Rivera, 60; cfr. SZ, p. 37 y anotación manual a «überhaupt» recogida en p. 440.

[63] Cfr. I.Falgueras, Heidegger en Polo, en “Studia Poliana“ 6 (2004) 22-25.

[64] Se me preguntará con razón que por qué utilizo entonces los calificativos de incondicional y condicionales al hablar de los trascendentales. Sin embargo, debe notarse que al referirme a los trascendentales que llamo in-condicionales utilizo el «in» que sugiere la exclusión de su carácter condicionado y condicionante. De este modo, la dificultad recae sobre todo en los trascendentales condicionales. Pero la terminación en «-ales» me sirve para evitar decir que están condicionados. Dios no es «antes» respecto de los trascendentales creados, sino que el «antes» de ellos es la nada. El calificativo «condicional» no remite a algo anterior y exterior, sino a un intrínseco condicionamiento, a una dependencia que, en vez de mermar, es cauce de donación y fuente de su intrínseca fecundidad. Con todo, concedo que la limitación del lenguaje es lo que me obliga a utilizarlo de modo tan dificultoso y sutil.

[65] El fundamento sólo persiste. Aunque entiendo que el fundamento da, su dar no es dar-el dar, sino dar-dones.

[66] Cfr. EFT, 31.

[67] La identificación se asocia generalmente con la persona, pero oculta un problema de reconocimiento. No me refiero con este término a la acogida como persona (réplica), sino al reconocimiento de su irreductibilidad mediante signos externos. Toda persona es inconfundible, por lo que no necesita ser reconocida en el sentido de distinguida, sino que se muestra a sí misma. Pero esto no es así para el hombre en el estado actual de viador. Eso que se llama carnet de identidad es un modo imperfecto de señalar la irreductibilidad personal mediante diferencias individuales corporales (huellas dactilares, foto, firma…). Las personas en su plenitud no necesitan rasgos identificativos, porque son irreductibles, incluso en su manifestación.

[68] Aunque hoy se reduce el «es» al «=», debido a la predominio cultural de éste último, debe notarse que el «=» implica la confundibilidad (funcional) que he llamado sustituibilidad, mientras que el «es» predicativo lleva consigo una diferencia de planos: se pasa del abstracto a las causas. Es cierto que la definición, al pretender ser una predicación intrínseca, puede sugerir una intercambiabilidad entre los predicados y el sujeto, pero para que acontezca eso es preciso confundir las causas con las determinaciones segundas de los abstractos.

[69] Heidegger acierta cuando distingue el ser respecto del uso copulativo del verbo «es», aunque se equivoca cuando piensa que dicho uso implica una pre-comprensión del ser.

[70] La interdefinibilidad es típica de la reducción del «es» al «=».

[71] El principio de identidad como simplicidad es, así, el supremo. Todos los principios denominados de «economía» o «parsimonia» (navaja de Ochkam, finalidad de la naturaleza, etc.) que enuncian los lógicos, y a veces los metafísicos, y del que en ocasiones dicen que es un principio estético o subjetivo, son aplicaciones (ignoradas) del principio de identidad o simplicidad, que ellos suelen desconocer, pues desde sus saberes respectivos no alcanzan a entenderlo. Ser, entender y amar son en Dios un dar puro y simple, y, por parte de las criaturas, son actividades referentes a la simplicidad del dar puro.

[72] La igualdad es mismidad en operación reflexiva (negadora).

[73] Las disminuciones serían pérdidas, los incrementos supondrían reservas previas.

[74] Es lo que denominé en La res cogitans en Espinosa «la identidad compleja» (p. 143), la noción de sistema. Dios no es sistema alguno, sino la simplicidad activa.

[75] Poner a Dios en presencia es pretender objetivarlo. Ponerse en presencia de Dios, cosa que hacemos al orar, no es poner a Dios en presencia, sino romper los límites de nuestro pensamiento, y abrir hacia él nuestra inteligencia.

[76] El problema del lenguaje es distinto del problema del pensamiento y de los problemas intelectuales. El lenguaje es el primer producto humano y por ello es esencialmente práctico, lo que hace de él un instrumento escaso y lleno de dificultades para la comunicación del pensamiento y de la investigación de la verdad. Pero como tenemos que servirnos de él, no cabe más que utilizarlo con correctivos. Hay más cosas que palabras, y más nociones que cosas. La paradoja del lenguaje es que es un producir humano, y, como tal, práctico y limitado, pero a la vez expresa el logos humano, que depende de la persona (trascendental). Cuando digo «tenemos que servirnos de él» no hablo de una fatalidad, sino de una capacidad del lenguaje: en él cabe todo, porque el espíritu puede hacerle decir incluso aquello que no es lingüístico (lo lingüístico es lo práctico).

[77] S. Agustín, ver nota 19 de este escrito.

[78] Hech 17, 28. Nótese que un poco antes (v.25) dice s. Pablo que Dios da la vida, el aliento y todas las cosas.

[79] Espero que ahora pueda quedar más claro el sentido de las palabras de Cristo, citadas al principio: "es más feliz dar que recibir". Llama la atención que se refiera a la felicidad, pero es la manera sencilla y asequible a todos de indicar la plenitud: la felicidad es la plenitud de la praxis o actividad. El dar es la actividad plena, la propia de Dios.