El ministerio petrino al filo del Tercer Milenio.Alfonso Carrasco Rouco |
"Lo que está en cuestión es saber lo que significa el
Primado en la vida de la Iglesia, es decir, cuál es el sentido de esta realidad
establecida para la salvaguardia de la Revelación --la cual,
repitámoslo, no tiene su principio ni en el papa ni en los obispos" (J. A. Möhler,
Recensión de: A. Gengler, "Der Glaubensprinzip der griech. Kirche im Vergleich der
röm. kath. Kirche, ThQ 13 [1831]658-659). En el reciente encuentro ecuménico que tuvo lugar en el Monte Sinaí, Juan Pablo II nos ha recordado de nuevo la audaz propuesta de pensar juntos las formas de ejercicio del ministerio petrino, hecha recientemente de modo explícito y muy pensado en su encíclica Ut unum sint. |
En ella, el Papa afirma abiertamente, desde el principio, que "una cosa es el depósito mismo de la fe, &, y otra la manera como se expresa" [1] y reconoce, por tanto, que es necesario distinguir entre el patrimonio de la fe evangélica, las exposiciones teológicas y los modos de ejercicio histórico, entre los que se encontrarán expresiones de la debilidad y la mediocridad e incluso del pecado y de las traiciones de los hombres, incluidos los ministros [2] . En conclusión, Juan Pablo II expresa su deseo de "encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" [3] .
A esta petición ha respondido un considerable esfuerzo teológico [4] . Conclusión primera de sus aportaciones parece ser la necesidad de ir al fondo teológico de las enseñanzas conciliares. Pues se ve claramente que no es suficiente contentarse con criticar límites, excesos y riesgos, pasados y presentes, de las realizaciones históricas del primado; ni tampoco con intentar bosquejar formas posibles de ejercicio del ministerio petrino en un horizonte eclesiológico renovado -que suele identificarse concretamente con el de la Iglesia comunión, desarrollando en especial su dimensión de communio ecclesiarum.
Por otra parte, en el ámbito del diálogo ecuménico, el hecho de que la encíclica sigue afirmando el poder y la autoridad del obispo de Roma en el sentido de los dogmas vaticanos [5] parece impedir que desaparezcan las antiguas aporías y divergencias [6] .
Se hace necesario, por consiguiente, un esfuerzo propiamente teológico de comprensión de la naturaleza del "primado de jurisdicción", que lo sitúe al interior de una Iglesia que es sociedad y, al mismo tiempo, sacramento, realidad humano-divina de comunión. De una mejor percepción del sentido de este primado se podrá derivar luego una mayor libertad en la elección de los medios y las formas con las que responder a su misión a favor de la Iglesia, de acuerdo con las exigencias históricas de cada momento.
Para ello, es necesario, en primer lugar, acercarse a la verdad que ha querido enseñar el concilio Vaticano I, conscientes de que las definiciones de la constitución Pastor aeternus no son sólo una legitimación de los modos de ejercicio del primado propios de aquella época, y que, por tanto, no pueden explicarse únicamente por medio del análisis de aquellas circunstancias históricas y tradiciones políticas, y de sus repercusiones eclesiales -aunque, por supuesto, existan, influyan y haya que conocerlas-; sino que pretenden ofrecer una enseñanza propiamente dogmática sobre la naturaleza de este ministerio.
En realidad, el estudio riguroso del concilio Vaticano I tiende a concluir que los dogmas definidos en Pastor aeternus no constituyen un obstáculo en sí mismos, sino, más bien, si acaso, a causa de una determinada forma de interpretarlos, unilateralmente centralista, que habría generado dificultades teóricas y prácticas [7] .
En efecto, podría decirse que el problema radica menos en la comprensión adecuada de lo que ha sido definido en una eclesiología juridicista y societaria, típica del siglo pasado, que en el desarrollo consecuente y sistemático de una eclesiología de comunión que permita releer y reproponer las mismas verdades en modos nuevos. Pues el esfuerzo de precisión y análisis crítico de los términos, realizado por los Padres del primer concilio vaticano, facilita grandemente al lector curioso la comprensión de la dinámica de servicio a la unidad de fe y de comunión que quieren expresar. Su relectura, en cambio, puede encontrar dificultades a la hora de presentar con precisión semejante este ministerio en perspectivas no unilaterales, en el lenguaje y la eclesiología renovada de la comunión.
Podría decirse que, a su manera, es decir, sabiendo que hacían obra incompleta, que desarrollaban sólo algunos aspectos fundamentales de una parte de la constitución eclesial, los Padres del Vaticano I llevaron a término lo que querían hacer. La tarea que asumió el Vaticano II no se desveló más sencilla, sino quizá, al contrario, más difícil de culminar perfectamente. Así, a menudo se habla, con razón, de la presencia en sus documentos de una doble eclesiología, de perspectivas sintéticas más presentadas que desarrolladas, de caminos abiertos al andar futuro de teólogos y pastores.
Ello no significa, sin embargo, que pueda minusvalorarse en modo alguno el significado de la enseñanza del Vaticano II, cuyas aportaciones, a mi parecer, son completamente decisivas también para la recepción de los dogmas primaciales y, por tanto, para poder comprender lo esencial de la misión del ministerio petrino y encontrar las formas más adecuadas de su presencia y de su servicio en la vida de la Iglesia de este nuevo siglo que empieza.
Dando, pues, por conocido lo que dijo y también lo que no dijo Pastor aeternus [8] , vamos a intentar acercarnos más bien a la aportación propia del Vaticano II en este tema.
La Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, puede ser considerada no sólo el comentario magisterial más solemne de la enseñanza solemne sobre el ministerio petrino del anterior concilio vaticano, sino también, al mismo tiempo, una verdadera renovación del estado de la cuestión.
Conviene observar, en primer lugar, que este proceso sinodal de recepción no ha significado un redimensionamiento de la enseñanza de Pastor aeternus, como si ésta hubiese sido sólo el fruto de una tradición determinada por las estructuras eclesiales del segundo milenio y sus limitaciones conceptuales --que muchos ven simbolizadas en la separación entre orden y jurisdicción--, y especialmente por las circunstancias y desafíos propios del siglo XIX. Por el contrario, el Vaticano II ha procedido a reafirmar plena y cuidadosamente [9] la definición dogmática sobre el ministerio del sucesor de Pedro, tanto en lo concerniente al primado de jurisdicción [10] , como a la infalibilidad papal [11] .
Llama la atención, luego, el gran esfuerzo hecho para responder a las exigencias de aclaración de diversos aspectos de la doctrina, que se habían manifestado ya desde el mismo concilio Vaticano I. En ello hay que destacar, ante todo, el tratamiento sistemático del lugar del episcopado en la Iglesia.
En efecto, aun cuando se percibe en el concilio una gran preocupación por salvaguardar explícitamente en toda circunstancia las prerrogativas primaciales [12] , se nota también la voluntad de subrayar asimismo el nexo propio del sucesor de Pedro con los demás obispos y con la Iglesia. Así, por ejemplo, un rasgo tan característico de la enseñanza del Vaticano I como la dependencia de todo ejercicio del poder episcopal con respecto al primado de jurisdicción, va a ser referido ahora también al Colegio episcopal, cabeza y miembros [13] ; en este sentido puede valorarse igualmente la preocupación por presentar la infalibilidad del Papa unida a la del Cuerpo episcopal [14] .
LG intenta aclarar incluso algunos aspectos concretos de la problemática primacial, como por ejemplo el sentido verdadero del polémico ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae [15] , manteniendo siempre una continuidad de fondo con las intenciones del Vaticano I [16] .
La importancia de estos nuevos planteamientos conciliares no reside simplemente en haber situado el ministerio episcopal en el centro de la atención. Pues aunque la enseñanza explícita a este respecto era ciertamente indispensable para una adecuada comprensión de la Iglesia, en realidad, afirmar que el obispo es un pastor verdadero, sucesor de los apóstoles, dotado con poder propio, ordinario e inmediato, que el episcopado unido al papa --y nunca sin él-- es también sujeto del poder pleno y supremo en la Iglesia y goza de infalibilidad en algunos actos de su magisterio, o que el primado de jurisdicción no separa al sucesor de Pedro del Cuerpo de los obispos, no representa novedad substancial alguna en relación con lo que era doctrina común en el concilio Vaticano I [17] .
El cambio más importante proviene de haber colocado el conjunto de la doctrina sobre el episcopado y el primado en un nuevo contexto eclesiológico, caracterizado a este respecto por una consideración radicalmente sacramental del obispo y de la Iglesia misma.
Se manifiesta así, en esta cuestión concreta, uno de los giros teológicos decisivos del Vaticano II, el paso de una eclesiología de la societas perfecta a una eclesiología sacramental [18] . Ello se ha revelado una tarea objetivamente difícil, como lo muestra la permanencia en el texto conciliar de rasgos teológicos propios de ambos tipos de pensamiento. De hecho, se reconoce generalmente que Lumen gentium ofrece una yuxtaposición de ambas eclesiologías , sin haber alcanzado aún una síntesis perfecta [19] , y que consiguió sólo parcialmente un equilibrio adecuado entre las consideraciones jurídica y comunional de la sociedad eclesial o, más concretamente, entre episcopado y primado [20] .
No parece justo, sin embargo, reducir por ello la aportación conciliar a meras fórmulas de compromiso, de modo que luego, a la hora de afrontar una cuestión como por ejemplo la relectura del ministerio petrino, se pudiese proceder a un estudio de los textos que consistiría simplemente en analizarlos para aislar y escoger en ellos el punto de vista o la idea que más se acomode al propio pensamiento. Porque así, considerando insignificante la intención magisterial o incluso rompiendo la unidad alcanzada fatigosamente por el Concilio entre las diferentes perspectivas teológicas, se caería en el peligro de minusvalorar al Vaticano II y de no tener en cuenta suficientemente sus líneas de fondo [21] .
Éstas, por el contrario, merecen atención prioritaria, y, en este caso, especialmente la consideración de la sacramentalidad del episcopado, desarrollada por el Concilio en el horizonte de una presentación de la Iglesia misma como sacramento [22] ; pues son perspectivas que parecen poder iluminar de modo nuevo el ministerio propio del obispo y su relación con la Iglesia, y, por consiguiente, también el peculiar servicio primacial del papa.
Siguiendo el camino iniciado ya por el primer documento conciliar, Sacrosanctum concilium, la constitución Lumen Gentium nos presenta a la Iglesia como "sacramento de unidad", obra del Dios uno y trino [23] , enraizada en el misterio pascual de Cristo [24] , en el cual participa el hombre misteriosamente por medio de los sacramentos, en particular por el bautismo y la eucaristía [25] . La misión de los apóstoles y de sus sucesores consiste en llevar a todos los hombres a la salvación por la predicación del Evangelio y la participación en los sacramentos [26] , y es descrita por el Concilio a partir de los tria munera sanctificandi, docendi et regendi [27] . La Iglesia, una, santa, católica y apostólica está presente en la comunidad de los fieles reunidos alrededor de su obispo en la celebración de la eucaristía [28] .
Esta presentación sacramental de la Iglesia abre perspectivas fundamentales que pueden ofrecer ya un inicio de respuesta a la dificultad ocasionada por la presentación del primado de jurisdicción como poder episcopal sobre todo fiel. En efecto, permite comprender cómo afirmar que la Iglesia entera constituye "un solo rebaño bajo un solo pastor" no pone en cuestión la existencia en la Iglesia de otros rebaños y otros pastores: la Iglesia católica una y única existe en y a partir de las Iglesias particulares [29] .
En ellas se encuentra verdaderamente presente la Iglesia y, al mismo tiempo, ellas son igualmente la misma Iglesia católica, cuya unidad y unicidad están fundadas en la participación sacramental en el mismo misterio de Cristo; de modo que la unidad que existe entre todas las Iglesias particulares no es diferente ontológicamente de la que existe en cada una de ellas [30] . Por consiguiente, la afirmación de la existencia de la Iglesia universal como una realidad de unidad que comprende a todos los fieles niega la existencia de fronteras interiores, fruto siempre de los criterios exclusivistas de un grupo humano, pero no la existencia de Iglesias particulares con sus pastores propios. En efecto, no se trata de dos realidades en competencia material; sino que, al contrario, las Iglesias particulares, en la misma medida en que son manifestación verdadera de la única realidad de unidad, constituyen necesariamente la multitudo fidelium de la única Iglesia católica.
Así pues, la comprensión conciliar de la Iglesia, como comunión sacramental que nace y vive de la participación en el misterio pascual de Cristo, hace posible tomar nueva conciencia del modo absolutamente peculiar en que subsiste la unidad de la Iglesia católica, in et ex Ecclesiis particularibus. Se abre así, al mismo tiempo, un horizonte adecuado para una comprensión del ministerio petrino plenamente teológica, es decir, no asumida de la dinámica de la vida estatal y de la consiguiente reflexión socio-política, sino enraizada en la peculiar forma del ser social de la Iglesia.
Desde diferentes perspectivas eclesiológicas, los análisis teológicos postconciliares reconocieron la importancia y desarrollaron esta enseñanza positiva del Concilio: la comunión de las Iglesias, la colegialidad episcopal y, en particular, la necesidad para el poder episcopal de permanecer en la communio Ecclesiarum. Siguiendo estas líneas de reflexión se hizo posible entrever también el lugar teológico del ministerio petrino, que aparece como punto de referencia de la unidad universal de fe y de comunión; separarse de él implica separarse de la unidad del Colegio y de la Iglesia [31] .
Desde estos presupuestos eclesiológicos renovados, será necesario ahora intentar comprender de qué manera la doctrina conciliar específica sobre el primado de jurisdicción describe adecuadamente la naturaleza de este servicio del sucesor de Pedro [32] , cómo se integra el primado romano en esta concordia y comunión de Iglesias locales, en su dinámica de sinodalidad; en pocas palabras, por qué la dependencia del obispo y de la Iglesia particular con respecto a la Iglesia universal y al colegio episcopal implica una dependencia para con el obispo de Roma tal como ha sido definida en el concilio Vaticano I.
En su enseñanza dogmática sobre el ministerio petrino, la constitución Pastor aeternus ha definido el papel irrenunciable, salvaguardado por el Espíritu, que cumple el obispo romano en la Communio eclesial, y que implica actuación concreta, dotada de autoridad, para conservar la tradición de la fe y la unidad de la Iglesia. Estas definiciones conciliares son, como tales, irreversibles, aunque desde el inicio era manifiesto que debían ser integradas con otros aspectos más olvidados en el Vaticano I.
Es necesario, por tanto, evitar el riesgo de interpretar la obra del Vaticano I y las necesidades de su recepción sólo desde lo que podrían ser sus limitaciones objetivas (la dependencia de un cierto lenguaje socio-político, de una particular relación con la sociedad y el Estado de la época, incluso, si se quiere, la dependencia de una cierta tradición eclesial); pues ello dificulta el acceso a lo fundamental de su enseñanza, a la comprensión de su intención más verdadera. El método correcto sería el contrario, acoger su intención de fondo para superar desde ahí los condicionamientos históricos particulares.
De tal modo, sería posible valorar adecuadamente también la obra del Vaticano II, que, en la novedad de sus planteamientos, no perdió de vista las intenciones fundamentales del Vaticano I. En efecto, si este concilio seguía un esquema autoritario para enseñar que la revelación de Dios, presente en la historia, es un don sobrenatural que exige la obediencia de la fe, el Vaticano II quiere también proponer al mundo la novedad del Evangelio y de la fe como don radical de Dios, pero de modo más pastoral, siguiendo un esquema dialogal, de comunicación. No abole, por tanto, lo primero, sino que lo sitúa en el horizonte de una presentación más completa de la Revelación y de su alteridad propia: la revelación es ante todo una persona, Jesucristo, manifestación absoluta de Dios y de su designio sobre el hombre, que transciende y a cuyo servicio está toda palabra o sacramento en la Iglesia, la Escritura misma [33] y todo ministerio ordenado.
El Vaticano II abre caminos precisamente porque no se limita a reflexionar sobre la relación episcopado/primado, sino que pone en primer plano a Cristo y a la Iglesia, a la Revelación de Dios y su presencia en la historia como don radical; hace posible así, con lo fundamental de su doctrina, una mejor comprensión de la relación entre el ministerio (primado y episcopado), el Evangelio y la Iglesia. Sus aportaciones más importantes para una recepción de la doctrina primacial no se cifran, pues, en el análisis de la articulación del poder, sino, más hondamente, en su integración como ministerio en el horizonte de la Revelación.
Existe, por tanto, una profunda consonancia entre sus enseñanzas fundamentales sobre la relación del ministerio ordenado con la Iglesia y los dogmas ya definidos sobre el primado papal: ahora se explicita más esta vinculación del ministerio a la Revelación y a su transmisión en la Iglesia.
El Vaticano II, en continuidad con la tradición católica, va a presentar el ministerio al servicio de la permanencia en la historia del Evangelio de Jesucristo, de la presencia, por tanto, de una alteridad real, transcendente e irreductible al poder de la subjetividad humana. Para ello, sitúa la afirmación fundamental de la sacramentalidad de la consagración episcopal en el centro de su enseñanza sobre la constitución jerárquica de la Iglesia [34] .
En efecto, los obispos son presentados como verdaderos sucesores de los apóstoles, continuando durante el tiempo de la Iglesia la misión dada por Cristo a los Doce de propagar y apacentar la Iglesia, misión que pueden cumplir por su participación en el poder de Cristo y en la fuerza del Espíritu [35] . Enseña, pues, LG que el obispo recibe en su consagración la plenitud del sacramento del orden, un don espiritual y sagrado que lo capacita para obrar in persona Christi, sacerdote, profeta y rey; de modo que es Cristo mismo quien, por su ministerio, predica la palabra de Dios, administra los sacramentos de la fe, dirige y gobierna al nuevo Pueblo de Dios en su peregrinación [36] .
Evita así el Concilio, desde el inicio, comprender al ministerio como expresión de un mero poder humano, como la actividad de alguien que obraría en nombre propio o que no reenviaría más allá de sí mismo y de la propia subjetividad; y muestra, por el contrario, cómo el servicio episcopal sólo puede ser bien entendido en la Iglesia a partir de un doble descentramiento: Hacia Cristo (que actúa en el Espíritu), a través de la consideración radicalmente sacramental de la Iglesia, así como del ministerio episcopal en concreto [37] ; y hacia la Iglesia misma, a cuyo servicio existe tan radicalmente el ministerio [38] que, por su propia naturaleza, sus posibilidades de ejercicio dependen de la permanencia en su "communio hierarchica" [39] .
Así pues, siguiendo la teología sacramental común en la Iglesia occidental, de tradición agustiniana, el Concilio presenta al ministro como servidor, como instrumento de Cristo que, por medio de su Espíritu, es el verdadero sujeto que obra en la Palabra y los sacramentos, por los que construye la Iglesia en la historia.
El don espiritual recibido por el obispo en la consagración, que lo capacita para cumplir su misión, es una realidad objetiva e independiente de su voluntad. El hombre no puede determinar su naturaleza, pues él no es el verdadero sujeto de la acción, sino Cristo mismo. Tampoco es dejado a su arbitrio el objeto mismo de esta potestas, la Palabra y los sacramentos; son, más bien, realidades que pertenecen Deo et Ecclesiae, y que él está llamado a respetar y servir. Del mismo modo, el fruto no es tampoco obra del ministro, pues coincide con la Iglesia, como realidad de gracia construida por el Espíritu del Señor [40] . En realidad, el ministro no puede ni siquiera cambiar el hecho de poseer este don sacramental: es inamisible.
Así, la naturaleza "instrumental" de este servicio, por la que el verdadero sujeto de la acción es Jesucristo impide que el ministro sitúe en el centro a su propia persona; pues no puede pretender ser el principio de la vida nueva del fiel, sustituyéndose al Espíritu de Cristo, ni determinar él la naturaleza del servicio al que está llamado y de la Comunión a la que sirve. Al contrario, la misión del ministro implica en éste una subordinación radical. Su significado, su autoridad en la Iglesia radica paradójicamente en su obediencia: proviene de obrar en representación de Otro, in persona Christi, y, concretamente, guardando y transmitiendo el "depósito de la fe", estando sometido a la Palabra de Dios y a sus formas de transmisión en la historia [41] . Por ello, es esencial al ejercicio de su ministerio que su intención sea "someterse al agente principal: es decir, que quiera hacer lo que hace Cristo y la Iglesia" [42] .
La potestas ministerial aparece así como una realidad objetiva, cuya naturaleza, dinámica y fruto son independientes de la voluntad del ministro. Éste, por consiguiente, no podrá ejercerlo arbitrariamente: para poder celebrar y anunciar realmente la Palabra y los sacramentos de Cristo, el ministerio, natura sua [43] , ha de ser ejercido en la comunión de la Iglesia; pues la Palabra y los sacramentos son realidad histórica plena sólo en el ámbito de la una y única Iglesia de Cristo, y no son ni originados ni definidos por la actividad o la comprensión de los ministros. De modo que separarse de la comunión eclesial no sólo pone en cuestión la fecundidad espiritual, sino que imposibilita incluso el ejercicio del poder sagrado, en la misma medida en que la separación afecta a la substancia de la Palabra y de los sacramentos: en esa medida, el ministro, obrando, no hace nada con valor real [44] .
Ahora bien, si el obispo permanece en la communio plena, entonces su particular servicio a la Palabra y los sacramentos es instrumento necesario para la presencia de la Iglesia en la historia; de tal modo que la comunión con él se convierte en condición de la permanencia en la Iglesia para los fieles cristianos. Esta dependencia no se impone, evidentemente, con respecto al obispo en cuanto persona privada, sino en cuanto cumple su misión eclesial; se tratará pues de permanecer en la unidad de la fe que anuncia y de la realidad de comunión fruto de los sacramentos, en particular de la Eucaristía.
Se manifiesta así la base de la dimensión de autoridad de su peculiar servicio dentro de la Iglesia, del munus regendi [45] . En términos de LG: "Los fieles ...deben estar unidos a su obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que toda se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios" [46] ; es decir, todos los fieles están llamados a vivir la diversidad de gracias, servicios y actividades dadas por el Espíritu en la unidad de los hijos de Dios, para la construcción del Cuerpo de Cristo [47] .
Así pues, gracias a la dependencia estructural con respecto a Cristo y a la Iglesia, por la que el ministro se entrega a la obra de Otro y no a la construcción de un proyecto que él mismo determina, cada uno de los obispos podrá ser llamado "principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares" [48] . Son principio verdadero, aunque haya de ser caracterizado como "visible" o, en otros términos también tradicionales, como "secundario"; pues el principio primario de la unidad de la Iglesia y de todo don espiritual es Jesucristo, que se entrega a los hombres en el Espíritu.
Si los obispos, sucesores de los apóstoles, están al servicio del Evangelio de Jesucristo, plenitud de la Revelación [49] , para que se conserve "siempre vivo e íntegro en la Iglesia" [50] , lo mismo ha de decirse del sucesor de Pedro. Su primado ha de ser comprendido también a partir de las líneas de fondo de la enseñanza del Vaticano II; es decir, en el horizonte descrito de una comprensión sacramental de la Iglesia y del episcopado, y, por consiguiente, en el contexto de una realidad originada por la acción de Cristo y de su Espíritu, que lo transciende y no es determinada por él, y a cuyo servicio es llamado [51] .
LG va a resumir sintéticamente el significado de su ministerio diciendo, en continuidad con el Vaticano I, que Jesucristo "instituyó en él para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión" [52] .
Ahora bien, como ya se ha observado a propósito del episcopado, también el Obispo de Roma está llamado a cumplir esta misión según la modalidad propia del ministerio en la Iglesia: es "principio de unidad", pero de modo "visible" y "secundario" [53] ; pues de ninguna manera es él quien instituye por sí mismo la fe, los sacramentos o la unidad de la Iglesia, que son obra del único Señor y del único Espíritu. Por tanto, la comunión con el sucesor de Pedro es realmente criterio de la permanencia en la comunión jerárquica, en la communio plena, pero no porque sea él quien las constituye, sino porque es, de hecho, signo visible y objetivo de su presencia en la historia.
Este hecho fundamental, que posibilita su particular ministerio en la Iglesia, no es ni podría ser fruto del poder del hombre llamado a tal misión; no es originado por su conciencia personal, por la perfección de su fe o por un ejercicio modélico, moralmente irreprensible, de sus responsabilidades como ministro. Pues ningún hombre --tampoco los apóstoles-- ha sido llamado por Cristo para que se sitúe por encima de la Palabra y de la Iglesia, y determine en qué debe consistir la verdadera fe, sino para que acoja el Evangelio, participe gratuitamente en la comunión abierta por Cristo y dé testimonio suyo con la gracia del Espíritu. Esta anterioridad radical de Cristo se verifica igualmente en el caso del sucesor de Pedro: sólo el Espíritu, sin el cual nadie puede decir "Jesús es el Señor", puede garantizar el mantenimiento de su testimonio en la verdad.
Por ello, puede concluirse legítimamente que sólo un don particular del Espíritu Santo puede hacer posible tal significado objetivo del ministerio petrino en su relación con la Iglesia universal. Ahora bien, este don no puede ser identificado con el fruto de ningún nuevo tipo o grado de sacramento [54] ; puede serlo, en cambio, con aquella peculiar asistencia del Espíritu -el carisma de la infalibilidad- gracias a la cual el sucesor de Pedro, en el ejercicio de su ministerio esencial [55] , no se separará de la Iglesia universal [56] . En efecto, gracias al don de esta permanencia en la verdad de la Tradición, el ministerio petrino [57] puede ser para todo fiel signo visible de la presencia en la historia de la Communio plena.
El Espíritu de Dios hace posible así la objetividad de la presencia de la Iglesia y, por tanto, la de la Palabra y los sacramentos Dei et ecclesiae, que no quedan al arbitrio de ningún hombre, tampoco del obispo de Roma [58] ; de modo que los fieles cristianos, para vivir en la unidad de la Iglesia, no dependerán de la interpretación subjetiva de la fe y de la comunión que pueda dar nadie, ni siquiera un ministro ordenado.
Por otra parte, esta particular asistencia del Espíritu califica la posición del obispo de Roma en la Iglesia de modo tal que la unidad con él es condición de la permanencia en la Communio; se hace posible así la comprensión de su peculiar "munus regendi", cuya valencia eclesiológica ha sido descrita precisamente en tales términos a propósito del ministro ordenado: para no separarse de la Communio plena, todos los fieles, entre los que se incluyen por supuesto los ministros ordenados, están llamados a vivir sus dones propios, su vocación y su misión, permaneciendo en unidad con el sucesor de Pedro.
Así entendida, la autoridad propia del sucesor de Pedro no existe nunca en la Iglesia como pura autoridad extrínseca, yuxtapuesta a su naturaleza sacramental, teniendo como único fundamento la relación de poder en la que uno es superior a otro y puede imponerle su voluntad; pues aparece siempre, según su naturaleza, como signo de la permanencia en la comunión plena de la Iglesia; éste es el motivo por el que el cristiano puede responder con el "obsequio religioso de su inteligencia y voluntad" [59] .
Aunque los conflictos existirán siempre, y la historia instruye sobre la dureza que pueden alcanzar dentro de la Iglesia, las rupturas llegarán sólo cuando desaparezca completamente el horizonte de la comunión de la Iglesia como fundamento real de la relación. El reconocimiento de la autoridad del sucesor de Pedro no excluye pues posibles divergencias o debates; pero excluye que una interpretación personal de las cosas pueda ser punto de partida suficiente para instituir otro criterio objetivo de permanencia en la unidad de la Iglesia.
Lo normal no es, sin embargo, el conflicto extremo o la ruptura. En la vida cotidiana de la comunión, la autoridad propia del sucesor de Pedro es asumida en la Iglesia por su significado como principio de unidad en la fe y en la comunión, es decir con "obsequio religioso", que, por supuesto, admite diversos grados, acordes a los diferentes modos de ejercicio de su autoridad por el ministro [60] .
En conclusión, el concilio Vaticano II constituye un momento decisivo y determinante en la renovación de la comprensión de la constitución jerárquica de la Iglesia y, en particular, en el proceso de recepción del "primado de jurisdicción" afirmado por el Vaticano I, gracias ante todo a las perspectivas fundamentales de su presentación de la Iglesia y del ministerio. Por consiguiente no puede ser considerado un mero concilio de transición, o el fruto de compromisos tales que su enseñanza, a este respecto, sería últimamente insignificante. Por el contrario aunque no recorra hasta el final todos los caminos que abre, ni muestre la solución de todas las dificultades, el magisterio del Vaticano II constituye, ciertamente, un punto de referencia indispensable también para la reflexión teológica sobre el ministerio petrino en una Iglesia comprendida como realidad sacramental de comunión.
Por otra parte, sería insuficiente igualmente contentarse sólo con paráfrasis o repeticiones de la enseñanza conciliar [61] . Las propuestas mismas de la encíclica Ut unum sint son un ejemplo autorizado de lo que significa una recepción fiel y, al mismo tiempo, audaz del Concilio Vaticano II, y una invitación a continuar el trabajo de su comprensión, profundización y desarrollo, como tarea que sigue siendo imprescindible y camino prometedor para la investigación teológica y para la vida de la Iglesia.